La vida tempestuosa de Ingmar Bergman, una fuente de inspiración

El director de cine sueco Ingmar Bergman
El director de cine sueco Ingmar Bergman. / Autor.

El propio Bergman se encarga de revelarnos que muchas de sus tempestuosas experiencias las utilizó posteriormente para inspirarse en algunas de las más importantes escenas de sus películas

La vida tempestuosa de Ingmar Bergman, una fuente de inspiración

Linterna mágica, es uno de los libros autobiográficos más apasionantes que he leído. Su interés se nutre de la intensa vida de su protagonista, el director de cine sueco Ingmar Bergman (1918-2007); del descarnado relato de un hombre que, próximo a la setentena, mira hacia atrás y no se calla nada de lo que le parece relevante, tampoco aquello que pueda suponer en la mirada de otros una crítica despiadada de alguien que —al menos en el largo periodo previo a su madurez— uno no querría como yerno; y no por uno mismo, pues sería interesante una relación con un personaje así, sino por el seguro daño que su avance por la vida le iba a infligir a su hija.

El propio Bergman se encarga de revelarnos que muchas de sus tempestuosas experiencias las utilizó posteriormente para inspirarse en algunas de las más importantes escenas de sus películas. “Estaba harto de mi vida bohemia y me casé con Käbi Laterei… Todo fue una nueva y heroica puesta en escena que nuevamente se transformó en una nueva y heroica catástrofe”. De una de sus parejas, Gun, que luego moriría en un accidente, dijo: “Ha sido la modelo de muchas mujeres de mis películas”. De la relación con una de aquellas fugaces parejas de su juventud —a las que abandonaba, muchas veces embarazadas o ya con un bebé suyo del que se olvidaba—, nos cuenta algo que podría ser la sinopsis de una posible película suya: “Dos personas en busca de identidad y seguridad se escriben mutuamente unos papeles que ambos aceptan debido a la necesidad de complacerse mutuamente. Las máscaras pronto se agrietan y, a la primera tormenta, caen al suelo”.

De sus primeros años, el director sueco nos habla de la difícil relación con su familia. La que tuvo con sus padres resultó problemática siempre. Con cuarenta y siete años, su madre lo llama porque van a operar a su padre de un tumor en el esófago: “Le dije que no tenía ni ganas ni tiempo, que mi padre y yo no teníamos nada que decirnos”. Y no oculta que, con su padre, que era pastor protestante, llegó a pelearse incluso físicamente. Aunque, en un momento de condescendencia, expresa: “A veces pienso en su alegre ligereza, su despreocupación, su ternura, su amabilidad… Creo que muchas veces he sido injusto con mi padre en mis recuerdos”. En otro momento, llega a decir que comprendía la rigidez de su padre, ya que, por su condición de religioso, estaba en el estricto punto de mira de la moralidad por parte de sus convecinos: “La crítica y los comentarios de los feligreses son constantes”. De su madre dice que estaba enamorado, pero, por otra parte, insiste varias veces en que nunca se plegó al chantaje sentimental que le hacía: “Las lágrimas nunca me han causado la más mínima impresión. Y la colgué”.

Su relación con su hermano también fue de enfrentamiento continuo: “El odio cainita casi nos llevó al fratricidio. Agarré una pesada garrafa de cristal y me subí a una silla detrás de la puerta del cuarto que compartíamos… La garrafa se hizo añicos, mi hermano se desplomó y empezó a salirle sangre de su herida abierta”. El retrato que hace de su casa cuando era adolescente es dramático: “Mi hermano trató de suicidarse, a mi hermana la obligaron a abortar, yo me fui de casa. Mis padres vivían en una crisis desgarradora sin principio ni fin”. Parece que no frecuentó en su vida adulta a su familia, pero sí le interesa decirnos cómo terminó su hermano en sus últimos años: “Entiendo muy bien la enfermedad de mi hermano; quedó paralizado por la rabia, paralizado por dos figuras avasalladoras, estranguladoras, inasequibles y deslumbrantes: nuestro padre y nuestra madre… El dolor y la humillación física los afrontaba con una rabiosa impaciencia y se preocupó mucho de hacerse lo suficientemente desagradable para que a nadie se le ocurriese sentir compasión”.

Bergman no se calla muchos puntos negros o poco lustrosos de su biografía y, sin embargo, trata de no cebarse en la crítica con quienes considera que fueron o son sus amigos, o con sus parejas. “En todos los teatros en los que he trabajado he tenido mi propio retrete”, nos cuenta al hablarnos de una incontinencia intestinal que lo hacía correr hacia los inodoros. “Desde hace más de veinte años sufro insomnio crónico. Me bastan perfectamente cinco horas. No reconozco a la persona que era yo hace cuarenta años… Estaba dominado por una sexualidad que me obligaba a incesantes infidelidades y acciones compulsivas…”.

“Yo también le amé. Durante muchos años estuve de parte de Hitler. Cada visita a mi familia de Gotemburgo comenzaba con una cortesía formal y terminaba en escenas violentas; llegábamos a las manos y los niños gritaban aterrados”. Son algunas de sus confesiones íntimas que tal vez podría haber omitido. Por otra parte, también demuestra, al hablar de sus maestros, buenas dosis de humildad.

“No sé exactamente cómo fueron aquellos años, creo que fueron divertidos de una manera enloquecida, horribles y divertidos a la vez”. Lo que parece es que su vida se desarrollaba en dos planos distintos. Por una parte, el íntimo, con sus tumultuosas relaciones, los nueve hijos que fue dejando de la mano de sus madres; y, por otra, su trayectoria profesional, que se desarrollaba principalmente en el teatro y, en los meses de verano, en el cine. Esta actividad artística era la que realmente lo llenaba, el camino denso por el que podía ver algún progreso. “Mis sentimientos de fracaso total como ser humano y el deseo de compensarlo siendo el mejor director del mundo”. Hablando del cine, afirma: “Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso es Tarkovski el más grande de todos”. Y añade: “Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios que Tarkovski”. 

Tampoco pasa por alto un durísimo episodio para él, como fue la acusación por delito fiscal que acabó por obligarlo a un exilio temporal en Alemania. Antes, había pasado por una grave depresión debida a ese asunto. Las drogas tranquilizantes que tomaba en grandes dosis, en el hospital psiquiátrico donde ingresó, le llevaron a las sensaciones que describe de esta manera: “Lenta e imperceptiblemente desaparece el compañero más fiel de mi vida, es decir, mi inquietud, heredada de mi padre y de mi madre, instalada en el centro de mi identidad, mi demonio, pero también mi estímulo y mi amigo. No solo difuminan el dolor, la angustia y la sensación de humillación irreparable, sino que también se desdibujan mis impulsos de creatividad”.

En Youtube podemos ver cómo una entrevistadora se queda sorprendida, y apenas puede disimular su crítica en la estupefacción de su sonrisa, ante la naturalidad con la que, Bergman y su amigo y actor, Erland Josephson, confiesan haberse desinteresado mucho de sus hijos, o al menos haber tenido escaso contacto. Bergman dice: “Las damas fueron unas mujeres espléndidas”. Y Josephson añade lo que piensan los dos: “Uno también quiere vivir. Son parte de nuestra vida, pero también hay otras partes. Me deshice de mi conciencia de culpa”, reconoce el director. Y añade: “Otra cosa son mis sentimientos de culpa, que nunca pude eliminar”.

“Había llegado a la conclusión de que la mala conciencia era una coquetería, y que mi tormento jamás podría compensar los daños que había causado, afirmó. No obstante, ambos aseguran ser bastante queridos por sus hijos. El director los reunía, en la isla de Farö, en la que vivió sus últimos años, cada verano, con ocasión de su cumpleaños. Confesó que ese reencuentro se debe a una iniciativa que tuvo su pareja, Ingrid, la más duradera, relación solo interrumpida por la muerte de ella, tras veinticuatro años de convivencia.

Tras varios éxitos, alcanzada una necesaria estabilidad sentimental, instalado en su amada isla, cuenta: “Oscurecía, pero yo no veía la oscuridad. Mi vida era agradable y por fin estaba liberada de conflictos desgarradores. Estaba aprendiendo a manejar mis demonios”. Porque reconoce: “Podríamos decir que soy alguien que vive en un odio profundo. El demonio de la furia. Soy una persona irascible”. En la entrevista para televisión antes citada, hablando de un crítico al que se enfrentó, no duda en reconocer que hoy, aun muerto, lo sigue odiando, que no lo perdonará nunca: “Que se queme en el infierno”.  

En el documental Un siglo de Bergman es donde oímos al hombre más testamentario, sobre todo, en la tercera parte. El director tiene 86 años y le quedan 3 para morir. “No habría que hablar de Dios sino de lo sagrado que hay en el hombre”, intuye. Recuerda la experiencia de una operación de la que había hablado en sus memorias: “Las horas que hizo desaparecer la operación me proporcionaron un dato tranquilizador: naces sin un fin, vives sin un sentido, el vivir es su propio sentido. Al morir, te apagas. De ser, te transformas en un no-ser. No tiene por qué haber necesariamente un dios entre nuestros átomos cada vez más caprichosos”. Pero ahora le añade un nuevo matiz a la muerte. Hace ochos años que falleció su última y más querida esposa. La echa mucho de menos y, por eso, como casi cualquier ateo o agnóstico que se sienta desvalido ante la contrariedad de la existencia, no puede evitar la tentación de ir en contra de sus racionales creencias: “En la muerte real puede que Ingrid me esté esperando y que exista, y que venga a buscarme”. @mundiario

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