Un Tiempo Vivido (4)

Bosque de Galicia. / M. C.
Bosque de Galicia. / M. C.

Considero que estos fueron los mejores años de mi vida, los años más felices que he vivido en mi infancia hasta la fecha, no era rico y tampoco me sentía pobre, simplemente era feliz con lo que tenía y eso es lo que todavía experimento en el ocaso crepuscular de mi existencia... / Relato.

Con apenas cuatro meses de haber nacido, me trajeron a vivir a Managua, recuerdo mi viaje en brazos de mamá junto a papá, recuerdo el rostro de mi hermano Marco quien ya no era el mismo niño Dios rubicundo de los nacimientos en león, mientras que Roger y Yolanda se mostraban muy serios por nuestra venida a la capital, en donde papá había localizado un conjunto de viviendas sumergidas en la estepa verde, cerca del lago Xolotlán que el dictador Somoza había hecho construir antes del terremoto, al inicio mamá tuvo mucha incertidumbre por aquel lugar, pero mi padre la logró convencer argumentándole que todo aquel sitio un día cambiaría y sería un lugar diferente para vivir a como realmente sucedió con el correr de los años. Por esos años nació también Ayda Maria mi hermana menor a quien Yolanda estudiante de la Normal Managua llamó por un tiempo mini Jaja, porque nació en los tiempo de la nueva ola o en los tiempos a gogó, de las minifaldas a gogó, de las canciones a gogó, de los caminados a gogó, llamados así por Yolanda debido a los modismos lingüísticos  puestos en boga en los jóvenes de aquella época.

Considero que estos fueron los mejores años de mi vida, los años más felices que he vivido en mi infancia hasta la fecha, no era rico y tampoco me sentía pobre, simplemente era feliz con lo que tenía y eso es lo que todavía experimento en el ocaso crepuscular de mi existencia, porque el asombro, el agradecimiento y la felicidad a pesar que papá y mamá ya no se encuentran físicamente conmigo todavía inunda todo mi ser, y eso es debido a esa sensación o presencia de algo intangible y asombroso que sobrepasa todo entendimiento, porque desde mis cuatro meses de nacido podía ver, oír y vivir en un mundo que con el tiempo he descubierto que es algo así como un mundo paralelo o una realidad análoga a la realidad tangible. Para mí lo espiritual es más real que la realidad misma en este empedrado camino de las percepciones espirituales de mi vida y por tal razón difícil de contar a cualquiera, pero tenía ya rato o décadas de no sentir lo que sentí  esa mañana cuando me dirigía al trabajo y por tal razón me propuse terminar de escribir estas líneas sugeridas también por mi querido sobrino Carlos Jassin artista plástico, egresado de South Caroline Collage, pero más que todo para poder identificar el origen de mi actual asombro por un tiempo que yo he vivido.

Les decía que el pintoresco lugar en donde papá nos trajo a vivir estaba sumergido o poblado de vegetación y animales, había ríos y una pocita cerca del lago en donde casi todos los fines de semana nos íbamos a bañar, todos los días salíamos los chavalos de la colonia a cazar conejos, lagartijas, pájaros, garrobos y mariposas, otras veces nos íbamos simplemente a cortar mangos a los Martínez que era una enorme finca de un señor delgado, arrugado y moreno que siempre andaba de botas, sombrero vaquero y una coyunda en su diestra, manejaba un revolver colgado de un cinturón y un machete en la funda de su caballo, siempre tenía las mangas de su camisa blanca arremangada y hecha un nudo en su cintura, por lo general casi siempre andaba todo sudoroso caminando o montado a caballo, su casa se encontraba en el mero centro de la finca, poblada de árboles de mango en donde nos divertíamos mucho subidos en los enormes arbustos, y en donde también muchas veces nos escondíamos de las estampidas de ganados que repentinamente se formaban.  Por el centro de ese terreno corría también un pequeño y diáfano arroyo en donde podías refrescarte, sentarte a descansar o simplemente a escuchar su murmullo y hasta tomar de sus diáfanas aguas.  

Muy cerca de ahí  estaba un hermoso árbol de tamarindo que daba una sombra exuberante y agradable, era como estar dentro de una habitación con  aire acondicionado, y un poco más allá buscando el lago se encontraba un potrero lleno de ganado vacuno, pero lo que te quiero decir también  es que ese bendito árbol de tamarindo me salvó a mí y a mis amigos de la estampida de toros que nos venían siguiendo desde la pocita, el día que me fui escondido a bañar solo.

Ese sábado salí temprano de casa con mi tiradora u onda colgada de mi cuello, tenía puesto unos tenis, un short o pantalón corto con una gorra de los Dodger de Los Ángeles que tenía papá colgada en su cuarto y una camiseta blanca, me fui por el camino de tierra de siempre hasta llegar a las tunas en donde tenía la costumbre de lanzar piedras o canicas a las mismas con mi tiradora hecha con un gancho del árbol de limón de la casa y de los neumáticos viejos de la moto de papá, en esas tunas  lanzaba a veces con mis amigos unas chibolas o canicas para incrustarlas en las mismas, luego de varios disparos más me aleje lanzándole piedras con las manos a las espinosas crestas en donde de pronto asomaban algunos garrobos, hasta que un conejo que pasó cerca de mí me hizo correr tras el hasta una cueva en donde se encontraban unas crías recién nacidas, tome unas en mis brazos y luego de acariciarlos decidí chinearlos a todos, mientras su madre me observaba desde un matorral, recordé la noticia del negro Julian en el diario Novedades en donde se decía que Julian había violado a unos niños, entre ellos al gordo Lenin quien vivían en la cuadra de Selim Marín y Luis Guido, Julian quien era también de esa cuadra les decía a los chavalos el cuento de los conejitos voladores de los matorrales y entonces les hacía quitarse los zapatos para que los conejitos no escuchen los pasos, ahora la camisa para cubrirlos cuando salgan volando del nido, ahora  el pantalón para amarrarlos y por último el calzoncillo para poder consumar su aberración.

Al poco rato los puse a todos en su lugar y con paso sigiloso me fui ahora detrás de un venado que corría tan veloz como el viento, luego de caerme en una subida me levante resignado a no poder atraparlo, por ultimo cogí por donde se encontraban las vías del tren, para poner el oído en el riel y de esa forma poder escuchar el ruido de la locomotora cuando se acercaba, pero no escuché nada, este se encontraba hueco porque otras veces con mis amigos escuchábamos el sonido del tren y poníamos monedas en los rieles y cuando el tren pasaba corríamos a ver cómo habían quedado las monedas, unas quedaban tan planas y deformadas que parecían chicles todas aplastadas y amorfas y otras desaparecían o quedaban incrustadas en el riel.

Luego me fui caminando por los rieles, saltado entre  los troncos horizontales  en donde los rieles se encontraban clavados con unos enormes clavos que me recordaban a los clavos de la cruz de Cristo, hasta llegar al tamarindo que se encontraba en solo la entrada a los mángales, no quise subirme a cortar nada, ya que había decidido que al regreso pasaría recogiendo tamarindos y mangos para llevar a casa.

Pero ese día el olor a boñiga me hizo desviar hacia el potrero para ver ordeñar a las vacas,  y en un lugar de pastos verdes debajo de un árbol miré a un grupo de jóvenes haciendo una limonada, entre ellos habían tres conocidos de la colonia que me saludaron diciéndome hormiguita, al verlos me acerque a ellos para saludarlos uno era Bayardo Estrada conocido como Pamplina porque cada vez que conversaba decía pamplinas no puede ser o pamplinas en serio, el otro era Lupe el portero del equipo de fútbol de la Colonia quien tenía dificultad para hablar, el otro era el renco Andrés uno de los vendedores de periódicos, Hermes el hijo del barbero Julio Sarria, y por último Agner un delantero del equipo de fútbol conocido como el perro alemán o dog hermano de René alias la gallina e Irma a quien Lester Murillo le decía la vaca chela, quienes con otros tres desconocidos se encontraban recogiendo los hongos que crecen en las bostas del ganado, y luego de lavarlos, el renco los desbarataba en la limonada, habían traído todo lo necesario para preparar la bebida, sal, azúcar y agua y un enorme pichel en donde elaboraron la limonada, el pichel rojo era realmente grande y cuando el  brebaje estuvo listo todos empezaron a tomar con avidez y al final Pamplinas y Agner me ofrecieron un poco de ese soma con el argumento que con esa bebida podría abrir las puertas de la percepción a como el escritor Huxley sugería en un libro y ver cosas más allá de lo tangible, entre otros argumentos, yo sin entender muy bien todo esto me negué rotundamente a tomar de ese elixir, y luego de verlos fuera de sí mirando cosas y hablando tonterías, mientras los otros se desnudan y empezaban a bailar pegando gritos, no me arrepentí de haber tomado de ese alucinógeno propio de la sicodelia de esa época.

De inmediato me retire de aquel lugar sigilosamente, sin decir nada, y en el camino logré ver a lo lejos a los dos hombres de smoking de León, los mismo ingleses que en León hablaban conmigo en parque central , los salude efusivamente con la mano y ellos al verme con los labios resecos me dieron a beber agua, y fue en ese preciso instante que se me abrieron los ojos y pude ver lo maravilloso que era el mundo,  logré sentir cada color en mi piel, percibir cada aroma y sonido, sentí como el viento acariciaba todo mi ser y juntos subimos la montaña de las tres torres y cuando llegamos a su cima, escuché a la naturaleza complacida con mi presencia y el refulgente sol alumbrándome todo el interior, mientras ellos platicaban no sé qué cosa.

Me encontraba en un estado de éxtasis y asombro por el mundo visible y fue en el descenso del monte que me hice por primera la vez en mi vida la pregunta de quién era yo y qué me encontraba haciendo en este esplendoroso mundo. Al terminar de bajar la montaña mágica, ellos me regalaron un libro que tenía las hojas tostadas y en donde pude leer que la raza amarilla trataría un día de  dominar al mundo al igual que Hitler, y en otro capítulo unas citas de Locke en donde señalaba que si Abraham hubiere callado aún las piedras del desierto clamarían por su Salvador.  

Nos dirigimos a la pocita en donde me bañé maravillosamente jugando con la enorme tortuga que todos cuidábamos con esmero, aquella agua me hizo sentir lleno de rayos y centellas y al salir de ahí nos fuimos directamente a comer mangos y tamarindo. Miré con perplejidad el bermejo ocaso de la tarde entre los cerros de las tres torres de cables de alta tensión, pero antes, cuando veníamos en el largo camino de los rieles de la pocita a los mángales, o sea, desde el mero cruce de rieles que había ahí detrás de unos cerros, es que nos empiezan a seguir una  manada de toros brahmán, yo y mis amigos de inmediato salimos corriendo por el camino de los rieles hasta llegar cerca del árbol de tamarindo exhaustos, estaba realmente agotado y de pronto se me deja venir de la nada un toro negro y ellos al verme perdido tomándome de los brazos me subieron asombrosamente al árbol casi volando.

Con el ocaso llegué acompañado de los dos compañeros que me aconsejaron pasar directamente a la cama a dormir y al verlos encender un fósforo enfrente de la casa desaparecieron de mi vista. Sin decir nada hice exactamente lo que ellos me aconsejaron y al llegar a mi cama me quedé dormido con el libro viejo en el pecho, con la gorra puesta, la tiradora en mi cuello y los zapatos puestos. @mundiario

 

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