En La última posada, el Premio Nobel Imre Kertész relata su desdichada vejez

El escritor húngaro Imre Kertész
El escritor húngaro Imre Kertész.
En su obra La última posada, Imre Kertész recogía, mayoritariamente a modo de diario, sus reflexiones entre 2001 y 2006.
En La última posada, el Premio Nobel Imre Kertész relata su desdichada vejez

Descubrí al escritor húngaro Imre Kertész hace casi veinte años. Lo hice con su novela más impactante, Sin destino, en la que rememoraba, a través de su protagonista, una versión aproximada del adolescente que le tocó ser, aquella indeleble estancia en los campos de concentración nazis. Después, fui leyendo todo lo que de él aparecía. Ahora, tras bastantes años, he regresado a su literatura con La última posada, el postrer libro que publicó, en el que recogía, mayoritariamente a modo de diario, sus reflexiones entre 2001 y 2006.

Si buscaba tanto a este autor no era porque sus libros fuesen precisamente agradables. Nada tenían de luminosos, como tampoco ninguno de aquellos escritos por los judíos que padecieron la barbarie nazi. Y eso es así, salvo que a su aguda mirada, obsesionada con la inmundicia moral de la que puede ser capaz el hombre, se la pudiera considerar como lucidez. Sus autores arrastraban una ineludible depresión que, a algunos, les condujo incluso al suicido, como fue el caso de Primo Levi o de Jean Améry. Muchas veces, lo que les pesaba era el sentimiento de culpa de haber resultado sobrevivientes entre tantos otros de millones señalados que sucumbieron a la cruel sentencia de aquellos delirantes alemanes  El autor húngaro convivió toda su vida con ese recuerdo que convertía en denuncia a la vez que también en prisión mental.

En La última posada, Kertész manifiesta, sin embargo, estar bastante harto del tema del Holocausto. Ya son muchos los actos conmemorativos a los que no asiste. Cuando le conceden el Premio Nobel, en 2003, se siente a disgusto al ser reclamado en tantos lugares, pues es consciente de lo absurdo de haber sido, en su caso, condecorado: “Le dije a Marci: yo escribo sobre Auschwitz, y a mí no me llevaron a Auschwitz para que me dieran el premio Nobel”.

La vejez

Estamos en los años de su vejez. “La vejez—nunca lo había pensado—  empieza de golpe”, dice en 2001, cuando tenía setenta y dos años y aún le quedaban quince para morir. Y esa constatación, en su caso, conlleva la depresión: “Gran parte de mi vida es una pérdida de tiempo sin sentido”. Y también anota: “Analizar seriamente por qué me aferro tanto a la vida, teniendo en cuenta lo que me espera: la degradación”. Así se habla a sí mismo: “Hoy todavía podrías tirarte por la ventana. ¿Por qué no lo haces?”

Sin embargo, goza de algunos paradójicos buenos momentos: “No soy feliz. Pero soy feliz”. La opinión sobre su propia obra también es variable: “¿Contienen algo realmente original mis obras? Mientras trabajo, yo mismo me lo creo, pero cuando vuelvo en mí después de la embriaguez del trabajo, no lo creo”. “Escribir me da asco. Me dan asco mis propios escritos. Un profundo vacío reside en mí. En mis libros anteriores percibo cada una de sus líneas como tremendamente falsas”. Sin embargo, otras veces: “¿Me leería yo mismo? Creo que sí. Sería un autor importante para mí”. De todos modos, escribir es lo ineludible: “Escribir sin parar, justificar la existencia”.

En esos años tiene una relación de pareja con Magdi que pasa por diversos momentos. Él Se siente mucho mejor en Berlín. Necesita huir de Budapest, donde ella preferiría estar, pues tiene allí a su familia. A él, esos lazos le importunan: “Después de no haber sido nunca padre (ni haberme arrepentido de ello), de repente me he convertido en abuelo, en abuelastro, por mediación de mi mujer”. Ella pasa por una grave enfermedad. En esos momentos, expresa la pena que siente: “Temo que Magdi sufra…Todo es más fácil para el que no ama”. “Me gustaría que fuera feliz, pues es lo único que daría cierto sentido a mi vida”. Pero, en años sucesivos, la distancia: “No puedo convivir con una mujer desdichada. Sobre todo, si me atribuye a mí su desdicha”. A su matrimonio lo considera capaz de “toda la irritación, la frustración de la relación postsexual”.

Sus pensamientos depresivos son recurrentes: “De alguna manera considero conveniente morir cuanto antes”. Pero se alternan con algún momento de vislumbre luminoso: “¿Cómo puedo, en general, vivir? Y eso que, hoy en día, confieso que me gusta vivir”. Habría una solución de convivencia entra la luz y las sombras: “Me gusta llevar una vida hermosa, a la que se suman los pensamientos oscuros”.

El premio Nobel que recibe en 2003 le supone muchas obligaciones, y la dificultad de encontrar momentos para escribir, pero, por otro lado, le ayuda económicamente: “El Premio Nobel es, de hecho, repugnante, pero me solucionó mi vida”. “Algo he perdido sin duda: la intimidad conmigo mismo”. Estos sentimientos agudizan su misantropía: “Me vuelvo cada vez más insensible a los demás, se me agota la empatía. No puedo despojarme aún de la sensación de que todo el mundo miente a mi alrededor”. “No puedo engañar: en mi vida, solo los breves periodos de soledad me han dado cierta alegría, el trabajo, la creación. Por lo demás todo ha sido un error: he estafado a todo el mundo, especialmente a mí mismo”. Y es que su pesimismo, sobre la vida y sobre sí mismo, es recurrente: “Toda relación humana es una ilusión. La familia: herencia, asuntos relativos a los bienes muebles e inmuebles. La amistad: palabras amables, impotencia, inacción. A veces, alguna alegría por el mal ajeno. El amor: en un instante se esfuma sin dejar huella”.

Judío

Su posición como judío también le resulta incómoda. Considera esa pertenencia como un mero y peligroso accidente. No es religioso pero es consciente de estar señalado como perteneciente a un colectivo humano despreciado por muchos. Los judíos están divididos y tener opiniones supone el enfrentamiento con los radicales del otro lado o incluso con los teóricamente alineados con uno mismo. Cuando da su opinión, quiere entirse libre, valiente, y en consecuencia resulta controvertida. No se para a distinguir bandos antes de criticar. “El judío de izquierdas, ese bicho pequeño y huidizo, me muerde una y otra el tobillo, furioso porque le recuerdo adónde pertenece”. “Los nazis húngaros —entre los cuales hay muchos judíos— me insultan”. “Me tienen antipatía los liberales judíos de todo el mundo”. Porque ser judío tampoco es sinónimo de superioridad. Así habla de Ligeti, el afamado músico compatriota: “Ligeti, un artista extraordinario, un cerebro grandioso, y sin embargo es tan mezquino que es incapaz de perdonarme el premio. Es la envidia judía: la conozco desde la infancia”.

Este libro fue, a la postre, su testamento. Además de los mayoritarios diarios de sus últimos años de lucidez, contiene dos intentos —así los llama su autor— de construir una obra que debería llevar por título La última posada. Son unos textos encomiables, pero que no tienen una culminación. Y es que Kertész se siente sin fuerzas: “Me cuesta seguirme a mí mismo, me voy quedando rezagado, y comienzo a pensar o, mejor dicho, a recordar qué bonito era ser escritor”. “Ningún nexo con las grandes fuerzas creativas que antaño me mandaban mensajes  de vez en cuando. Vivo como un muerto: la vida se me ha esfumado”. Pero aún así esas anotaciones dispersas tienen el sello y la profundidad del gran escritor que fue. @mundiario

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