Tránsito de Acuarela (I)

El relato da inicio con la llegada del personaje principal a un pintoresco pueblo en donde el asombro por lo que sucede a su alrededor lo llena de pavor. . / Relato literario
Cuando Leopoldo llegó a aquella gélida mañana a San Rafael del Norte -el pueblito era entonces un lugar pintoresco y lleno de vegetación y fauna, la catedral a esa hora se encontraba abierta y el párroco del lugar se encontraba impartiendo la misa dominical-, se bajó de su vehículo y se fue a sentar a una banca de concreto que se encontraba frente a la iglesia, mientras por las empedradas y polvorientas calles -cubiertas por la bruma del amanecer- pasaba la gente a pie y a caballo saludándolo,hasta que poco a poco el pueblo se comenzó a sacudir la modorra de siglos, a despertar como de un eterno letargo.
Cuando la litúrgica llegó a su final, el olor a café y pan recién salido del horno de una de las casas lo hicieron levantarse de su lugar en el preciso instante en que una mujer de ojos claros lo quedó mirando como si lo conociera, y él, quitándose el sombrero, la saludó afablemente: "¿Me podría decir, por favor, en dónde puedo conseguir un poco de café a esta hora, señorita?". Ella se quedó mirándolo de pies a cabeza sonriendo: "Si me sigue, le podría indicar en dónde puede desayunar", le respondió. "Claro que sí, señorita, gracias por su molestia". "No, no se preocupe, no es ninguna molestia; por el contrario, para mí resulta ser una gran bendición poder hablar con alguien como usted, porque ya teníamos mucho tiempo que nadie nos visitaba". "Sí", le respondió él, mirándola a sus ojos, y ella, agachando la cabeza, se acomodó su rebozo y aligerando el paso empezó a caminar en silencio, mientras él al ver su actitud religiosa solo se limitó a seguirla.
El hombre, repentinamente, se dio cuenta de que más de un centenar de personas habían salido de sus casas para observarlo como un bicho raro: algunos, medio lo saludaban; y otros se quedaban como asombrados al verlo. Caminaron por la calle principal hasta llegar a una esquina, donde había un aserrío, y la mujer, acercándose a la puerta de entrada, se sacó un manojo de llaves para abrir la enhiesta puerta y luego de un rato al fin logró encontrar la llave de la puerta de entrada, la cual abrió de inmediato. "Pase", le dijo ella , y él, sonriéndole, entró en aquella penumbra de años, donde logró ver en el patio a una anciana echando tortillas en un comal de barro. El fogón se encontraba ardiendo y luego de atravesar aquella pequeña estancia, salieron a la claridad del patio. "Ya vine abue, te traje a un cliente que quiere desayunar". "Ve que alegre, pues", le respondió la octogenaria, dándole vueltas a unas tortilla que ya estaban casi por estar cocinadas.
"Buenos días señora, disculpe...", dijo él. "No se preocupe, siéntese joven, siéntese", le interrumpió la anciana, sacando ahora un par de tortillas que las puso en un plato de barro y acercándose a unas cazuelas le terminó de poner un gallo pinto o frijoles revueltos con arroz y unos huevos cocidos que ya se encontraban listos. Luego, en un cascado pocillo de metal, le sirvió un café bien caliente, a la vez que el hombre se sentaba cerca de una mesa de madera que se encontraba cerca de un árbol de malinche, cuando en eso cantó un gallo. La mujer, acercando un trípode, se sentó cerca del hombre y este al verla mejor le dijo: "Disculpe, señorita, lo que pasa es que voy rumbo a la capital, pero por lo visto parece que me extravié, porque de pronto he entrado a este pintoresco y fragante pueblo...". "Buen provecho, joven", le interrumpió la anciana en el momento en que le servía el desayuno en la mesa y mientras él le daba unos pequeños sorbos al aromático café, la mujer quitándose el rebozo se quedó ensimismada escuchando el canto de los pajaritos en las ramas del frondoso árbol y él al verla tan ausente, prefirió quedarse callado.
Se percató de que la anciana había dejado de hacer las tortillas y que arrastrando sus pesados pies se fue alejando despacio hacia la penumbra de la casa. Volteó a fijar sus ojos en la mujer y se asombró al ver su natural belleza y ella, al sorprenderlo, le dijo: "Por qué será que siempre los amaneceres en este sitio son tan melifluamente dolorosos para mí desde el día en que Dagoberto entró a la hora de la eucaristía a la iglesia para dispararle a mí esposo, porque, según él, un indio blanco como ese no podía ser digno de ser mi esposo", le dijo ella con el rostro apesadumbrado. "¿Quiere decir, señorita, que usted es viuda?". "Así es, señor", le dijo ella sobreponiéndose.
La mañana había terminado de clarear y en el argentino cielo de abril se escuchó un estruendo como de muchas voces. "Qué raro, no parecía que se avecinara agua", le dijo él sobrecogido. "Así sucede siempre en este rincón de la eternidad en donde uno no termina de asombrarse". "Señorita, déjeme elogiarla, porque su abuelita tiene una buena cuchara y usted es un ángel de verdad", le dijo ahora saboreando el café. Él se quedó un rato observando todo en derredor suyo hasta que, de pronto, le dijo mirándola fijamente a los ojos, "Y dígame, por favor, cuánto le debo". "No, nada, cómo se le ocurre; por el contrario, somos nosotros los que debemos a usted el honor de su estadía", le dijo ella, ahora levantando los trastes para irlos a lavar a un lavandero de piedra que se encontraba cerca del rescoldo del fogón. "Pero este es un negocio y usted necesita cobrarme. Dígame, por favor, cuánto le debo", le dijo, ahora sacando su billetera. "Ya se lo dije, no insista, no me debe nada. Además, su dinero no es útil aquí", le dijo ella en el momento que el gallo se sacudía sus alas para volver a cantar y el potro relinchaba en el establo.
Leopoldo se arrellanó en su sitio y ella, acercándosele, le dijo secamente: "Sinceramente, no te acordás de mí". Él se quedó viéndola desconcertado: "¿Cómo así? No entiendo lo que me quiere decir". "Ah, pues es verdad, no te acordás de mí", le respondió ella en el preciso instante en que una fuerte brisa los obligó a entrar a la casa en donde la abuelita se encontraba, ahora sentada en una mecedora tejiendo suavemente en la penumbra. La joven, al entrar, sacó de una habitación una pequeña lámpara encendida la cual colocó en un gancho que colgaba en el centro del techo de tejas en dónde un búho disecado se encontraba colgando. Ambos se quedaron mirando por un rato bajo la luz amarillenta y él acercándose a ella la besó sin remedio alguno. Ella, luego de una pausa, lo tomó de la mano y descolgando la lámpara lo condujo a la habitación, dejando a la laboriosa anciana en medio de la penumbra, mientras afuera la llovizna arreciaba.
Al caer la noche, el hombre despertó sobrecogido al verse desnudo en la cama en donde el ebúrneo y perfumado cuerpo de la mujer permanecía de espaldas a él, se levantó para abrir la puerta de la habitación con la lámpara en mano y en medio de la oscuridad logró escuchar el rechinar de la mecedora y al alumbrar la pequeña estancia logró ver a una momia destejiendo todo lo que había tejido aquel día. "Sangre de Cristo, no puede ser posible esto", se dijo, volviendo a entrar al cuarto. La mujer despertó en aquel momento y sonriéndole le dijo: "No te asustes, nada malo te pasará. "¿Cuánto tiempo llevó aquí?, le dijo él. "El tiempo suficiente para que podamos tomar conciencia de nuestra realidad", le respondió ella, recogiéndose su bermejo cabello. Ambos se quedaron mudos escuchando un golpeteo constante en el techo de tejas. "¿Qué es ese ruido?", le dijo él asustado. "No te preocupes, es escarcha", le respondió ella, cobijándose. "Escarcha...", le dijo él, poniéndose con apremio los blue jeans sucios y abriendo una pequeña ventana que dada a la calle. Se terminó de convencer, es verdad, es una lluvia de escarcha y todo el pueblo está oscuro a esta hora. "Rosario, ¿qué hora es?". "Bendito Dios, te acordaste de mi nombre al fin. Son aproximadamente las nueve de la mañana". "Las nueve de la mañana... No puede ser, ¿de dónde me ha salido ese nombre, si ni siquiera sé quién eres?". "Así pasa a veces", le respondió ella, sonriendo, "solamente tenemos que esforzarnos por recordar". Él la volteó a ver asustado diciéndole, "porque afuera está todo oscuro, en este lugar uno no termina de asombrarse de lo que pasa...". "Por eso uno solo tiene que recordar, porque todo está ahí dentro de uno esperando ser descubierto", le terminó de decir ella, tocándose el pecho, mientras él se terminaba ahora de poner sus botas lodosas.
"¿Qué es todo esto, Rosario?". "La eternidad, Leopoldo, la eternidad, por eso es importante la reminiscencia que hagas de tu vida vivida", le dijo ella, sonriéndole. "¿Cómo sabes mi nombre?". "Eso no importa, lo realmente importante somos tú y yo y este momento que vivimos aquí en este pueblito, en donde la transmigración de las almas hacia el verdadero Ser se lleva a efecto", le respondió ella, muy seria. Él, al verla tan extraña, salió casi corriendo de la habitación, consternado y sin despedirse de la momia-anciana que se encontraba concentrada en su tarea de destejer todo lo tejido por el día. Se alejó sin decir adiós. @mundiario