Todos los libros conducen al ser humano

Un niño y una niña leyendo unos libros de la biblioteca de Misiones Pedagógicas, hacia 1932. Residencia de Estudiantes, Madrid.
Un niño y una niña leyendo unos libros de la biblioteca de Misiones Pedagógicas, hacia 1932. Residencia de Estudiantes, Madrid.

En los libros reconocemos esa dimensión humana que antes lo fue en la oralidad. La letra impresa es reflejo del aliento que impregnan las narraciones que vibran en el aire. 

Todos los libros conducen al ser humano

LA VIDA SE RESISTE A LA PROPIA VIDA. Sencillamente porque supervivimos a pesar de nosotros mismos. Negociamos con el dolor hasta límites insospechados. En este asunto la imaginación se convierte en un aliado de fiel prestancia para no sucumbir en la estridente atonía.  Y es en ella -en la vida- donde se ubica la unicidad pero también la versatilidad lectora. Nos reencarnamos en tantas vidas como nuestros ojos transitan sin pestañear alumbrando las páginas y las historias que contienen los libros. Es la memoria que no fenece, que se aviva en la mirada fresca y renovadora o en la curtida y relectora. Contemplamos ese vasto horizonte que se mantiene distante por más que nuestras lecturas parezcan reducir la distancia que nos separa de él. En ese espacio infinito la travesía no tiene puerto de atraque. Es una exploración hacia lugares referidos desde el imaginario colectivo y otros que se proyectan con el presente. Diferentes lecturas para un mismo tiempo. El tiempo que se degusta con Un libro abierto entre las manos y nos transforma en confesos de su devocionario: atender al eco del mundo que susurran los libros.

PRIMERO FUE LA ORALIDAD. Este es el principio y donde encontramos las huellas vivientes de la primera literatura. Rostros claroscuros que a la luz del fuego atienden a la palabra narradora. El lenguaje es un misterio en la cámara oscura del pensamiento. En ese territorio se forja el vestigio primigenio de contar, de bucear en el alma de los seres humanos. Ficción y realidad son una cuando  contamos. La arquitectura de la palabra se sustenta en la permeabilidad entre ambas. Las historias son recreadas por la invención, no con motivo de distorsionarlas y sí de que perduren. En la oralidad  hay un deseo de preservar el espíritu de lo acontecido. Se añaden esos matices con la intencionalidad voluntaria del contador en hacerla pervivir en aquel que la escucha y la hace suya. Contando entregamos una porción de virginal belleza, que nos sacudimos en ese arranque por destellar en la atención de nuestro interlocutor. Todos conocemos a personas que parecieran acompañarles una biblioteca en su palabra. Cuentan hasta adentrarnos en un mundo aparte. Como si nada existiera salvo su voz que nos destierra rumorosamente hacia el misterio, la sorpresa, la evocación, el humor, la tragedia o, sencillamente, el saludo de quién nos rescata exclamando  nuestro nombre.

“LOS ALBARICOQUEROS EXISTEN, los albaricoqueros existen”. En ese fruto estival puso la poeta Inger Christensen su atención. El primer verso de su obra Alfabeto, abre esa expresión de escucha hacia el lenguaje que emana de la naturaleza. Nosotros somos esa naturaleza que habla y dialoga. Lastimosamente hemos olvidado este poderoso atavismo. El lenguaje está indisolublemente ceñido a nuestra capacidad de reencontrarnos. Al enunciar nuestro derredor y mascullar hacia nuestro interior, confesamos que aquel deviene en el silencio que abre paso a otra estancia. Desaprender para empezar a recobrar el momento de la escucha. Quizás sea esta la mayor rebeldía. Escuchar el latido que vive con nosotros para ausentarnos de lo prescindible y encaminarnos hacia lo esencial. Y en ese camino los libros y su tacto de palabras reencarnadas en la impresión del papel, musitan insurgente humanidad. @mundiario

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