El tiempo, la muerte y la escritura

La escritura. / RR SS.
La escritura. / RR SS.
La intensidad en el vivir también está en la vida mundana: los viajes, el amor, los problemas, las amarguras. Esa que enriqueció la literatura de un Goethe, un Victor Hugo, un García Márquez, un Vargas Llosa o una Rosa Montero.
El tiempo, la muerte y la escritura

Me he ido dando cuenta de que para mí el tiempo va pasando más rápido cada día. Obviamente se trata de una sensación nada más, porque no creo que haya ninguna explicación física o material para fundamentar ese fenómeno. Lo curioso es que esta impresión se acentúa cada vez más a medida que voy leyendo más libros. Los géneros que más contribuyen a excitar esta extraña y deprimente sensación, más que la filosofía y la historia, son la narrativa y la poesía. Creo que el arte en general, —particularmente la literatura— más que aclararnos el panorama, terminan planteándonos cantidad de preguntas y cuestionamientos sin respuesta. Y éstos terminan deprimiéndonos. No por nada Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la locura, decía que los más proclives a la felicidad o al entusiasmo son los tontos o estultos, y no los lúcidos o cultos. El tener, pues, conciencia de lo que es la vida humana terrenal y su consecuente insignificancia en el tiempo y el espacio, tiende más a desanimarnos o tornarnos escépticos que a ponernos felices. Otro ejemplo lo dio Schopenhauer, claro que de una manera mucho más abstracta, dando a entender que la vida terrenal es insuficiente, y cuyo motor es la infelicidad o el deseo insatisfecho.

Cuando uno lee las buenas novelas, se da cuenta —a veces inconscientemente— de un componente que los novelistas siempre incorporan —también a veces de manera inconsciente— en sus creaciones: el paso inexorable del tiempo. Salvo contadas narraciones que dan paso a la posibilidad del regreso en el tiempo, la mayor parte da cuenta de todo lo contrario. Si analizamos la Ilíada, por ejemplo, o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, o Los miserables, o Fausto, o El amor en los tiempos del cólera, nos damos cuenta de que, sin proponérselo quizá el autor de esas piezas literarias, uno de los temas principales es el tiempo. Pero lo mágico es que precisamente el lector ingenuo no tiene que analizar con lente crítico tales creaciones para darse cuenta de que el tiempo es lo fundamental; simplemente, ya al leerlas por placer adquiere en su inconsciente la idea de que el tiempo marcha hacia adelante sin posibilidad de repetirse y que, además, el escritor escribe luchando contra esa inexorabilidad. Hablando con Freud, podríamos decir que leyendo la conciencia del tiempo se va almacenando, sin que lo sepamos, en nuestro subconsciente.

Es un hecho que antes las personas vivían mucho menos; hace un siglo y medio, alguien de cincuenta y cinco o sesenta años ya era considerado un viejo. Pero es la senectud nos llega hoy también, tarde o temprano. De pronto, nos damos cuenta de que el pelo se va cayendo, los reflejos ya no son iguales, la vista decae. Y creo que una de las primeras cosas para luchar contra esa decrepitud es crecer o envejecer vitalmente y con conciencia de ese paso de las horas, las semanas y los años. Sabiendo, además, que la vida no tiene ningún sentido predestinado más que el que uno quiere darle a la suya propia. Hay, tristemente, personas que mueren en vida y otras que, como aconseja Cicerón, aun estando en la senectud rejuvenecen su alma cada día. Porque una cosa es tener viejo el cuerpo y otra tener vieja el alma. Una anécdota que refieren siempre los escritores Vargas Llosa y Rosa Montero cuando se les pregunta sobre la vida y la muerte, es la de Sócrates, quien, pronto a recibir la cicuta para beberla y morir, se encontraba aprendiendo persa. Cuando sus discípulos le pidieron al maestro impartir su última lección de filosofía, aquél prefirió morir impávido, aprendiendo un idioma nuevo y, acaso, feliz.

Una vez escuché a Rosa Montero decir que, estadísticamente hablando, las personas que leen buenos libros son más felices. Ahora bien, teniendo en cuenta todo lo dicho por mí hasta aquí, esa aseveración puede parecer falsa. Pero en realidad no la es. Lo que sucede es que cuando asumimos conciencia del paso del tiempo, tratamos de vivir la vida más intensamente, con más prudencia en cada paso que damos, con más actividad plena, con más gratitud para con el tiempo que nos queda. Y una forma de adquirir esa conciencia es leyendo. Leer, además, enriquece la existencia porque puebla nuestra mente no ya de conocimientos eruditos o científicos, sino con historias y, sobre todo, con los personajes de esas historias, que se convierten en compañeros eternos de nuestra memoria. Y eso, luchar contra la soledad además de contra el tiempo, sí que puede considerarse como un toque de felicidad en nuestro existir. Una persona que no lee, por el contrario, vive más vacía, pensando que el tiempo es un hecho casi infinito, y además solitaria.

Pero la intensidad en el vivir no está solo en las bibliotecas y los libros, está también en la vida mundana: los viajes, el amor, los problemas, las amarguras. Y son precisamente esas experiencias, ya sean políticas, policiacas o sentimentales, las que enriquecieron la literatura de un Goethe, un Victor Hugo, un García Márquez, un Vargas Llosa o una Rosa Montero.

Así como para una persona común leer puede ser una forma de luchar contra el tiempo, para el escritor la batalla es la escritura. La prueba está en que el escritor trabaja con sus recuerdos, con la memoria. Está en constante consulta con lo vivido y con el pasado. En cierta medida, el novelista y el poeta, a diferencia del filósofo o el ensayista, son locos que plasman en el papel sus delirios de grandeza vital, todas las vidas que quisiera vivir. Así, interpelan sus recuerdos para plasmarlos, transformados, como una forma de insurgencia contra la muerte. El mismo hecho de que quiera vivirse en otras vidas prueba la insuficiencia de esta vida y de su necesidad de más tiempo. Fernando Pessoa dijo que la prueba inequívoca de que la vida es insuficiente es que la literatura existe. El deseo de trascendencia vital es el motor del artista.

Así pues, querido lector, he estado pensando mucho en la muerte y en el tiempo, en el paso indetenible de las horas. Éstas mis inquietudes las compartí con algunas personas de mi entorno próximo: mis padres, mi enamorada y mi mejor amigo. Los logré deprimir también a ellos.

La muerte es una grandísima injusticia. Una trampa de Dios. Una pésima jugarreta del destino. Porque así como puede dar sosiego a una persona que sufre inconsolable en su agonía (emocional o física), puede interrumpir abruptamente una vida altruista, bondadosa, noble o creativa. ¿Qué hacer, entonces, para luchar contra ese siniestro final que espera a todos? La respuesta la dio el entrañable García Márquez en una entrevista de 1995: escribir. Escribir sin parar. Y seguir imaginando.

Aunque soy cristiano, pienso que vivir en el Reino Celestial, junto con los ángeles, con todas las facilidades, en paz y armonía y sin ninguna necesidad, debe ser una cosa mucho más aburrida que vivir en este valle de lágrimas. Finalmente, como dice Paula Andrea, la muerte le da sentido a la vida. @mundiario 

 

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