Taxi driver, un clásico de Martin Scorsese

Robert de Niro, en Taxi driver, de Martin Sc
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Robert de Niro, en Taxi driver, de Martin Sc orsese

El personaje de Travis Bickle representa una visión reaccionaria de la sociedad no tan alejada de la que pueda tener una buena parte del americano medio.

Taxi driver, un clásico de Martin Scorsese

Ya desde los primeros planos, nos damos cuenta de que se nos está introduciendo en una historia construida por pequeños detalles potenciados por una fotografía precisa. La elocuencia de los planos nos transmite esa fatal confluencia entre la ciudad atestada, tan portentosa como execrable, y su extraviado habitante, que siente su doliente soledad estampándose contra las sórdidas tentaciones.

En Taxi driver (1976) concurren varios elementos que se añaden a la de por sí culminante capacidad creativa del joven y más osado Martin Scorsese. Por un lado, Michael Chapman, el artífice de las imágenes que describen la poesía de una decadente Nueva York nocturna; por otra parte, un Bernard Hermann que, en los últimos meses de su vida, se reinventó sobre su gloria, creando una melodía jazzística envolvente e hipnotizadora; y Robert de Niro, en una de sus más grandes interpretaciones.

El personaje de Travis Bickle representa una visión reaccionaria de la sociedad no tan alejada de la que pueda tener una buena parte del americano medio. Aunque, en este caso, estamos ante un joven muy peculiar que está lejos de integrarse en el entorno más respetado; en todo momento, muestra síntomas de una aguda inmadurez personal y se enreda en emociones muy inestables.

La terrible visión del mundo que lo envuelve está impulsada por la obstinación de su limitada mirada. Se siente tan atraído como escandalizado ante la más sucia humanidad de los bajos fondos neoyorquinos. Travis es un antiguo marine que padece insomnio y que, para combatirlo, no se le ocurre otra cosa que ofrecerse como taxista nocturno. Acaba sus jornadas asqueado, limpiando el semen y la sangre del asiento trasero, pero no puede abandonar ese ámbito que le proporciona razones para un desprecio del que se nutre su enfermiza psicología.

Lo que realiza con el taxi es un descenso a unos infiernos que juzga y que conviven con el suyo propio, aquel que bulle en su convulso mundo interior. Se imagina patrullando las calles de la podredumbre. Su empleo de taxista sería como la tapadera de un trabajo de campo en el que estudiara los detalles de la “basura humana”, aquella que habría que barrer o exterminar cuanto antes.

La película nos proporciona un minucioso conocimiento de la personalidad de Travis a través de sus gestos, de los cuales, hasta el más ínfimo, resulta significativo y delator. Robert de Niro los compone desde el terreno exacto en el que se abandona el hieratismo y aún no se abraza la sobreactuación. Esta forma de aproximación al personaje se complementa con la periódica lectura que escuchamos, en voz en off, de sus diarios, en los que va anotando su repugnancia y las sucesivas frustraciones: “La soledad me ha perseguido toda mi vida, en todas partes”. Y a esto se añade la descripción del mísero apartamento en el que vive. La cámara parece querer encerrarnos en él, entre esas paredes en las que reina la incuria; en ese desolador espacio confluyen la interiorización de la fealdad del mundo y una representación externa de su desorientada personalidad.

También conocemos al personaje a través de sus escasas interacciones con el mundo. Por un lado, su relación con los colegas, entre los que se siente triste, disminuido. Cuando se siente más fuerte es en sus incursiones solitarias. En una de sus visitas a los cines porno, intenta entablar una conversación amistosa con la recepcionista; pero, para los demás, con esos acercamientos nerviosos, resulta un invasor, un impertinente. Sin embargo, tiene algo más de éxito con Betsy, una joven que trabaja en la oficina electoral de uno de los candidatos a la Presidencia, un tal Palantine. Aunque al principio se resiste a su atrevimiento, finalmente accede a tomarse un café con él. Aunque no se fía demasiado, se decanta por aceptar su singularidad. Lo ve como a un ser contradictorio, pero quiere adivinar en él una creativa y curiosa originalidad. No obstante, en la siguiente cita, él lo estropea todo. La lleva a un cine porno, y con ello se muestra tal como es: un ser ilógico, impredecible, inmerso en persistentes ciénagas mentales.

Cuando, por casualidad, en su taxi, recoge al candidato, entabla una conversación con él. El político, disfrazado de profesional honestidad, le pregunta qué precisaría su país. Él no tiene ninguna duda: “Barrer la basura humana que lo infecta”. Y es que Travis necesita elevarse sobre la mísera vida que lleva, darle un sentido trascendente: “8 de junio. Los días se suceden con monotonía”. Lo que precisa es trocar su voluntaria sumisión, convertirse en alguien activo, heroico, necesario para una sociedad de la que escucha nítidamente sus gritos de socorro, la urgencia de un salvador.  

Lo siguiente es pertrecharse de armas y transformarse en un verdadero guerrillero contra la inmundicia. Se rapa el pelo y se deja una cresta. Viste chaqueta paramilitar. Pero todos los días vuelve a su deprimente apartamento. Dialoga consigo mismo de una manera tan privada como impresentable. Una noche, mira la televisión, mientras apoya el pie sobre el aparato. Finalmente lo empuja y se rompe. “Todo es una mierda”, grita para sí mismo, y otra vez escuchamos esa música que sugiere una confusa guerra tribal, ciudadana. 

Finalmente, en la persona de esa prostituta de trece años que se llama Iris, encuentra una ocasión para realizar algo que lo salve de su insignificancia. Tiene un encuentro con ella como supuesto cliente que no lo es, pues no quiere utilizarla —sexualmente, al menos—, sino ofrecerle una salida a la esclavitud en la que vive sin demasiadas lamentaciones ni dramatismos. Se verá con ella en una cafetería y pretenderá convencerla de que necesita huir de aquel ambiente.

Más tarde, Travis, despechado de su fracaso con Betsy, se acerca al entorno de Palantine y, en uno de sus actos públicos, pretende asesinarlo. La seguridad advierte su ademán y tiene que huir. Su siguiente acto será la masacre, los sucesivos asesinatos necesarios para llegar a una Iris sangrientamente liberada por él. Entonces, gravemente herido, ante ella, siente que ha conseguido su objetivo. Ahora solo le queda morir. Intenta suicidarse pero no le quedan balas. Cuando llegan los policías, pone su ensangrentado dedo índice en su sien. Desea esa muerte liberadora, pero sobrevive. Después de una larga estancia en coma, despertará siendo un héroe. La cámara recorre su habitación, tan penosa como antes, pero ahora sus paredes están adornadas por los recortes de prensa que exaltan su hazaña, por la carta de agradecimiento de los padres de esa niña que ha vuelto a la decencia gracias a él.

Cuando, en su taxi, casualmente recoge a Betsy, la trata como a una pasajera más. Ella lo observa con esa confusión sentimental que germina en quien no sabe muy bien ante quién está, si frente al joven desequilibrado que conoció, y que muy probablemente es, o ante un santo asesino. Es la fascinación por la actitud violenta, por los brutales atajos que modifican el mundo hasta aproximarlo a la imagen como lo concebimos. Es la mirada dulce de un ser puro en peligro de ser mancillado por un extraño horror, seducido por lo meramente extraordinario. Cuando Betsy se apea, él arranca el taxi y, satisfecho, por el retrovisor, la mira subir hacia su casa; pero, de pronto, ve algo que lo sobresalta. ¿Qué es? ¿Alguna llamativa basura humana que barrer? Travis seguirá siendo ese hombre solitario, inadaptado, peligroso, más allá de sus fríos y efímeros días de gloria. @mundiario

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