Susan Sontag y su lucha por vivir

Susan Sontag y su hijo
Susan Sontag y su hijo.

Susan Sontag no estaba preparada en absoluto para la muerte. Tal vez casi nadie lo esté, pero pocos oponen tan feroz resistencia. Había escrito: “Maldigo la muerte, no puedo evitarlo”.

Susan Sontag y su lucha por vivir

Susan Sontag escribió La enfermedad y sus metáforas después de ser diagnosticada, en 1975, de un cáncer de mama del que se recuperó exitosamente. Profundizaba, en este libro, sobre el tratamiento social de algunas enfermedades como la tuberculosis y el propio cáncer. Del cáncer destacaba la culpabilización del enfermo, tanto por el lado de la ciencia como por el sentir de una buena parte de la población, influida por las hipótesis de aquella, nunca definitivamente demostradas. Es lo que la escritora norteamericana llama la “concepción punitiva de la enfermedad, que tiene una larga historia”. Se aseguraba entonces, por ejemplo, que la causa del cáncer era la represión constante de un sentimiento. El psicoanalista austriaco Wilhem Reich, decía que esa enfermedad “nace de una represión emocional, un encogimiento bioenergético, una pérdida de esperanzas”. Por otra parte, Sontag analizaba la extendida utilización de la palabra “cáncer” para nombrar lo peor. De ello no se libraba ni la propia autora que reconocía haber dicho que “la raza blanca es el cáncer de la historia humana”, refiriéndose a la guerra de Vietnam. No le gustaban nada las metáforas de la guerra, como cuando se equiparaban la radioterapia y la quimioterapia con un ejército: “La metáfora que más me gustaría ver archivada —y más que nunca desde la aparición del sida— es la metáfora militar… Moviliza y describe mucho más de la cuenta, y contribuye activamente a excomulgar y estigmatizar a los enfermos”.

Sobre la tuberculosis, Sontag comentaba el prestigio que tenía en los ambientes literarios. La escritora Marie Bashkirtsev, que murió a los veintiséis años, anotó en su diario: “Toso continuamente, pero la maravilla es que, en lugar de que ello me afee, me da un aire lánguido que me favorece muchísimo”. La tristeza le hacía a uno “interesante”. Era señal de refinamiento, de sensibilidad. Había una importante diferencia con el cáncer: “El tuberculoso podía ser un proscrito o un maginado, en cambio la personalidad del canceroso, lisa y condescendientemente, es la de un perdedor”. A finales del siglo XIX hubo un crítico para quien la paulatina desaparición de la tuberculosis explicaba la decadencia de la literatura. No obstante, de ambas enfermedades decía Groddeck: “Es el enfermo mismo quien crea la enfermedad”.  Hoy en día también se le adjudica al enfermo una gran parte de la culpa a causa de sus hábitos nunca lo suficientemente saludables, sin tener en cuenta a veces la importancia de la predisposición genética o de factores ambientales aún hoy no del todo conocidos o convenientemente ocultados. 

Años más tarde, escribió una segunda parte, El sida y las metáforas, acerca de esa nueva pandemia, tan susceptible de ser demonizada. “La transmisión sexual de esta enfermedad, considerada por lo general como una calamidad que uno mismo se ha buscado. En el sida no solo por el exceso sexual sino también por la perversión sexual”. Volvíamos a ya antiguas acusaciones como esta, de 1866: “El cólera es sobre todo el castigo por haber descuidado las leyes sanitarias; es la maldición de los sucios, de los intemperantes y de los degradados”. Ahora muchos consideran al sida un castigo de Dios.

La escritora y ensayista norteamericana, Susan Sontag (1933-2004).

La escritora y ensayista norteamericana, Susan Sontag (1933-2004).

En su libro, Un mar de muerte, David Rieff narra los últimos meses de vida de su madre, Susan Sontag. Después de haber superado su cáncer de mama en los setenta, y un sarcoma uterino en los noventa, ahora, en 2004, se le presentaba una enfermedad todavía más arrasadora, el SMD, el cáncer de la médula ósea que la mató. Rieff describe esos últimos meses en los que estuvo a su lado, desde el nuevo y terrible diagnóstico hasta su final. Nos habla de su relación con ella, de sus remordimientos por tal vez no haber podido hacer lo suficiente por aliviarla. “Me hubiera gustado abrazarla con fuerza o haber cogido su mano. Pero ninguno había sido afectuoso con el otro nunca”. Junto a ella, frente a un médico frío, insensible, que les habló como si fuesen niños, recibió el que parecía irrevocable veredicto.

Susan Sontag no estaba preparada en absoluto para la muerte. Tal vez casi nadie lo esté, pero pocos oponen tan feroz resistencia. Había escrito: “Maldigo la muerte, no puedo evitarlo”. Nos dice su hijo que le encantaba vivir y “tanto su sed de experiencias como su anhelo por lo que pudiera lograr como escritora se iban incrementando a medida que envejecía”. A sus setenta y un años era una mujer muy vitalista, a la que le gustaba rodearse de gente mucho más joven. Había mencionado su aspiración de vivir hasta los cien años. Luchó hasta llegar al último mes, seguía con sus listas de restaurantes y de libros. Su presente estaba hecho de pura expectativa. “Para mi madre la extinción era inconcebible. Solo podía pensar en términos del siguiente paso”. “Tenía una capacidad casi infantil de asombro. Mi madre no podía hartarse del mundo”.

Susan Sontag le había confesado haber tenido una infancia en la que se sintió abandonada y no querida. Le apasionaba la ciencia y creía en ella. Leyó muchísimo sobre las enfermedades que padeció, aunque ansiosamente, buscando vías de esperanza que no eran fáciles de encontrar en los confusos resultados de las investigaciones. Su hijo refiere cómo encuentra un folleto en el que había escrito un signo de interrogación con “su asombrosa mezcla de urbanidad y pedantería que fue uno de sus distintivos a lo largo de su vida”.

Rieff, sucinta y respetuosamente, describe algunos de los rasgos de su madre, aquella endeblez que solo resultaba perceptible en la intimidad, tan distinta a la imagen que ofrecía a los demás —pero también a sí misma— de mujer corajuda, exultante de luchadora vitalidad: “Su miedo a la muerte siempre fue mucho más intenso que el sentimiento profundo, en última instancia inconsolable, de sentirse siempre ajena, siempre fuera de lugar”. Como ella misma reconocía, su vida privada era muy distinta de la pública, pues era fuente de tristeza y frustración. En la enfermedad, en sus momentos más desesperanzados, decía: “En esta ocasión, por primera vez en mi vida, no me siento especial”. Ese sentimiento le había ayudado a superar sus dos cánceres anteriores. En otro momento, su hijo la describe como una mujer “tan diva y poco estoica sobre lo trivial”.

Para ese hijo que acompaña en tan difícil trance a su madre, esa situación también revela sus propias carencias: “Yo he sido y soy un hombre con una niebla dentro de mí mismo. Una niebla que al pasar los años se ha hecho más densa aún”. Ante ella, se siente torpe y frío. Confiesa que, en el último decenio de su vida, las relaciones con su madre fueron a menudo tensas y a veces muy difíciles. Durante esos meses, sentía un inevitable remordimiento por no haberle servido de suficiente ayuda psicológica. “Cuando lloraba, y lloró a menudo. Hice poco por ella”.

La enfermedad grave, la proximidad de la muerte, cambian a muchas personas. Cuando después de un primer tratamiento volvió a su apartamento de Nueva York, su madre “reiteraba que iba a escribir de modo distinto, conocer a nuevas personas, emprender algunas muchas cosas que había querido hacer… Me confesó que le afligía el tiempo malgastado durante su vida en su llamada obsesión de niña exploradora de hacer algo valioso”. “Cuánta amargura hay en las vidas más ostensiblemente exitosas”.

Meses después de su muerte, Rieff se atreve a leer los diarios de su madre: “Me sobrecogió el sentimiento de la persistencia y profundidad de su desdicha. Pero casi me sorprendió tanto descubrir cómo, en algún punto incluso de la entrada más desoladora, comenzaba a proyectar sus planes”. De esa compulsiva actividad, de esa hambre de producción vital dirá en otro momento: “Todo me parece parte de su evasión de la nada”.

“En mis momentos más lóbregos, me pregunto si, de hecho, no habré empeorado la situación para ella al colmar una y otra vez, sin cesar, el cáliz envenenado de la esperanza”. Sin embargo, su madre, que rechazaba con furia las palabras de ánimo bienintencionadas, aunque ajenas a la realidad, de sus amigas entusiastas de la New Age, sí que se agarraba a cualquier vislumbre científico halagüeño. Hacia el final, Rieff, estupefacto, apenado, se lamentaba de que su madre aún creyese que fuera a sobrevivir. Hubiera preferido que dejara de luchar: “La gran mayoría de individuos en esa situación dejan de luchar y aceptan lo inevitable, ya sea por fatiga, por miedo, o por la esperanza de conseguir que la última recta de ese escaso tiempo sea memorable para los que dejan atrás”.

Lo importante para Susan Sontag era vivir más, como fuera; aunque seguro que pensando siempre en poder prolongar su obra, por encima de todo lo demás: “A lo largo de la vida, mi madre fluctuó entre el orgullo y el remordimiento al concluir que había sacrificado demasiado amor y placer a favor de su obra”. Ella creía que todo lo que se propusiera lo podría conseguir, salvo el amor. Había escrito en su diario: “La muerte es insoportable, a menos que puedas trascender el “yo”.  Para ella, ese objetivo era imposible. Se sentía plenamente atraída por su faceta intelectual y en nada capaz de inclinarse hacia el espíritu: “La gente se refiere a la enfermedad como una profundización. Pero yo no me siento más profunda. Me siento allanada”. Menos aún podía abrazar una religión: “Su ateísmo era sólido como una roca cuando falleció”. El resultado de todo ello fue que Susan Sontag “murió sin reconciliarse con su propia extinción. La suya terminaría siendo lo contrario a una muerte llevadera”. @mundiario

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