Solaris, la particular lectura de Tarkovski de la gran novela de Stanislaw Lem

Fotograma de la película Solaris (1972) de Andréi Tarkovski
Fotograma de la película Solaris (1972) de Andréi Tarkovski

Tarkovski maneja mágicamente el secreto de cada presencia, la atónita pregunta que realiza cada rostro cuando está despojado de brumosas palabras.

 

Solaris, la particular lectura de Tarkovski de la gran novela de Stanislaw Lem
Solaris (1972) es la película que su director, Andréi Tarkovski, finalmente consideró la menos lograda de las siete que componen su obra. Aun si le hiciéramos caso, pienso que la peor creación de este gran cineasta supera a la inmensa mayoría de las demás. Y es que realmente las suyas pertenecen a otra división, a la del puro arte. Un creador difícilmente se siente satisfecho más allá del momento de dar por finalizada su obra. De hecho, son muchos los directores que han decidido no ver nunca sus propias películas. El artista es el único que conoce la distancia entre su propósito inicial y la consecución definitiva. Pero llega el momento en que tiene que dar por bueno lo realizado, y dar validez a las insuficiencias que pueden compensarse en parte con los hallazgos inesperados.

La traslación de la novela de Stanislaw Lem al cine era tarea especialmente difícil. Siempre se dice que hay obras literarias que son imposibles de ser traducidas al lenguaje cinematográfico, pues algunas están demasiado apoyadas en el mundo interior de los protagonistas o en la singular riqueza del propio lenguaje. Solaris fue publicada en 1961 y, siendo una obra de ciencia ficción, era un relato cuyo contenido oscilaba entre las hipótesis cientificistas y un claro cuestionamiento filosófico. Estos elementos hubieran podido salvarse mediante un vistoso aparataje  escénico y unos diálogos extensos  y clarificadores. Sin embargo, Tarkovski elude esas muletas de la notoria obviedad, y se lanza a describir el trasfondo espiritual que le interesa confiando, como siempre, en el medido valor de unas imágenes que anticipan en su realidad una sutil sugerencia. Y de este modo logra —si no se compara con las complementarias posibilidades de la novela— una gran película que transmite esa desazón que golpea al hombre enfrentado a su limitada capacidad de comprensión ante lo extraordinario.

Tarkovski maneja mágicamente el secreto de cada presencia, la atónita pregunta que realiza cada rostro cuando está despojado de brumosas palabras. A ello contribuyen aquí unas grandes interpretaciones. Los protagonistas logran insinuar en cada milimétrica gesticulación el trasfondo de su pensamiento. Pero, al escritor polaco tampoco le satisfizo la película: “Mientras que yo creo que el final del libro sugiere que Kelvin espera encontrar algo asombroso en el universo, Tarkovski trata de crear la visión de un cosmos desagradable, que va seguida de la conclusión de que debe retornar inmediatamente a la Madre-Tierra”. Tampoco le convenció del todo la versión de Steven Soderbergh de 2002: “Aunque admito que su visión no está desprovista de ambición, gusto y atmósfera, no me complace la preeminencia del amor”.

Las principales diferencias entre la novela y la película de Tarkovski están en que esta última añade una escena previa en la Tierra y un final más interpretativo. El argumento de la novela/película es la existencia de un planeta, Solaris, descubierto varias décadas antes. El Océano tan misterioso que contiene ha dado lugar a numerosos estudios, a una ciencia específica, la llamada solarística. Ahora, se trata de enviar a un hombre para que averigüe lo que está pasando en ese lugar enigmático. De la base espacial situada sobre ese planeta solo quedan tres tripulantes de los ochenta y cinco originales. Y, cuando Kelvin, el psicólogo protagonista, llega allí, se entera de que uno de ellos se ha suicidado. Además, enseguida descubre que por esa estación pululan raras figuras humanas, a veces de distinto tamaño al natural. Y, más tarde, que esas figuras son la representación de la conciencia de esos terrícolas desplazados allí, de los que él ya forma parte.   

Y, efectivamente, Kelvin no es una excepción. Pronto se le aparecerá Hari, la que fue su esposa y murió diez años antes. Se suicidó, él cree que por haberla abandonado. En su primera aparición, se acuesta junto a Kelvin y lo besa. Luego, los dos se vuelven uno contra el otro. El rostro de ella queda oculto, tal vez perdido en la inconsciencia; el de él, pensativo, hurgando en las posibilidades de que aquel contacto haya sido real, de que no esté viviendo un sueño. “¿De dónde viniste?”, le pregunta a esa mujer reaparecida desde la muerte. Pero ella ha llegado allí como desde un instante cercano, como si hubiera aparecido tras doblar una esquina del tiempo. Y tras esa esquina no ha quedado nada, porque ve un retrato suyo y pregunta quién es. Se mira en el espejo y se compara con él. Y piensa que sí, que es ella, aunque no sabe cómo. Podría haber perdido la antigua memoria, pero no es eso. Han pasado diez años y el tiempo no ha tocado su antigua belleza. “¿Me quieres?” Él se incomoda. No puede enamorarse otra vez, porque se trata de un fantasma, una replicación tan minuciosamente exacta como en verdad vacía.

A Tarkovski, ni en Stalker ni en Solaris, le interesaba lo que era propiamente la ciencia ficción. Y eso se nota porque los elementos que compondrían la fantasiosa visión de un futuro mucho más evolucionado técnicamente apenas se reducen a una simplificadora y rudimentaria escenografía. Lo que le importa —y ahí coincide también con el novelista—  es una doble temática. Por un lado, la de los límites del conocimiento humano, especialmente cuando se enfrenta a la comprensión de elementos que muestran alguna connotación psicológica, como ese mar misterioso, pero que no resultan asimilables desde nuestra visión antropomórfica de las cosas. Por otra parte, el enigma de quién es verdaderamente el otro o quiénes somos, en realidad, nosotros mismos.

Ahora Hari ve imágenes de aquella mujer idéntica que murió, pero no reacciona. No se sabe la misma, porque muy probablemente no lo sea. Es como si no tuviera recuerdos, solo una programación para atender el momento, para querer a ese hombre, o para simular casi convincentemente que lo ama. Ella no sabe quién es. Se ve en el reflejo de ese Kelvin que la mira estupefacto y no se reconoce en ningún fondo propio que él pueda estar vislumbrando. Él no se fía de ella. Teme estar volcándose en un espejismo, pese a su deslumbrante apariencia, a toda su entristecida y tierna belleza. Entra en pánico. La engaña y la mete en un cohete para perderla en el espacio. Cree haberse librado de esa pesadilla, pero se equivoca. Como le dice su compañero Straut, ella reaparecerá intacta, reiniciada, todas las veces que haga falta. Y así es.

En la segunda reaparición decide volcarse más en ella, como si tuviera un verdadero valor simplemente el hecho de amar, aunque sea a ese remedo de mujer que interactúa con él sentimentalmente. Una vez, la encuentra enferma, y acude presuroso, la abraza, la besa. “Perdóname”, le implora. Teme volver a ser nefasto con ella, o con la idea de ella. ¿Por qué no creer en su validez como interlocutora que lo mueve a respuestas reales, humanas? ¿Quién es el otro en realidad? ¿No es, al fin y al cabo, un espejo de nosotros mismos, una prueba de amor que se nos presenta?

“No conozco nada de mí. No recuerdo nada. En cuanto cierro los ojos, me olvido de mi rostro”, dice Hari. Es como esa rara enfermedad en la que, quien la sufre, con cada despertar, debe reiniciarse a sí mismo, pues ha perdido la última memoria. “Eso lo recuerdo”, le dice una vez, probablemente porque él ahora esté pensando en eso. “Tú no me amas. No sé de dónde salí. No quieres decirlo. Tienes miedo. No soy Hari. Hari murió. Se envenenó. Me lo han dicho”. Y luego, ante Kelvin y sus dos compañeros que discuten sobre ella, como si tenerla delante no fuera una prueba de su existencia: “Me estoy convirtiendo en una persona. Y siento no menos que ustedes”. Kelvin corre el riesgo de que se repita la historia. De hecho, ella, al no sentirse suficientemente amada, bebe oxígeno líquido con la intención de morir. ¿Muere? No puede hacerlo. Su existencia está supeditada a la de Kelvin, a que él siga viviendo y a que no se marche de ese planeta. En la novela,  Kelvin nos cuenta: “Abracé a ciegas su esbelta espalda y, al notar su temblor, creí en ella. No sé. De repente me pareció que era yo quien la engañaba, y no al revés, porque ella tan solo era ella misma”.

También en la novela se produce una especie de sueño vívido en el que Kelvin habla con Gibarian, el científico que se suicidó antes de llegar él a la estación. “Tú no eres Gibarian”, le dice a esa voz que se le ha aparecido en la oscuridad. “Ya, ¿y quién soy? ¿Tal vez tu sueño?” “No. Eres su pelele pero tú no lo sabes”. “¿Y cómo sabes quién eres tú?”, zanja la conversación ese Gibarian. Kelvin tal vez sepa ahora mucho más que antes, pero quizá no lo principal: quién es él mismo.

“Hari ya no existe”, le dice Straut a Kelvin. Le ha dejado una carta en la que le dice “que ha desaparecido por su bien”. Lo que ha pasado es que han enviado el encefalograma de Kelvin al Océano y desde entonces no han vuelto los “visitantes”. “Se han formado islas. ¿Crees que el Océano nos comprendió?”, pregunta Straut. Nunca habrá una respuesta segura. Kelvin decide volver a la Tierra y así parece que sucede cuando lo vemos otra vez junto al lago helado, junto a la casa de su padre que es el escenario del principio de la película. Es como si apenas hubieran transcurrido unos minutos. Aún humea la hoguera en la que, antes de partir a Solaris, como arreglando su herencia, había quemado muchos papeles de su pasado que no consideraba importantes. Ahora se acerca a la casa y a través de la ventana ve a su padre. Pero dentro de esa casa llueve. La cámara se demora en la mirada de Kelvin a su padre, y en la de este a él. ¿Son ambos un misterio para el otro? Su padre sale y Kelvin se arrodilla ante su presencia. ¿Le pide perdón por algo? ¿Tal vez por no haber creído antes en los signos que nos previenen de aquello mucho más grande que nos supera? Su padre, acogedor, apoya las manos en sus hombros. La cámara se eleva. El plano se abre. Lo que vemos finalmente, la ubicación de ese lugar, no aclara ninguna pregunta sino que añade otras nuevas. Una podría ser esta: ¿Existe un mundo radicalmente real?

La novela de Stanislaw Lem me parece extraordinaria, trasciende el subgénero de la ciencia ficción, pero la película añade nuevos matices en las muchas preguntas que ya se había hecho el novelista. El cineasta debe reinterpretar, sobre la buena base recibida, aquellos elementos que lo invitan a hacerse importantes cuestionamientos. Y Tarkovski se hacía muchos. Buscaba en la espiritualidad lo esencial, el desvelamiento de un secreto que seguro que está ahí y al que nunca se acercarán los científicos sino los místicos y los poetas. @mundiario

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