Siri Hustvedt y Luis Mateo Diez, dos muy diferentes formas de excelencia literaria

La escritora Siri Hustvedt. / Pixabay
La escritora Siri Hustvedt. / Pixabay

Son una mujer y un hombre, dos habitantes de universos distanciados, dos sutiles creadores capaces de interesarme por caminos muy distintos.

Siri Hustvedt y Luis Mateo Diez, dos muy diferentes formas de excelencia literaria

Son una mujer y un hombre, dos habitantes de universos distanciados, dos sutiles creadores capaces de interesarme por caminos muy distintos.

Es práctica habitual en mí el simultanear la lectura de dos libros. Por lo que he oído, esta no es una rareza tan singular entre los devoradores de lecturas. No sé la razón que darían otros, pero la mía es que me resisto a que una sola obra me acapare durante un cierto periodo de tiempo. Leer es, para mí, asomarme a una pluralidad de mentes diversamente enfocadas a través de los múltiples cauces que ofrece la escritura. Qué menos que dos libros a la vez, que sean bastante diversos entre sí, a menudo pertenecientes a géneros distintos.

En este mes de agosto lo he vuelto a hacer, y esta vez sin salirme de la narrativa. Pero, a pesar de ello, ambos libros no podían ser más distintos entre sí. Por una parte, el descubrimiento de una, para mí, desde ahora, gran escritora. Me refiero a Siri Hustvedt, estadounidense de ascendencia noruega, residente en Brooklyn, y diremos que Paul Auster es su marido y no que ella es esposa de él, por variar de la habitual perspectiva. Esta mujer galardonada con el Príncipe de Asturias, ha escrito varias novelas y ensayos. La narración que yo le he leído es El mundo deslumbrante, de 2014, un relato potente, cuyas numerosas perspicacias apenas se repiten innecesariamente a través de sus cuatrocientas páginas. Para ello se vale de la narración biográfica de un personaje ficticio, Harriet Burden —una artista plástica plenamente moderna—, que se desarrolla a través de numerosos capítulos que presentan muy distintas perspectivas y variados formatos. Así, esos fragmentos de los diarios de la protagonista, o los testimonios de la gente que la conoció,  las reseñas de sus obras, las entrevistas. El relato es apasionante pues nos habla de una mujer muy compleja que no se resigna a sus fracasos ni a asumir un papel secundario, ni tampoco a su, a veces, difícil encaje en el mundo. Su principal rebelión, la columna vertebral del relato, es la que pergeña contra el mundillo del arte plástico vanguardista que minusvalora su obra; por ser mujer, piensa ella. Por ello, idea presentar sus nuevas creaciones bajo la máscara de tres sucesivos artistas masculinos que concitarán una mayor y mejor predispuesta atención a sus exposiciones. Harriet pretenderá tener razón en sus teorías sobre los prejuicios en la apreciación del arte, acerca de la subjetividad de la que no puede desprenderse del todo ningún receptor.

Estamos, pues, ante un argumento que expone una tesis feminista, pero que no es en absoluto maniqueo. Es mucha la riqueza de las numerosas valoraciones que los personajes van realizando ante esta temática concreta, pero también frente a la representación de ese cerrado universo artístico pleno de egos y de mixtificaciones. Y no se queda ahí el libro, sino que también nos muestra interesantes vertientes de las relaciones de amistad, de pareja, de padres e hijos, o sobre la presencia de la discriminación, la enfermedad o la muerte. Nos hallamos, pues, ante una novela que abarca numerosas problemáticas tal y como se presentan en los ámbitos más pretendidamente avanzados de nuestro mundo moderno, en el puntero territorio neoyorkino. Y se nota que a Hustvedt también le gusta el ensayo, pues es esta obra suya una fértil exploración de ideas, aunque siempre adheridas a la bien definida personalidad de sus protagonistas.

La otra novela que he leído no podía ser más distinta. Se trata de mi vuelta a un autor que me deslumbró hace ya bastantes años. A Luis Mateo Díez decidí dejar de leerlo, por una parte, porque no quiero demorarme en la exploración de los nuevos infinitos escritores que, en principio, me seducen, para lo cual no me permito reincidir demasiado en ninguno; y, también, porque sus libros requieren de una especial concentración que no siempre es posible en el tren, lugar donde realizo buena parte de mis lecturas. Y esa dificultad no estriba tanto en una complejidad derivada de la riqueza de sus formulaciones, sino en que su prosa indaga continuamente novedosas expresiones compuestas por palabras que, aunque de comprensión común, no lo son tanto en su uso, y que además están traídas por el autor de una forma que les confiere una presencia repentina, bellamente precisa. Aquí, la gracia de la forma y el atractivo del contenido se funden, y no es posible integrarse suficientemente en los relatos sino es gozando al mismo tiempo del precioso juego con las palabras.

El libro con el que he regresado al autor leonés es Vicisitudes, publicado en 2017,  y, aunque se insista en su catalogación como novela, es una sucesión de relatos independientes, de entre tres y siete páginas, cuyo nexo común es el entorno en el que viven unos personajes variopintos, nunca repetidos, en ese ámbito geográfico inventado por el autor y que se sitúa en la denominada región de Celama. Con respecto al libro de la americana, no podría encontrar una diferencia mayor en el estilo. El de aquella —con sus conseguidos pequeños matices según se expresen unos personajes u otros— es más directo, enérgico, despreocupado de la belleza misma de la expresión, pero muy entregado a la búsqueda de la profundidad psicológica y social, de la afinada descripción de unos mundos personales. Con ello busca aproximarse al desentrañamiento de los verdaderos motivos de esa neurótica forma de vivir,  tan propia de nuestro tiempo, de esos personajes tan modernos que ocultan su ser esencial entre el ansia de pertenecer al sector de las más veneradas vanguardias. Todo lo contrario que los de Mateo Díez, que están asimilados a un ambiente provinciano y rural, y cuyas actitudes nos parecen más propias de aquellos que pudieron vivir hace cincuenta o sesenta años, pues no dan signos de actualidad, aunque pocas veces hallemos la pista de su pertenencia a épocas periclitadas. Además, el estilo del prolífico escritor leonés insiste en dividir el relato en párrafos de un solo aliento, compuestos de frases cortas, perfectamente trabadas. Otra de sus características es la querencia por un culto casticismo, un acercamiento a rasgos muy evidentes de los personajes, a su arraigado anecdotario, de lo que se deriva una narración que, en su esencia, podría ser plenamente popular, aunque, por sus sinuosidades estilísticas, solo pueda resultarle plenamente apetecible a un público más seleccionado. No falta en estas historias el humor, la exageración ni la leve aproximación a lo grotesco. Detrás de ello, se adivina un lacónico pero sensible amor hacia esos personajes crecidos para inconscientemente afirmarse en una aguda singularidad, en un destino que se separa del supuesto cauce general de los hombres. 

En este mes de agosto, ambos autores han supuesto para mí un descubrimiento y una recuperación. Son una mujer y un hombre, dos habitantes de universos distanciados, dos sutiles creadores capaces de interesarme por caminos muy distintos; o tal vez por un componente común: la perseverancia en la tarea de explicar su particular y fértil porción del mundo con esforzadas e iluminadoras palabras. @mundiario

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