La sala Cool de la MUA acoge la nueva obra del artista Javier Rojo

Exposición de pintura La imagen velada del pintor Javier Rojo.
Exposición de pintura La imagen velada del pintor Javier Rojo.

El pasado 29 de octubre se inauguró la exposición de pintura La imagen velada del pintor Javier Rojo en la Sala Cool de la MUA (Museo Universidad de Alicante). Permanecerá abierta al público hasta el día 29 de noviembre.

La sala Cool de la MUA acoge la nueva obra del artista Javier Rojo

Javier Rojo (Segovia, 1954) vivió en Madrid durante unos años, ciudad donde estudió Bellas Artes y se dedicó a pintar y a la enseñanza de dibujo y pintura en el Centro Cultural Nicolás Salmerón. Reside en Elche.

Ha realizado exposiciones individuales y colectivas en diversas ciudades de España, y ha participado en Ferias Internacionales como ART FRANKFURT (2004), FAIM. Feria de Arte Independiente de Madrid, VII Edición (2006), SCOPE, (Miami, 2009) o TIAF. Toronto Internacional Art Fair. (Canadá, 2009).

 

Un lugar sin fin en su espacio más puro

A Javier y a Paloma

 

Alguien dijo que “la pintura se convierte en arte cuando la hace un artista. No cuando la hace un pintor.” Muy de acuerdo con esta reflexión, opino que Javier Rojo no se ofrenda meramente a pintar. Yo hablo de arte, de un artista que pinta desde la inspiración, la intuición, el talento y el entusiasmo, con una percepción altamente poética, consecuentemente musical, que concluye en la inevitable abstracción, ocasionalmente expresionista. Y logra así una obra onírica y puramente sensitiva.

Javier Rojo establece un equilibrio entre orden y anarquía en un territorio pictórico muy personal. De ahí, La imagen velada, la magia de la niebla, esa fina capa que envuelve las grandes extensiones de sus obras.

Conversando con él, me explicó: “Yo pinto por las mañanas, muy temprano”. Y recuerdo que le dije: “tú eres un poeta que pinta. Tus cuadros no muestran, sugieren”, a lo que él añadió: “todo es percepción. Sí, es percepción, y la repetición del gesto.” Y recuerdo, asimismo, que nos interrumpíamos, y que me comentaba acerca de su aferramiento a la música y a la poesía. Y me hablaba de los colores. Y me sorprendió el que adjudicase a cada color una nota musical. “El color rojo podría ser una nota Sol, y el amarillo una nota La…”. Me hablaba con verdadera pasión y convicción. Hallo un paralelismo entre las palabras de Javier y la aventura sinestésica de la obra Prometeo, de Scriabin, en la cual el compositor asignó un color a cada nota musical. Y a esta gama de colores y notas se refirió a menudo Juan Eduardo Cirlot cuando escribía sobre simbología musical.

No me cabe duda de que Javier es un artista que no concibe la vida sin que suceda, cada día, el prodigio. Hablo de un afán de continuidad, de un dejarse fluir como el agua que se desliza por la pendiente de una montaña, del misterio que nace de una mirada inteligente y limpia, sin forzar nada. Ahí la percepción y “la repetición del gesto”. Y luego está la emoción, que deviene en esfuerzo, y el esfuerzo en revelación.

Contemplo los cuadros de Javier y veo trazos en fuga. Veo líneas verticales elevándose, líneas horizontalmente extendiéndose, líneas “saliéndose del lienzo”. Líneas que se gestan en el alma del pintor y van hacia otras almas, aupándose desde la tierra al infinito. Él mismo opina que su poesía es espacial, y yo le creo. Efectivamente, al contemplar sus cuadros, siento el espacio en lo matérico. Sí, los cuadros de Javier son poemas matéricos, sin limitaciones.

Observo, en la verticalidad de sus obras, el fundamento de El Kybalión, atribuido a Hermes Trismegisto, que dice: “Como es arriba, es abajo”: la nostalgia de habitar en una naturaleza donde todo es reflejo de otra cosa, una fusión entre el espíritu y la materia. Y digo esto porque me llamó la atención un cuadro en blanco y negro en el que las líneas sugerían juncos, un paisaje de juncos que descendía y goteaba para reencontrarse en la ascendencia de un ramaje que emergía conteniendo cada gota, cada gesto.

Y no puedo evitar que acuda a mi memoria el legado poético de Carlos Oroza, y unos poemas de su autoría que trajo a Orihuela, hace muchos años, escritos a máquina. La mayoría de sus versos son tan largos que se salen del folio. Un lugar sin fin en su espacio más puro es de los más cortos que ha escrito. Y lo he utilizado para dar título a mi texto porque encuentro afinidades entre el arte de Javier Rojo y el de Oroza. Me refiero a confluencias visibles, tangibles y, sobre todo, audibles. Ajenos ambos a las modas y a las nuevas tendencias, logran el misterio en lo puramente abstracto, perdiéndose en la ensoñación, reencontrándose en gestos que se repiten, palabras que se repiten. Y esto es un acontecimiento mágico.

El blanco y el negro, con su gama de grises, predominan en la obra de Javier. También los colores ocres, marrones, verdes… y los tonos pastel, muy suaves. Y siempre la sorpresa del gesto. Comprensiblemente, no se trata únicamente de los colores que utiliza, sino del tratamiento que les otorga, esa manera de vestir el lienzo. Los colores advierten de lo que al artista le ocupa el alma. No hallaremos aquí colores llamativos que nos deslumbren. Lo sorprendente es que deslumbra con colores que atraen por su elegante palidez, un tanto acusada a veces, como si fuesen a desaparecer del lienzo. No siempre es así, ya digo. No hay amputaciones ni en los colores ni en los trazos. De hecho, quedé atrapada en la inmensidad y la intensidad de un lenguaje de verdes. Justo en el ángulo de abajo, a la derecha, habita una mancha verde que no fulgura, pero se hace notar porque irradia un extraño resplandor. Un verde de hierba fresca, un atisbo de esperanza. Qué sé yo. Y me introduje en un bucle, en una madeja donde se mece una sombra grisácea aproximándome a otra sombra que parece humana y sostiene un cirio.

Y me detuve ante un lienzo que me transportó a un lugar insólito. Una insistencia de negros, blancos, grises y ocres conformaban, a mis ojos, un paisaje enteramente telúrico, acuático y a la vez celestial. La consistencia de una roca, la seducción de una laguna, manchas como nenúfares en plena floración nocturna, toda la selva del cielo en suspensión.

¡Ah!, y aquel gesto en un cuadro de surcos. Aquella mancha roja como una nube que se abre y llora sangre espesa. Un corazón que estalla. 

Y quedé absorta ante la imponencia de un cuadro de cuatro metros de ancho y más de dos metros de altura, cuyo fondo es blanquecino como un día de nieve y en el que Javier pintó únicamente una palabra: Nada. Le pregunté porque sentí el gozo de la plenitud en un espacio completamente ártico. “En la nada está el todo. No hay información”, me dijo. Y yo le respondí: “Por eso hay sugerencia”. “Sí, hay sugerencia”, afirmó. Difícil no recordar el cuadro titulado Blanco sobre blanco del pintor suprematista Malévich.

Por ello, me parece interesante hacer referencia a La mística de la nada, que parte del maestro Eckhart, llega hasta Miguel de Molinos y que tanto fascinó a María Zambrano y a José Ángel Valente. El propio Valente escribió: “De un lado, la convivencia estrecha con la nada, y de otro, la renovación a que da lugar la -retracción- del yo.”

Acrílicos, tizas, ceras, carboncillos… Nada es despreciable aquí para crear lisuras y relieves. Cada elemento vale y cumple una función. Asisto a la invasión que es una evasión.”, escribió el poeta y pintor belga Henri Michaux, aludiendo ¿quizá a las musas, a la armónica invasión de Calíope y Euterpe? Queda claro que el milagro se produce cuando “la pintura se convierte en arte”, y que esto solo puede ocurrir cuando es obra de un artista.

Podemos llegar a “un lugar sin fin en su espacio más puro” mediante la abstracción. Abres la puerta y te invade un olor a pintura, a poesía, a música. Todo está ahí: la sugerencia, el tesón, los trazos en fuga, la percepción y la irremediable repetición del gesto. @mundiario

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