Las rosas terminan, de Luisa Pastor: un prólogo para habitar la orilla opuesta

Las rosas terminan, Luisa Pastor. Mundiario
Las rosas terminan, Luisa Pastor. Mundiario
En el prólogo del poemario Las rosas terminan, de Luisa Pastor, se describe la habilidad de la autora para referir -desde el recogimiento de los espacios- el simbolismo de su experiencia con el mundo.
Las rosas terminan, de Luisa Pastor: un prólogo para habitar la orilla opuesta

Con la publicación de Las rosas terminan por Auralaria Ediciones, la voz de Luisa Pastor huye de corrientes y modas más que manidas y que tanto han perjudicado al privilegio de escribir poesía.

En su poemario, se refiere el oficio de escribir versos como una creación inspirada en la soledad y en la murmuración de textos que han ido usurpando la tibieza que atenazaba a su vocación como escritora desde hace años.

Aquí presento el prólogo que escribí para este libro de poemas, donde trazo algunas claves de lectura sobre la construcción del imaginario de Luisa Pastor. Lo titulé “El progreso de lo íntimo”; una manera de referir la habilidad para preguntarse por la existencia a partir de los espacios cerrados, de portales banales como puertas y ventanas que actúan, sin embargo, como asideros de una realidad discreta, determinada, a la vez que infranqueable y poderosa que inunda la percepción de aquel que se asoma. Y se atreve a contemplar.

Un simbolismo posmodernista acusa esa necesidad de entender la existencia, la propia, como una aflicción pasajera, detenida en un momento, para denotar la sensación de una nostalgia inherente al hecho de preguntarse quién soy, pero en la orilla opuesta.

Aquí comienza el prólogo:

 

  Si algo determina el progreso de la poesía para el propio creador, es el hecho de que permite cultivar lo íntimo a lo largo de un tiempo. Pero siempre que se entienda el progreso, en su sentido etimológico, como el acto de seguir adelante pese a la adversidad. Sin abandonar las etimologías, tanto “cultivo” como “íntimo” provienen de un significado común, relacionado con la exploración de aquello que está oculto, que reside bajo tierra y que puede escapar fácilmente a la percepción. 

  De hecho,  la propia elección del título de este  poemario, Donde las rosas terminan, cultiva aquello que ha de permanecer al asilo de lo enterrado. Y aquello es lo íntimo, el interior. Cuando se escribe, la poesía es progreso, es continuidad, es dejarse llevar, remitir a la tradición para usurparla o renovarla, prenderse en ella y ansiar que lo secreto sea en definitiva visible para el lector y para el propio creador incluso.

  Donde las rosas terminan es la negación de lo oculto, al mismo tiempo que la afirmación de lo íntimo, de lo no visible. Voluntariamente, los poemas de Luisa Pastor representan esa búsqueda del espacio propio, de la intimidad  como refugio del recuerdo y del tiempo que ya no está, pero que sobrevive en la palabra. Lo sensitivo pertenece al sujeto. Pero lo que se recuerda, aunque sea propio de los seres humanos, pertenece a los objetos. Y, en esa nostalgia que alimenta el recuerdo de las experiencias, en palabras póstumas de Walter Benjamin, reside la autenticidad.

  Lo que Luisa Pastor expresa no es cualquier realidad, ni siquiera es la suya, es la realidad íntima, esa que consuman sus recuerdos, su interpretación. Pero eso que parece único porque es interior, al ser escrito, se convierte en común. Pertenece a la cosa y a la comunidad.

  Dentro de la tribu, los chamanes reconocen su labor social de intermediación entre lo secreto y lo terrenal. Las imágenes que Luisa Pastor preservó -a lo largo de estos años- fundaron su propio lenguaje y han sido íntimas para ella, íntimas hasta el punto de cultivarlas, para hacerlas ocultas, para crear su lenguaje privado, su habitación propia.

  El nacimiento del primer hijo, los paisajes oníricos que interpelan a la escritora  desde los versos de otros autores, el abandono de la adolescencia, el reconocimiento de la caducidad de lo real, nunca como fracaso, sino como celebración paradójicamente de la madurez, el estremecimiento ante el dolor intraducible que arrastró a Plath a la muerte o a la propia Dickinson a escribir infatigablemente son algunos momentos íntimos en este poemario. Cada uno de esos temas expresa el progreso de su poesía.

  Bajo el favor de un lenguaje que no renuncia a las influencias del posromanticismo inglés o del modernismo, predomina una visión nostálgica que se debe entender como un síntoma febril de un mundo que quedó ahí, relegado en la adolescencia y también en el presente más reciente, en la plenitud de unos momentos que no regresarán, nutridos de la inocencia del descubrimiento y del redescubrimiento de lo que se desconoce; como la propia inutilidad de la literatura, como la postración delante de una ventana ante lo efímero de un paisaje que subordina nuestra existencia, no solo a la desaparición, sino también al nacimiento.

  Ahí arraiga el progreso, esto es, la poesía como evolución personal de quienes fuimos y somos en este momento. Por esa razón, es tan acertado ese ejercicio de intertextualidad en el que la voz de Luisa Pastor se convierte en una reverberación de otros escritores que usurparon en algún momento su intimidad, que convivieron en su habitación propia y también en esa interpretación maldita y obsesiva que es el propio acto de crear como un mal necesario, tal y como lo refirió Christine Lavant en su obra Notas desde un manicomio: “Se trata tan solo de tener algo en el cuerpo, algo intermedio entre lo que ya se siente y lo que está por venir”.

  La vida no es importante en sí, sino la plenitud, resistir en los recuerdos, dar otra luz a lo vivido, esperar a que suceda algo nuevo, vislumbrar el mundo propio y el de los tuyos como un mundo extraño. La plenitud es el progreso y esta conclusión no está reñida con esa percepción que Hannah Arendt tenía de las actividades humanas donde el mundo se consume en la propia vida activa del ser humano.

  Consumirse es cultivar, y cultivar es progresar, ir paso a paso, peldaño a peldaño, desvelar, en el caso de Donde las rosas terminan, lo oculto que es todo, lo que se ha sembrado y recogido; todo aquello que ha sido vida activa, plenitud a través de la lectura y del propio avance o progressus de la existencia.

  Ser consciente de que existen otros lenguajes en la propia experiencia es quizá la preocupación que trasciende cada uno de los poemas de este libro, como si Luisa Pastor advirtiese -en esos pasajes que reflexionan a través de ella- otras realidades que necesitaba extraer de su interior, mientras las dudas no se disipaban. Porque las dudas se consumen en esa habitación propia, donde no queda otra cosa que la poesía como opio, como esa versión eufemística que tantas veces repite De Quincey, la droga que mitiga el dolor.

  Y el dolor como la duda también está ahí, porque es íntimo, porque el dolor siempre progresa, madura, muda en palabras tan inútiles como impredecibles; lo que, en palabras de Elizabeth Bishop, entiendo con metáforas de este tipo: “aves Fénix que arden silencio, donde el rocío no alcanza”. Pero, pese al progreso en estos poemas de Luisa Pastor, pese a la habitación propia que es el hecho de cultivar lo íntimo, queda aún el mundo y sus resonancias, vivas imágenes, recuerdos que seguirán formando parte de las cosas. Aquello con lo que nerviosamente Virginia Woolf, por ejemplo, dio por concluida una de sus obras. Sí, vivas imágenes. Los vivos recuerdos. Y no importa si fue en el pasado o en el presente. Pero es que las olas rompían en la playa.

Un poema de “Las rosas terminan”.

Ramajes

Quien dice sombra

Se instala para siempre

En los lindes de la ambigüedad,

quien ama lo incierto

busca sin descanso una escapatoria

de sí mismo,

quien reivindica el ruido del vacío

elige una senda

oculta entre ramajes,

quien se interna en el bosque

levanta una ermita

para empezar a morir,

quien se hace ermitaño

y no es un místico

con su plegaria

escarba en la tierra,

quien indaga en lo subterráneo

hallará sin pretenderlo

la gloria de este reino,

volcada la bolsa hacia la eternidad

@mundiario

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