Rilke, visto por Mauricio Wiesenthal

Retrato del poeta Rainer Maria Rilke.
Retrato del poeta Rainer Maria Rilke.
La vida de Rilke fue absolutamente errante. Se dice que huía más que viajaba. “Quedarse no es ningún sitio”, decía. Pero viajaba muy encerrado en sí mismo.
Rilke, visto por Mauricio Wiesenthal

Me ha seducido intensamente está extensísima biografía, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado, de más de mil cien páginas, que ha escrito un autor, Mauricio Wiesenthal, al que no conocía y, desde ahora, tendré que seguir. Su estilo no es el del biógrafo científico que, cuando escribe, está pensando en la revisión que otros estudiosos harán de su obra, sino la del novelista apasionado por su personaje. En este caso, esa pasión no significa admiración absoluta, sino extremo interés por una vida muy singular, por un poeta que llegó a alcanzar logros extraordinarios, desligado de las corrientes vigentes en su época. Esa característica de “antimoderno”, de hombre que apreciaba los viejos valores, que se entregaba a lo espiritual y se declaraba en contra de lo material, es la semblanza que más le seduce al autor.

La evolución del poeta, hasta alcanzar las cotas que lo harán grande, es lenta. Sin embargo, su actividad literaria empieza pronto. Escribe y publica. Con veinte años estrena algunas obras de teatro que resultan rotundos fracasos. De la primera época como poeta, nos dice Wiesenthal que su estilo era cerebral, y a ratos insoportable. Muy pronto demuestra su habilidad para seducir a las mujeres. Las que lo conocieron dicen que hablaba en éxtasis, con sus ojos azules perdidos en el otro lado de la vida. Su voz seguía una extraña partitura musical en una tonalidad confusa de sueño órfico. Con las mujeres: “Mantenía su terrible juego angélico de aproximarse a la rosa, desflorar el sueño de sus párpados, libar el polen y continuar su vuelo”. A menudo dejaba a sus novias sumidas en la desesperación. Las atenciones que tenía con sus “presas” eran: flores, poemas, pequeños detalles y libros cuidadosamente encuadernados. Rilke apenas se sentía conmovido con los sufrimientos de sus amantes. Desde pequeño, reaccionada ante la adversidad cerrando los ojos, y, si las cosas no acababan bien, escribía un réquiem genial. La huida vertiginosa de las mujeres será algo habitual en él: “Se despedía con una carta fría y sentenciosa, de gran sacerdote iniciado en las ventajas del celibato, o simplemente salía corriendo.” El poeta se justificaba: “Dos seres humanos no tienen derecho a poseerse ni a limitar su libertad. Usted me hace violencia. Solo un daño mortal podríamos hacernos si nos uniésemos el uno al otro”.

La figura de Rilke es la del dandi que el autor de su biografía también cultiva. Aunque fuera pobre, siempre tenía lo bastante para un llamativo vestuario o para ocupar una habitación de un hotel lujoso. Su padre gruñía receloso al verlo vestido con pantalón de golf, altas medias negras y canotier de paja. Le parecía provocador y extravagante. Rainer temía perder su inspiración si luchaba por ganarse la vida en un oficio. “La pobreza es un gran resplandor que dimana de dentro”, escribió. Especialmente en sus primeros años, su ruina era tan absoluta que trataba de mendigar sus manuscritos a diestro y siniestro. Pero no aceptaba el puesto que le ofrecía su padre en la oficina de correos. En sus últimos años, en la torre de Muzot, aun estando solo con su asistenta, para cenar vestía de esmoquin. Su presencia resultaba seductora. De él decían las mujeres: “Su voz magnífica, que hace música con pétalos de rosas”, “parecía encantador, casi adolescente. Vi sus grandes ojos de un  azul luminoso”,  “sus ojos eran de un esplendoroso azul celeste. Su habla, al igual que su caligrafía, de una redondez armoniosa. Emanaba de él una gran bondad atenuada por cierta reserva debida a su esnobismo”. Para sus madres adoptivas tenía una imagen de niño, tal vez apoyada por su baja estatura.

Muy joven, se casó con Clara, con la que pronto tuvo una hija, pero fueron incapaces de mantener un proyecto de vida en común. Rilke reclamará siempre su derecho a vivir independiente. Lou Andreas Salomé, la que fuera su amante y luego perdurable - aunque distanciada - amiga, insta a Clara a que le exija a su marido que cumpla con sus obligaciones matrimoniales. Pero él cruelmente le dice en una carta: “La fatiga de una madre es excelente y sana”. La idea de comprometerse con una mujer estaba lejos de su vocación sacerdotal. Tenía problemas para comprender a su hija y llegó a decir que se sentía más próximo a los perros que a los niños. Como se ve, Wiesenthal no se calla ninguna mención reprobatoria. Está claro que considera a Rilke separadamente en sus diferentes facetas, una de ellas la de poeta, que es la que le da la notoriedad resistente a las épocas.

La vida de Rilke fue absolutamente errante. Se dice que huía más que viajaba. “Quedarse no es ningún sitio”, decía. Pero viajaba muy encerrado en sí mismo. Se mostraba resistente en sus prejuicios. Viajó por Alemania, por Austria, Italia, Rusia, Francia, España y finalmente casi se instaló en Suiza. No tendría nunca un domicilio fijo, exceptuando esos últimos años en la torre de Muzot. Como Baudelaire, detestaba lo monótono y pequeño y sentía el “horror de domicilio”.

Según Wiesenthal, Rilke, en su poesía, a veces llegaba a resultar abstruso, afectado, ridículo, pero siempre musical. “El poema debe ser un altar en el que cada uno pueda hacer su oración”, opina. El poeta, en la percepción de Rilke, es sobre todo un “vidente”. El rechazo de la vida moderna lo hizo más original que los creadores y pensadores de su tiempo. Rilke no estaba llamado a ser un poeta fácil. Pese a las subvenciones que requería, su producción era muy escasa. Cada vez más, necesitaba oír en su cabeza los versos que debía escribir. No podía ponerse a buscarlos. En cada lugar en el que recalaba, se hacía construir un pupitre alto, con el fin de escribir de pie, a la altura de su pecho. Rilke parecía haber comprendido que el sentimiento poético se hace más hondo cuando “proviene de una actitud espiritual: una renovación interior”. Ya no se trata de reproducir objetos ni de copiar realidades como había hecho al principio de su obra. “Por eso reclamamos al poeta que nos dé una imagen y no una simple cosa. La mejor poesía parte, precisamente, de ese convencimiento de que no debemos transcribir la realidad en nosotros, sino conseguir que se revele en nuestro interior”, defiende el autor.

La gran obsesión de Rilke en los años de juventud era encontrar a un mecenas. Las aristócratas, bien elegidas, que frecuentará durante toda su vida – que conocerá en los balnearios y lo llevarán a los hoteles de lujo, castillos, palacios - le entregarán los valores del tiempo antiguo: el gusto por las cosas bellas y trabajadas, el desprecio del mundo burgués capitalista. La condesa Marie von Thurn und Taxis fue una de sus grandes valedoras, la que le proporcionó largas estancias en su castillo de Trieste, cuyo nombre figuraría en su libro más importante: Las elegías de Duino. Allí ella organizaba veladas musicales y poéticas, así como las sesiones de espiritismo a las que el poeta también era aficionado. Según Marie, Rilke “leía de un modo característico, siempre de pie, con infinitas tonalidades. Una no se cansaba nunca de escuchar”.

Rilke tenía una obsesión: la búsqueda de una muerte propia. Creía que las experiencias en este mundo las tenemos que convertir en espíritu, transformándolas en inmortalidad. No tenía especial sintonía con Stefan Zweig, a quien consideraba un intelectual feliz, y por lo tanto, ajeno a su idea atormentada del arte. En su celo de solitario se asusta cuando, al final de su vida, inicia una correspondencia con la poeta rusa Marina Tsvetáieva, pero ella le escribe: “No temas, que solo quiero amar tu alma”. Rilke estaba seguro de que “no somos más que dispensadores de signos”, y “somos vigilantes que alertan”. Su idea era la de que, en el fondo de la creación, hay un estruendo primigenio, como un ultrasonido que no oímos, pero que perciben los místicos, los videntes, los enamorados y los poetas. Una de sus amantes, Magda, lo describía así: “Delante tenía a Rainer Maria Rilke, una figura sutil, oscura y conmovedora". “Dos ojos celestes me miraban. No había visto nunca un rostro humano tan radiante y espiritual”.

La biografía de Rilke que ha escrito Wiesenthal es un libro exhaustivo, apasionado, personal, que hurga en muchos detalles que resultan relevantes, en todos los signos que conocemos de una vida extraordinariamente singular. Para escribirla, se ha preparado durante muchos años, ha conocido los lugares, algunos testimonios, se ha empapado de aquel tiempo. Su mirada es la de un seducido que se atreve a ampliar su campo de visión, a asumir las tremendas contradicciones de un personaje único. La imagen que nos queda de Rilke es la de que, moralmente, fue un hombre despreciable por su codicioso y excluyente egoísmo, pero también un hombre estéticamente  —e incluso desde un punto de vista estrictamente espiritual— fascinante, alguien que se construyó a sí mismo, inspirándose en lo que le convenía, en lo que lo impulsaba hacia su meta, ya fuera en santos como san Francisco de Asís o en poetas como Hölderlin. Incurriendo en enormes contradicciones, adorando la pobreza y el lujo a la vez, irrenunciablemente avanzaba hacia el cumplimiento de una obra única a través de una vida refinada, siempre acorde con su creencia de que lo espiritual es la plenitud de lo sensual. @mundiario

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