Recuerdos de un escritor cosmopolita

El mundo de ayer, Stefan Zweig. / Mundiario.
El mundo de ayer, Stefan Zweig. / Mundiario.
Así fue Stefan Zweig, el escritor cosmopolita, ciudadano del mundo, amante de la alta cultura, la humanidad y la paz entre las naciones.
Recuerdos de un escritor cosmopolita

«Brindemonos a la época tal como nos ansía» (Shakespeare, Cimbelino, rey de Bretaña). Frase profunda, digna de las grandes mentes. No por nada va como epígrafe del libro autobiográfico de otra mentalidad grande. Pero, ¿autobiografía? o ¿memorias? Creo que ni lo uno ni lo otro. Sino recuerdos, imágenes, escenas, retratos en perspectiva… Porque el libro no narra una autobiografía (el recuento cronológico de una vida) en estricto rigor, no refiere memorias aleatorias, sino que hace una descripción de escenarios, de personalidades y obras, vistos todos ellos por un biógrafo y ensayista peregrino dotado de una sensibilidad especial y un talento privilegiado para escribir. Quizá el referir hechos externos tomándose a uno mismo como punto céntrico sea también alguna forma de contar la vida de uno mismo. Y hasta tal vez sea la forma más fiel de transmitir la vivencia propia, la experiencia íntima, la relación de sucesos que acaecen en una existencia humana y que la hacen digna de mención… El autor dice en el prefacio: “el tiempo presenta los cuadros, yo solo los acompaño con el texto; y, en realidad, lo que referiré no será tanto mi suerte como la de toda una generación”. De esa forma nos dio la idea más cabal de lo que fue su propia y más íntima vida.

Así como hay intelectuales que no necesitan moverse jamás de su terruño para edificar una monumental obra (como fue el caso de Immanuel Kant), hay espíritus que para crear su obra precisan del movimiento, de los viajes, de las correrías por el campo, de la visita a bibliotecas y museos, de la contemplación de la naturaleza, cual peregrinos incansables. Los primeros hallan su iluminación en la reflexión sedentaria; los segundos, en cambio, en las distintas geografías. Así fue Zweig, el escritor cosmopolita, ciudadano del mundo, amante de la alta cultura, la humanidad y la paz entre las naciones.

Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos, Argentina, Brasil… La lista de los suelos hollados por su pie es más larga. ¡Y su natal y amada Austria! Donde se formó su espíritu amante de lo bello y lo noble. Su peregrinaje le valió no solo conocer museos, ciudades, cafés y bibliotecas; le valió su sentido amplio de humanidad, su desprecio por los nacionalismos y las ideologías políticas. Su amor por lo noble humano. En una palabra: la ciudadanía del mundo.

Su patria fue la humanidad. Indiferente a la política porque acaso se dio cuenta desde joven de que en ella no habría de encontrar sino pequeñeces, y que su pluma y sus ideas jamás hallarían en ese campo de abrojos un espacio para rendir fruto, se dedicó con alma, vida y corazón a la escritura, a la cultura. Fue un aristócrata a carta cabal, no por su recio abolengo semítico e itálico, sino por su cultura, por sus gustos (música, literatura, filosofía, arte), por su educación refinada y su manía por coleccionar diamantes en polvo: desde manuscritos de Leonardo, Mozart y Händel, pasando por una pluma de ganso que perteneció a Goethe que guardó en una caja de vidrio, hasta el escritorio del genial sordo de todos los tiempos: Beethoven. Nunca se consideró dueño de esos tesoros. Solamente su guardián. Luego donó su cofre de joyas a bibliotecas y repositorios.

Vivió la alegría de tertuliar en compañía de grandes escritores, fumándose un cigarro habano en un café de París. También la amargura del exilio por la persecución y la violencia nazis, dejando atrás a su familia y sus preciados libros. Vivió el éxito editorial de sus obras en toda Europa, traducidas a varias lenguas. Tuvo amigos entrañables como Freud y Romain Rolland. Y vivió la soledad, convirtiéndose en un apátrida en el albor de una guerra bárbara. Escribió hasta sus últimos años. Dio exitosas y sonadas conferencias en Argentina sobre el misterio de la creación artística. Y cuando lo vio todo perdido, puso fin a su vida en la ciudad de Petrópolis.
En su autobiografía, titulada El mundo de ayer: Memorias de un europeo, están a la par la luz de la felicidad y el terror del peligro. La guerra y la paz bregando sin cesar. ¡Tensión constante!, como lo es su prosa. «Luego de habérsenos educado serena y tranquilamente en un círculo estrecho, se nos lanza de repente al mundo; cien mil olas nos envuelven, muchas cosas nos seducen, nos agrada esto o aquello, otras nos disgustan, y de hora en hora el sentimiento titubea y cae fácilmente en la inquietud. Sentimos, y lo que acabamos de sentir, es arrebatado por el mundo y arrastrado en su confusión» (Goethe). Y el amor, apareciendo solo en algunos momentos, parecería estar más bien oculto. No refiere nunca un flirteo suyo, menos una pasión encendida. Sus dos esposas son mencionadas solo de pasada.

He estado leyendo las obras de Zweig y ahora me doy cuenta de que este autor no solo era talentoso y de muy buen gusto, sino que tenía algo de virtuosismo. Su don espiritual penetrativo se anuncia como destellos comparables a los de los grandes novelistas, poetas y dramaturgos de siempre. No por nada fue un devoto fanático de la obra y, sobre todo, de la vida de Goethe, maestro de otros maestros.

Digresión: En lo que fueron Zweig y Goethe, y en la relación que hay entre ambos, yo hallo algo parecido a lo que fueron respectivamente Diez de Medina y Tamayo aquí en nuestro Ande. Diez de Medina, como Zweig, fue igualmente un prosista clásico, amante de la cultura universal clásica y polifacético en los géneros literarios que cultivó. Su admirado, Tamayo, fue una especie de Goethe indio, poeta olímpico además de filósofo y pensador profundo. Ambos, también como Zweig y Goethe, vivieron la gloria y el tropiezo.

Una de las partes más interesantes del mencionado libro es aquélla en la que Stefan Zweig describe su forma de trabajo. Atribuía un valor mayor a la supresión que a la adición; le alegraba mucho más cuando una mañana de inspiración podía tachar párrafos que cuando derramaba tinta llenando cuartillas. ¡Extraña forma de trabajar! En su libro María Antonieta, por ejemplo, según cuenta, fue más lo que suprimió que lo que escribió. «Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no disminuiría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido».

Pero la confesión íntima más profunda, la más trágica y, acaso por eso mismo, la más conmovedora, es la frase última que el escritor estampa en sus páginas, con la guerra ensordecedora tronando a su alrededor: «Pero cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija también de la luz. Y solo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, solo ése ha vivido en verdad». @mundiario 
 

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