Recuerdos de Marrakech

Mercado de la Jemaa El Fna, en Marrakech. / Xabier Villaverde
Mercado de la Jemaa El Fna, en Marrakech. / Xabier Villaverde

La gente de las montañas se acerca cohibida y forma grandes corrillos alrededor de los encantadores de serpientes, de los bailarines y de los contadores de historias.  / Relato literario.

Si el viajero desciende hacia el sur desde Casablanca, ó procede desde Essaouira en el Atlántico, cruzará silencioso una vasta extensión desertizada donde pastan apenas algunos rebaños y los camellos trabajan todavía las escasas tierras de labranza.

A unas horas de camino se puede ver a lo lejos una imágen del pasado, tal vez de la época de Juba, el rey sabio, yerno de Cleopatra y padre de Ptolomeo. "El oasis de Marrakech", un palmeral orgulloso, que emerge de la interminable muralla roja, en una equilibrada composición de horizonte y verticalidad florida.

A lo lejos la vieja ciudad de paso del desierto, sigue siendo un gran oasis encerrado, una linea roja trazada en el paisaje y sobre ella una linea verde de la que escapan hacia el cielo, grupos inverosímiles y composiciones fractales que estallan arriba como fuegos de artificio en mil destellos verdes y dorados.

Resulta difícil imaginar el bullicio y la intensidad de la vida que se encierra tras las puertas de la Kasbash

Resulta difícil imaginar el bullicio y la intensidad de la vida que se encierra tras las puertas de la Kasbash. Esa curiosa e inteligente forma de entender el comercio, que es el zoco y la medina, heredera tal vez del antiguo magisterio fenicio.

Interminable muestrario y expositor directo de todo cuanto uno pueda necesitar, levanta sus cierres y abre sus puertas mostrando sus secretos y su inacabable relación de mercancías y servicios. Tanta monotonía confunde al forastero, que no acierta a orientarse en el laberinto y debe volver sobre sus pasos constantemente porque la calle se estrella contra un muro blanco impoluto e infranqueable.

En la plaza Siyoub, agradecido respiradero en el intrincado laberinto de la Kasbash, hay una mezquita y enfrente dormita como una escultura, un asno oculto bajo una montaña de hierba de menta fresca y verde del rico valle del Draa. Tristón y apesadumbrado permanece inmóvil las horas largas de la canícula. Podría estar ahí desde los tiempos de Almutamid, rey de Sevilla, que las cosas no abrían cambiado mucho desde entonces, juzgando pícaro y rezongón como el asno de Apuleyo, las mil y una engañifas, trapicheos y negocios de una multitudinaria mandinlandinga de curiosos y forasteros.

A la calle asoman constantes reclamos que curan todos los males y que arreglan todos los problemas de la Babel musulmana. El doctor D. Kebaili "De la Faculté de Medecine de Montpellier. Medecine Genérale". Credencial definitiva sin duda para arrojar luz en los complicados litigios que aquí se producen a diario. Plaza muy rentable debe ser para estos profesionales la medina, ya que sus placas compiten numerosas llenando paredes y subrayando la autoridad de sus estudios y licencias.

El campesino que baja del Atlas, deberá dejar 500 Dr, en alguno de estos renombrados bufetes, para resolver algún asunto que no le deja dormir. El Dr. Ammour Najid "Expert assermenté press les Tribuneaux" le preparará los escritos necesarios y hará de procurador de sus asuntos. Luego si le da tiempo visitará la consulta de El Mamidi Mohamed, un dentista experto que revisará los estragos que haya podido hacer el agua fina del Atlas, pero sobre todo el abuso de dátiles y confituras sobre su trasteada dentadura.

El asno de la plaza de Siyoub, memoria de Auguste Macke en un palmeral, con su cuello horizontal prolongación del espinazo, nos parece tan familiar y confuso como nosotros mismos

El asno de la plaza de Siyoub, memoria de Auguste Macke en un palmeral, con su cuello horizontal prolongación del espinazo, nos parece tan familiar y confuso como nosotros mismos y como el rocín de Buridán a la hora de decidir que callejón tomar para salir al claro de la medina.

Con dificultades salimos a la rue de Bab Aïlen y de allí a la rue Dabachi, a lo lejos vislumbramos el espacio despejado y libre de La Djemaa el Fna. Escuchamos las flautas pero necesitamos la energía de la menta. Chez el Gazaba está a las puertas de la plaza, sirve un té con el lujo antiguo de las jaima beréber, con la remezcla a la vista del cliente y los sirve desde lo alto, caliente y verde como los valles del bajo Atlas.

Anochece y la plaza se anima. La medina comienza a vaciarse, la gente ha terminado sus asuntos y aparece por todas partes: Riad el Kedim, el Jdide, Ben Salah, Rahba Kedina. El muecín canta desde lo alto de la Koutoubia con voz de convocatoria antigua el mensaje del Profeta, llamando a la oración.

Y la gente de las montañas se acerca cohibida y forma grandes corrillos alrededor de los encantadores de serpientes, de los bailarines y de los contadores de historias.

Los monos del Atlas, astutos y zalameros, ayudan a sus dueños a conseguir algún diram, del forastero asaltado y sorprendido.

Las dudas de amor y de fortuna las puede aclarar la adivinadora que se esconde tras sus velos de misterio...

Las dudas de amor y de fortuna las puede aclarar la adivinadora que se esconde tras sus velos de misterio, aplicando la ciencia antigua heredada de las hechicerías de Marduk. A la luz de una lámpara la sibila, adivina solo lo que de bueno depara el destino, si es que lo hay.

Las mesas se han extendido detrás de los vendedores de zumos de naranja, de dátiles, de higos, de cacahuetes y almendras y han encendido mil candiles, y los fuegos y braseros para preparar las brochetas y los tés de menta y la plaza se llena con la multitud que se ha vaciado del zoco.

Desde El Argana, terraza privilegiada sobre el espectáculo ferial de La Djemaa, delante de un cuscus cocinado dentro del barro , uno no acierta muy bien a comprender el origen difuso de este pueblo que hierve todavía en su vitalidad medieval y antigua y observa como un absurdo zahorí de la historia, los rostros cetrinos, bajo la luz de las lámparas, hermosos ojos brillando en la piel oscura, los colores tan vivos, que aún se diferencian infinitos en el crepúsculo y el embrujo y misterio de ese mundo embozado en chilabas de algodón y de lana.

Y por si aún dudase de tanta visión colorista, de tanta magia y leyenda, echa mano de la memoria del ilustre viajero Macke, las rotundidades luminosas del "Café Turko" ó de "Hammamet y Kairouam" y de Paul Klee, los mil sienas y ocres, las geometrías de "Nekrópolis" ó sus "Arquitecturas de Oriente".

Allí en medio del desierto, en la plaza, que un tiempo decapitaba a los  bandidos hoy se envuelve la magia oriental, difuminando con el humo de las frituras mil batas y mil gorros blancos entre las luces de la noche cálida y sensual.

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