La prosa más poética de Fernando Aramburu en ‘Autorretrato sin mí’

Fernando Aramburu 650
El escritor vasco Fernando Aramburu.

Parece este libro, en muchos momentos, una especie de testamento anticipado, una recapitulación que se confiesa con una magnanimidad que no calla lo duro, que es una melancolía afirmativa.

La prosa más poética de Fernando Aramburu en ‘Autorretrato sin mí’

No he leído Patria, su novela más exitosa, pero me bastaban los libros que había apreciado anteriormente para considerar a Fernando Aramburu como a uno de los autores españoles vivos más importantes. Lo conocía por sus cuentos de Los peces de la amargura, por su novela Años lentos, además de por la magnífica muestra de aforismos que ha venido publicando en Babelia. Ahora, con Autorretrato sin mí, ha explorado otro formato. Esta vez me hallo ante un libro de prosas poéticas, entre las que no hay una ostensible ordenación temporal o temática, sino unas espaciadas, aleatorias y quirúrgicas penetraciones en la memoria más sentimental del propio autor. Es un puntual recorrido por la vida más significante, una mirada a ese sí mismo más esencial, pero también a ese entorno humano que nutre y constituye al ser. Es un ejercicio de intimidad que luego revierte en el lector, en aquel que merece esas confidencias que se desgranan a través de acariciadas palabras.

Aramburu habla sobre aquellos momentos de su vida, aparentemente aislados, desasidos, pero que están profundamente conectados, formando la consciencia definitiva del propio ser. Son esos destellos de vida que emiten una explicación difusa sobre el sentido de la existencia,  hasta envolvernos en una atmósfera que nos atrapa o nos acoge desde su irrevocable concisión. Y están también aquí, por supuesto, esos enclaves que nos configuran, y que son esos personajes que han provocado fuertes variaciones en la consistencia de nuestro sentir. En este caso, el padre, al que no quiere juzgar, pero del que describe su alcoholismo, su hiriente estancia en su ser. Por otro lado, esa esposa felizmente encontrada. Y, en la zona más dolorosa y más amada, esa hija definitivamente malherida en su cerebro por una tempranísima enfermedad.

El escritor vasco nos habla siempre de sentimientos arraigados, que a veces se corresponden con momentos sin trascendencia exterior, pero otras veces pertenecen a esos días graves: “Días grabados con hierro candente en mi memoria”. Lo que indaga es la condición humana que se manifiesta en uno mismo: “Ser humano es una vocación. Mi tozudez y mi condena…”. “Seré, sabiendo a qué me arriesgo, débil hasta reventar de fuerza. Me agarraré, para no caerme, en medio de la noche, a un palo de bondad. Recorreré las calles recogiendo las lágrimas perdidas por la gente”. Lo que muestra en todo momento es su más enraizada y más decisiva humanidad. Este libro es un ejercicio de atención y de rescate de experiencias que conforman ese camino que transita a veces por los transcursos de la inmadurez, las ideas equivocadas, los pasos importantes que fructifican, el muy consciente afecto al que agarrarse. Y cada uno de esos momentos intensos, emotivos, ha sido también un aprendizaje, un avanzar hacia quedarnos siempre tan nuevamente sabidos en el umbral del misterio. Porque: “¿Quién, de todos los que he sido, soy yo en verdad?”

Se nos narran aquí aquellas ondulaciones del alma que solo pueden percibirse desde el detenimiento, a salvo de las imperantes vorágines, las del exterior o las que bullen ser adentro. Pero ahí, en la frontera, a flor de piel de uno mismo, también está la adherencia que ha dejado el mundo a través de los otros y del contexto social e histórico. Y aquí tampoco puede eludirse la huella emocional del terrorismo, como cuando nos habla de las violentadas imágenes del habitualmente idílico paisaje del paseo de la Concha, en San Sebastián. De repente, entra una imagen, una mancha de sangre y, al lado, ya posterior al suceso: “El político que ensaya junto al micrófono una variante a su fórmula habitual de la condolencia y repulsa para no repetirse. El otro político que, humano como el mármol, supedita la vida a una abstracción”.

Y, cómo no, Aramburu también nos habla de lo literario: “Descubro, no sé cuándo, no sé cómo, tal vez leyendo los libros obligatorios del colegio, un raro fulgor, que a veces desprenden las palabras”. Consigna sus iluminadores y consolidados aprendizajes: “Agradezco a Albert Camús que me enseñara a amar al hombre por encima de la idea, y a amar la cara del hombre por encima del hombre, y a amar los ojos, la frente, la boca personal del hombre por encima del hombre”.

Muchos pasajes de este libro se leen con intensa emoción. Nos traen sus palabras vivencias coincidentes, de esas que nos ayudan a amar la vida más allá del dolor encerrado en cada atisbo de lo oscuro, en cada ser al que conferimos un acompasamiento a nuestra trayectoria sentimental. Aramburu se acerca a sus recuerdos, los describe, aunque no aspira a explicarlos del todo. Se contenta con intuir esa luz que está en el fondo de lo desconocido de uno mismo.

Acaba siendo esta colección de experiencias un sumatorio feliz: “Pero yo, que acaso haya aprendido pocas cosas, sé que no consto solo de miedo, que hay espacio en mí para la gratitud y hay momentos en mí para la paz, y que, puesto a hacer la suma completa, estoy a buenas con la vida”. Aunque la mayoría de las imágenes que rescata pertenecen a un pasado consolidado, también intenta atrapar sensaciones muy actuales: “Ahora mismo nada me duele. Ningún pensamiento turba la paz que me colma. Libre de odio y de ambición, respiro”. Y esa voluntad de ser feliz, o, al menos, bondadoso consigo mismo y con el mundo: “Tiemblo de frío; pero las primeras luces del alba, me lo he propuesto, han de pillarme sonriendo aunque sea lo último que haga”. “Constato una plenitud. Está en el aire, ofrecida, abierta, la belleza”.

Parece este libro, en muchos momentos, una especie de testamento anticipado, una recapitulación que se confiesa con una magnanimidad que no calla lo duro, que es una melancolía afirmativa; y también una humilde reflexión sobre temas tan grandes, tan decisivos, como el amor: “Tal vez he amado mal, he amado torpemente, no se me ha dado bien la técnica del amor como a los otros les gusta que los amen. Ni siquiera sé lo que es el amor, aunque he amado”. Porque hay que vivir enteramente el milagro de la conexión armoniosa con el otro: “Ocurre, cuando menos lo espero, que estoy y que no estoy, mientras contemplo la gracia plena de un rostro humano”.

Autorretrato sin mí es un libro grato, sincero, esclarecedor, no de los últimos misterios, pero sí de las actitudes acertadas, de esa mirada amorosa que, salvando los empinadísimos reveses, acredita las bondades de la existencia y alienta la definitiva gratitud.

Comentarios