Profesor Lazhar, el doloroso camino de un valioso hombre desplazado

Fotograma de la película canadiense Profesor Lazhar
Fotograma de la película canadiense Profesor Lazhar

Limitado por su situación de refugiado en Canadá, irreconocido legalmente como tal, sin papeles, defendiendo su ser incógnito, el profesor Lazhar se rebela contra su exclusión

Profesor Lazhar, el doloroso camino de un valioso hombre desplazado

El inicio de la película canadiense “Profesor Lazhar”, del director Philippe Falardeau, nos introduce en un mundo gélido. La cámara, agazapada en los rincones, nos muestra una realidad que está previamente compuesta por el aire, por los objetos, que esperan la presencia humana, que la acogen con una hospitalidad silenciosa e incierta. El frío es, a veces, explícito, representado por la nieve; otras, lo componen las insalvables distancias humanas, los cohibidos movimientos de unos personajes sujetos a acontecimientos demoledores.

Limitado por su situación de refugiado en Canadá, irreconocido legalmente como tal, sin papeles, defendiendo su ser incógnito, el profesor Lazhar se rebela contra su exclusión, se inmiscuye de lleno en esa sociedad que lo desprecia, ofreciéndose para un trabajo de profesor que nadie quiere.

La cámara no llega a lo escabroso, no muestra el reportaje del dolor, sino que tan solo nos enseña la mirada de los que lo viven, la persistencia de lo sucedido en sus ojos.

No puede hablar abiertamente, teme la expresión espontánea, que tal vez le traicionaría. Es un hombre que día a día va posponiendo su renuncia a la lucha, a la dignidad. Se sumerge en la vida que busca para que la vida lo busque a él, para curarse en ella. Se siente inseguro, solo capaz de cuestionadas fortalezas. No puede protegerse a sí mismo con una biografía, no tiene una vida decible. Despierta algún afecto, pero no puede darse. Su alegría está abatida por la profundidad de su drama y solo emerge en instantes de tregua que se componen de sentimentales retornos a su juventud indemne. Es un hombre que miente sobre sí mismo, por odiosa imposición, pero que, al mismo tiempo, ofrece una verdad enorme, una tristeza legítima, toda la honradez posible, un respeto superior, hecho de sensibilidad.

Ha llegado a una clase en la que la nueva pintura de las paredes no ha conseguido borrar las capas de la tragedia reciente. La profesora que la ocupaba se ahorcó en ella, dejando sospechas de culpabilidad, lo oscuro en las frágiles miradas de los alumnos. El profesor Lazhar tímidamente denuncia la impiedad de esa mujer, que, con su último acto, ha dejado en aquella clase una sombra indeleble. Parece un tabú ese tema, resulta improcedente que él pretenda rebasar los límites de las parcelas establecidas, la compartimentación profesional que desprecia tantas hondas experiencias. Expulsado por la psicóloga de su afán de ayudar a sus alumnos, se reduce a su vida desbaratada, pero se resiste a abandonar a sus alumnos. No se permite caer en la cerrazón del repudio o del resentimiento.

La cámara no llega a lo escabroso, no muestra el reportaje del dolor, sino que tan solo nos enseña la mirada de los que lo viven, la persistencia de lo sucedido en sus ojos. El profesor Lazhar es un hombre al que le toca andar hacia delante, por terrenos desconocidos, en la oscuridad de su zozobra. Un hombre que se esfuerza por ser amable en un mundo extraño, peligroso, que, en cualquier momento, le puede dar la espalda; al que le toca vivir en la contención, en la expresión diferida.

Su mundo es otro, aunque pretenda ahondar en lo universal, ligarse a la extrañeza. Solo sentimientos muy puros lo unen a una realidad sobrevenida. Viene de otro país – de Argelia - en el que la libertad esencial es imposible. Llega a este mundo nuestro, tan paternalista, en el que las medidas tan protectoras, la desmedida exterminación del mal, llegan a estrangular las actitudes espontáneas hasta reprimir los afectos.

La mirada de Lazhar se asoma desde un estable derrumbamiento.  La luz de sus ojos es un esfuerzo casi imposible. En un atentado  perdió a su mujer y a sus hijos. Y le duele sobrevivir, quedarse para responder a las preguntas de la muerte y también a las intrusiones de los vivos que le exigen sumisiones, méritos para invitarse a vivir en una sociedad  temerosa.

El dolor impregna todos los pasos de Lazhar. Es un dolor que se nutre de un presente ya sucedido, que lo seduce por los caminos de la derrota. Pero él lo acalla, lo oculta de los demás, para no delatarse, y lo oculta de sí mismo, salvándose un poco de su demolición, aguantando erguido mientras ofrece un sincero mecanismo de paz a sus alumnos.

El dolor impregna todos los pasos de Lazhar. Es un dolor que se nutre de un presente ya sucedido, que lo seduce por los caminos de la derrota.

Y llega la primavera, desaparecen las nieves, se retira el frío, el curso avanza hacia su fin, la vida se precipita y se resuelve en sus errores, golpeando con futuros absurdos. Se averigua que el profesor Lazhar había estado regentando un restaurante durante sus últimos años en Argelia, que no tenía papeles. No hubiera podido ejercer de maestro durante todos esos meses. Pero sabía amar a sus alumnos; a ese niño que se sentía culpable por haber denunciado un abrazo de la profesora que calló sus motivos de huida para siempre; a esa niña madura que lo entiende; pero también a todos los demás, afectados por una historia dolorosa.

El profesor Lazhar, solo en la clase, desahuciado, se despide, en un discreto y sentido acto subversivo, abrazando a la niña que ha llegado a adivinarlo. Ni siquiera le dejan acabar el curso. Tiene que irse ya, arrancarse de sus queridos alumnos. Da miedo imaginarse la dirección de sus pasos. @mundiario

           

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