El proceso, la genial adaptación de la obra de Kafka realizada por Orson Welles

Fotograma de "El proceso", de Orson Welles
Fotograma de "El proceso", de Orson Welles

No es de extrañar que Welles considerara esta como su mejor película, y la que mayores satisfacciones le había procurado. Aquí volvió a tener pleno dominio de su obra

El proceso, la genial adaptación de la obra de Kafka realizada por Orson Welles

El proceso (1962, Orson Welles) es una de las más geniales adaptaciones cinematográficas de una obra literaria. El director norteamericano recupera recursos utilizados en anteriores películas —especialmente de Ciudadano Kane, con sus juegos dimensionales— y los aplica perfectamente a una historia que exige un alto expresionismo. No es de extrañar que considerara esta como su mejor película, y la que mayores satisfacciones le había procurado. Aquí volvió a tener pleno dominio de su obra, y eso es algo que se nota en cada uno de sus deslumbrantes planos, en cada detalle de su inspiración. 

Si las comparaciones son odiosas, y las de las adaptaciones cinematográficas lo son más, aquí, por el contrario, el contraste entre la obra de Kafka y la película de Welles, solo produce admiraciones complementarias. Como en toda buena traslación, la película se inspira en la novela, pero su lenguaje y algunas de sus soluciones son muy propias. Si le quitáramos el sonido y prescindiéramos de los diálogos —que serían, junto al argumento básico, los débitos a la obra original— aún percibiríamos fuertemente la esencia kafkiana.

Una situación absurda infinitamente perturbadora

El proceso narra una situación absurda infinitamente perturbadora. Un ciudadano, de vida en apariencia inmaculada, es de pronto arrestado sin que se le informe del motivo. Se produce así una doble gravedad: la de la amenaza de una condena cuyo grado de severidad se desconoce y algo aún tal vez más desasosegante y la de no tener derecho a saber el delito que se le imputa. Esta última consideración resulta decisiva para interpretar el sesgo que adquiere esta historia.  Se ha dicho que la angustia de Josef K. es la existencial que aqueja al hombre moderno. También que, entre el personaje y La Ley, se dirime un desigual enfrentamiento. Lo que es seguro, y que plasma muy bien Orson Welles, es que nos hallamos ante un hombre señalado como susceptible de ser culpabilizado por cualquier detalle de su existencia, como ser minúsculo frente al gran e inabordable sistema que se esconde en sí mismo, que se presenta en su burocrático anonimato, que desarma a los ciudadanos con la abstracción de su implacable razón, que no precisa de grandes presiones para que alguien, desorientado, aparentemente luchando, se ofrezca preso.  

Siempre me ha parecido curiosa la elección del Adagio de Albinoni como tema principal de la banda sonora. No una música aturdidora, delirante, sino una aparentemente suave, bella, sencilla, asociada a la dulzura, pero no exenta de cierta melancolía, como si fuera la narración de una historia feliz apagándose en el ya bien entrado túnel de un oscuro futuro. La adaptación de Anthony Perkins al personaje es perfecta. Este responde al envite con una impecable actitud que se debate entre una inasumible perplejidad y una rebelión que apenas descansa. Es esta posición de Josef K., mantenida a pesar de todos esos métodos de tortura psicológica que se le infligen, digna de ser elevada a la categoría del heroísmo, aunque aquí ese hombre no tenga más remedio que presentarse como un tanto destartalado.

Orson Welles interpreta el papel de un enfermo abogado: enfermo tal vez de su arrogante indiferencia, de su escueto pero engrandecido poder. La extensa residencia en la que vive es el remedo del laberíntico escenario en el que el peso de la Ley recae sobre los seres señalados, atrapados en su capacidad para la desgracia. Abriendo la puerta de una de sus estancias, Josef K.  se topa con un hombre sentado en una cama que lo mira con una desmesurada tristeza. Es Bloch, la personificación del hombre desarmado por una descalificación que asume como absoluta, una impugnación de lo más propio de su ser, y que ofrece el espectáculo de una obscena sumisión que desagrada incluso a quienes la propician. Al personaje de Leni, la secretaria y enfermera de ese ruin abogado, Romy Schneider le sabe dar una impronta del más fresco erotismo que, sin embargo, no prende en unos personajes masculinos apabullados por un desconcierto extremo.

Josef K es acusado de insolencia, porque no tiene miedo de hombre a hombre, porque no admite esa conspiración con la que se pretende instaurar una asfixiante realidad. En su periplo judicial, descubre un mundo oculto en el que residen docenas de hombres acallados, de moral destruida por un incierto sentimiento de culpa. Es el mayúsculo poder de un mundo ilógico el que los aprieta contra su tan involuntaria como cómplice reducción. Y no se salva tampoco la Iglesia de pertenecer a esa red de hostigamiento, sino que, como aportación al terror, exhibe la sombra del supuesto pecado original. Al cura que intenta aleccionar a Josek K., este lo rechaza airadamente, instándolo a que no lo llame “hijo mío”.

Titorelli, el influyente pintor de jueces y odioso abogado, al que ha sido conducido Josef K., solo le ofrece la posibilidad de dos alternativas alcanzables: un aplazamiento del juicio o una “absolución aparente”. Esta última no es sino una condena que consiste en la permanente posibilidad de que sea retomado el proceso. Ese hombre, indudable cómplice del poder, cree conocer a la que identifica como la especie de los culpables: “Para quien tiene cierta experiencia no es difícil distinguir a un acusado entre un gentío inmenso. Tienen un algo especial. Todos nos atraen, incluso una criatura tan repugnante como Bloch”.  Y cuando Josef K., al que no se le escapa ninguna verdadera intención de sus carceleros, se enfrenta a él, este le dice: “Tal vez cambie de parecer. Llevar cadenas es más seguro que ser libre”.

Josek K. no admite esos opresores desniveles en la relación humana: “¿Quién puede decir que un hombre es culpable? Todos somos hombres, unos y otros”. Pero, de alguna manera es atraído por ese poder, lo vemos entregarse inconscientemente a los terribles escenarios. No es conducido a la fuerza. Su detención real solo ha sido la intrusión en su vivienda por parte de dos funcionarios. Todo lo que viene después, todas las abrumadoras estancias que transita, las pisa por su propia voluntad de esclarecer la ignominia con la que ha sido despertado esa mañana, pero lo único que encuentra es una confirmación del absurdo que lo abruma.

Welles conduce un relato fundamentado en lo onírico de una forma perfectamente equilibrada. Por una parte, los escenarios: el techo bajísimo de la habitación en la que vive Josef K, la grandiosidad de los peldaños, de las puertas de los tribunales, la demencia instalada en los ojos de los anónimos acusados, así como, de maneras distintas, en los personajes principales. Pero toda esa potencia expresiva, esa pesarosa embriaguez con la que se mueven y se expresan los personajes, no llegan al extremo de un inoportuno esperpento, sino que se refleja en ellos el concomitante exceso de unas personas sometidas por una irrespirable estupidez.

No hay solución para él. Todo contribuye: el talante autoritario que lo observa, las diversas intrusiones, la afrenta moral, el jefe de la oficina, la patrona, la sospecha, la velada acusación. A Josef K. se le intenta convencer de que no puede dejar de ser culpable, de no se sabe muy bien qué, de hacer las cosas mal o de poder llegar a hacerlas. No es solo la policía, es también cada individual representación del mundo la que lo cuestiona. 

La rebelión de Josef K. se topa con argumentos disparatados. Los diálogos kafkianos conducen a oscuros sobrentendidos. Las reacciones de los demás siempre son inesperadas. Una funcionaria del juzgado, interpretada por Elsa Martinelli, también quiere seducirlo. El sexo se presenta como una propuesta de breve escapatoria, de seductora trampa, como un elemento más integrado en la inexplicable red que sigue apresándolo sin remisión.

La extravagancia, los laberintos sorprendentes conducen a lo que parece una terrorífica infinitud, pero que definitivamente no serán sino el camino hacia la desaparición. Uno de esos hombres grises que lo acucian, le espeta: “¿Pretendes ser una víctima de la sociedad?” Y Josef K. le responde: “No, solo un miembro de ella”. Pero eso es la mayor sublevación, la de intentar ser alguien más que nadie, un ser dispuesto al delicado juego de la libertad. @mundiario 

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