Presentación, en Orihuela, de Consonante materia, de Juan Ramón Torregrosa

El autor, Juan Ramón Torregrosa, junto al presentador del acto, Javier Puig
El autor, Juan Ramón Torregrosa (derecha), junto al presentador del acto, Javier Puig. / Mundiario

Es la idea de la contemplación de lo bello, desde el total descarte de su posesión, eximidos de la perturbación del apego. Es un canto a los inagotables prodigios.

Presentación, en Orihuela, de Consonante materia, de Juan Ramón Torregrosa

Tuve el placer de presentar, en la Librería Códex, de Orihuela, el último poemario de Juan Ramón Torregrosa. El autor leyó algunos de sus poemas, apoyados por diapositivas que mostraban paisajes u obras de arte relacionados con los motivos de los mismos, logrando que la velada transcurriera de forma muy amena. Previamente, yo había leído el texto que transcribo a continuación, en el que hablo de mi acercamiento a estos versos.  

Sobre Consonante Materia

Consonante materia fue mi primera y feliz aproximación a la obra poética del guardamarenco Juan Ramón Torregrosa. Cuando tuve el libro entre mis manos, mi primera sensación fue la de la potente austeridad de la cubierta, en la que se destacaba el sonoro título del libro. Y, luego, al abrirlo, al explorarlo, me hallé ante unas páginas que albergaban unos poemas concisos. Adentrándome en ellos, comprobaba que aquellos escuetos versos, al modo de lo buenos aforismos, podían cumplir con ese propósito de alcanzar lo máximo en lo mínimo. En ellos estaba reducido a unas pocas apariciones lo narrativo, y se iba directamente al tuétano de una sensación que era más que ella misma, conformando una poesía minimalista, cercana al haiku, de una gran intensidad contenida en sus pocas palabras.

Estos poemas, si bien no están ajustados a la normativa de esa antigua composición japonesa, sí que, en muchos casos, se avienen a su espíritu. El haiku percibe las cosas en su “ser tal cual” y sin comentarios. Esta poesía de Consonante materia, en muchos momentos, parece ser heredera de esas tradiciones: “Tardes apacibles / las de septiembre. / Silencio de pájaros, / cárdenos crepúsculos”. En ella sentimos que la naturaleza nos ilumina y nosotros le correspondemos con esa extrema empatía y compasión oriental ante todo lo que vive. Es la idea de la contemplación de lo bello, desde el total descarte de su posesión, eximidos de la perturbación del apego. Es un canto a los inagotables prodigios, a la versátil consumación de los ciclos, a sus humildes y portentosos trabajos. Es maravillarse ante lo obvio y escribirlo sin añadida complejidad, midiendo la escueta exactitud que da luz al lenguaje.

Y es que, cuando hablamos de la poesía de este libro, lo primero que se nos ocurre decir es que “es muy zen”. En el libro, encontramos numerosos poemas que corroborarían esa apreciación. El más claro, sería este que dice: “¿A dónde vamos? / ¿Falta / mucho para la meta? / pregunta el joven monje / al Maestro. / Ya estamos. / Aquí, ahora”. Zen, esa palabra mágica, que se ha vuelto moderna en nuestro ámbito, se ha convertido en adjetivo banalizado, en descripción de lo meramente decorativo, en definición de alguna pose atractiva. Pero, el tema constante del arte zen, es la vida sin propósito. ¿Hay aquí eso? A veces, lo parece. Pero tal vez no sea siempre así. Al menos se intuye aquí una querencia, la de la íntegra emoción, la de la inmanente belleza. También se dice que, en ese arte, la naturaleza se ve como un mundo para sí mismo, desligado, ajeno al hombre. Pero es cierto que, si bien en muchos de estos poemas, lo humano como motivo se ausenta más allá de la propia creación de los versos, en otras ocasiones la naturaleza no puede asumirse sino bajo los esquemas de lo personal.

Los poemas de Consonante materia, por su atención a la naturaleza, me recuerdan a la poesía del prematuramente malogrado Antonio Cabrera, especialmente a su último libro, Corteza de abedul, aunque es cierto que, cada autor, funda una fisura muy personal por la que transgredir las fronteras de lo exterior. Decía este poeta que el poema “es una promesa que no llega a cumplirse”. En su poesía, trataba de tender puentes entre su conciencia y el mundo envolvente. Torregrosa parece intentar también esa comprensión del emplazamiento de la psique humana dentro del universo. Decía Unamuno que “el gran misterio es la conciencia y el mundo en ella”. Hablaba Jordi Doce de “la extrañeza ante el milagro de la existencia”. Esta poesía se mueve en ese ámbito. Como en una especie de mística, se trata de abreviar el camino hacia aquello que está afuera pero que puede reflejar nuestra pertenencia al misterio. Se trata de reconocer ese parentesco.

Se divide este poemario en cuatro apartados con el nombre de cada una de las estaciones del año. Cómo no, el primero es el de la Primavera y encontramos en él los versos más sensoriales. En esta parte asistimos a un insistente canto a la potencia de la vida, un canto que, desde la sencillez, quiere ser digno de ella.

Y, en la segunda parte del libro, con la oscuridad que traen las nuevas estaciones, algunos poemas se desmarcan de esa observación de la naturaleza exterior, y se vuelven hacia el propio poeta, se fijan en las íntimas sensaciones, en los más hondos sentimientos, en los que no hay detalle ni relato sino la misteriosa huella que va dejando el existir. Aquí encontramos al hombre en su soledad, la que propicia la recepción de las respuestas a las decisivas preguntas, unas respuestas que escucha en el silencio: “La música no te acompaña, / te distrae, / te impide / escuchar el silencio. / La pronunciada luz  / que da voz al poema”.

La materia de este trabajo es el tiempo presente, el espacio contiguo, la inmediata prolongación del propio ser. El poeta abunda en la búsqueda de la pureza, en la mirada antigua, anterior a todas las clasificaciones. Los versos, como los poemas, son cortos. No pretenden desarrollar una idea sino describir la captación instantánea, la visión de la eternidad alcanzada en la abierta confluencia entre la realidad y el hombre. Es la gran modestia de lo necesario, la recepción de la existencia como verdad que supera al deseo.

En el otoño, poco a poco, se va incorporando la presencia humana, por delante de la mirada, no ya solo detrás. Y en el invierno llega el tiempo de mirar hacia adentro, de tropezar con otros recogimientos más estériles: “Días, meses sin escribir / sin ver la vida”. Pero también, a veces, se alcanza la revelación de lo obviado: “El mundo / es ancho y diverso. / Misterioso, / fascinante. / También tu jardín”. El ciclo se completa. La bella palabra se acompasa al pausado tránsito de lo primordial.

Me parecen estos poemas un logro de sencillez. Me gustó mucho el título de una reseña del libro que publicó Joaquín Juan Penalva. “Un ejercicio de despojamiento”, decía, y es de ese despojamiento de lo que paradójicamente se visten estos poemas, con ese vocabulario reducido que, fundamentalmente, nombra. El poeta aquí, sin necesidad de decirlo, se pregunta por el misterio, sobre las intenciones de la existencia.

Cada pieza de este libro es un alivio de gratitud, un recorrido por los instantes purificados de establecidas emergencias. A estos versos de Juan Ramón Torregrosa se puede regresar muchas veces, tantas como lo precise nuestra sed de contacto con lo más esencial. Tras su inmediata apariencia de superficialidad, Consonante materia se nos presenta como un poético ejercicio de conocimiento, un pozo inagotable de sonidos escritos, de imágenes que vibran en lo más hondo de nosotros mismos y nos enlazan con lo más sutil, con lo más verdadero. @mundiario

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