El portentoso caudal literario de Miguel Espinosa

El escritor murciano Miguel Espinosa
El escritor murciano Miguel Espinosa.

Son ambos libros diatribas contra un mundo corrupto, contra una sociedad en la que se priorizan las apariencias, la sensación de poder, los sentimientos coyunturales.

El portentoso caudal literario de Miguel Espinosa

Miguel Espinosa es la literatura misma. Sus libros no se terminan nunca. Después de sus Cartas a Mercedes, me he iniciado en su novelística con dos de sus obras: La fea burguesía y Tríbada, Theologiae Tractatus, originalmente publicada en dos partes: La tríbada falsaria y La tríbada confusa. Al leer estas singulares novelas no me he encontrado muy alejado de aquella intensa correspondencia. Y esto es así por dos motivos: primero, por el carácter autobiográfico de estas narraciones; pero también porque, en aquellas cartas, ya se incorporaba plenamente la enjundia literaria del autor.

Son ambos libros diatribas contra un mundo corrupto, contra una sociedad en la que se priorizan las apariencias, la sensación de poder, los sentimientos coyunturales y la irresponsabilidad ante el otro. La fea burguesía es el ácido retrato de una clase social adherida al aire franquista. La narración se desarrolla en concéntricas y renovadas reiteraciones que se mueven en el sarcasmo continuo. Su  objetivo es alcanzar una venganza potente, gozosa, a través de la despiadada descripción de la estulticia que delatan unos personajes que no saben bien —o no les importa— que la tienen. Es una burlesca mirada desde fuera, una atención minuciosa a todos esos pequeños gestos que se muestran obscenamente, cada uno de los cuales contiene el ademán de un ser denodadamente desnaturalizado. Y es que los personajes que forman parte de esa “fea burguesía” son incesantemente lapidados por la implacable palabra del autor, que no se cansa de enumerar lo ridículo de sus atesoramientos consumistas y de ese esfuerzo por pertenecer y ostentar un status social que los emerge de la supuesta insignificancia de la mayoría.

Los personajes de esta novela son hombres —aquí las mujeres son solo venenosas atizadoras o beneficiarias— que esgrimen la listeza de haber alcanzado un salario muy importante que se cuantifica en la equivalencia con los mucho más misérrimos de los despreciados obreros. Miguel Espinosa ahonda también en el trato de sumisión de quienes se consideran menos o necesitan los perentorios favores de aquellos que están por encima, esa actitud que a estos les confirma su superioridad inflamándolos de engreimiento. Pero también queda reflejada la posible terminación de ese estatus respetable. Así lo vemos en el personaje de un antiguo rector, que, degradado por la jubilación y la ancianidad, ya queda igualado a los mindundis.

En todo momento se ponen en boca de los burgueses —especialmente en la de su representante principal aquí, Camilo—, los pensamientos que se traslucen de su pose, aquellos que no tendrían muchos remilgos en exteriorizar: “No olvides que yo soy trivialidad, altanería, vanidad, dureza, interés, tedio, inmediatez, cálculo, fidelidad a lo próspero, mímica, vocablo, vacío, sumisión ante los hechos, conformismo, antipensamiento, mentira, falsamente brillante y enemigo de toda profundidad; en suma, la clase gozante”.

El componente autobiográfico de la novela apenas está maquillado, si acaso barajado entre los distintos personajes y situaciones. Aquí tanto Godinillo, el narrador, como el personaje de Lanosilla equivaldrían al propio Espinosa, y quien ostenta el poder, ese diplomático llamado Camilo, sería el marido de esa Mercedes Rodríguez a quien el autor le dedicara tan prolongada y apasionada correspondencia. Este hombre estirado está siempre dispuesto a vejar a quienes considera irresolublemente rezagados en la carrera de la verdadera aspiración: “Lanosa vive inerme, tú, inerme, y yo, adinerado y protegido. ¿Cómo pretendéis que os llame hermanos?” “Lanosa y tú no figuráis en el reino, careceréis de benefactores, no dais ni recogéis beneficios; en definitiva, sois, como antes dije, la inexistencia”. Por si acaso, este realísimo personaje se defiende de cualquier intento de profunda equiparación: “Algunos afirman que, en el fondo, todas las biografías son igualmente tristes. Acepto sin reparos tal aseveración; pero he de advertirte que no me interesa el fondo de la existencia, sino la superficie, y en la superficie no todas las vidas son iguales”.

Pero no decimos lo más importante de este libro –ni de ninguno de Espinosa- si no hacemos hincapié en la singularidad de su lenguaje, en el que gusta de incorporar tanto sinónimos desusados como verdaderos neologismos. Por otro lado, la estructura de la novela no es lineal, no nos conduce por un desarrollo intrigante, porque no va de la mano del tiempo, sino que ronda incansablemente una situación y la aborda, desde una misma infinita mirada, con siempre milagrosamente renovadas palabras, desde perspectivas diferentes.

Igual que algunos adictos a la Biblia dicen que esta se puede abrir por cualquier página, pues allí vamos siempre a encontrar un mensaje que nos alcance, la lectura de La fea burguesía o de Tríbada, me parecen igual de nutritivas desde el punto de vista puramente literario, tanto si se hace en toda su extensión, ceñidos a su orden establecido, como si aleatoriamente se picotea en ella. Cada fragmento contiene un mundo de intensidad en la palabra pocas veces ofrecido. Ello podría sugerir que no fuera necesario llegar a leer completas estas novelas para tener una idea muy aproximada de lo que nos cuentan, pero también que no es posible prescindir de ninguno de sus párrafos sin rehusar la enorme posibilidad de añadir nuevos minutos de deslumbrante lectura a nuestra existencia.

En Tríbada, muy especialmente, Miguel Espinosa utiliza varios enfoques, diversas voces para sitiar un tema; en este caso, una mujer odiada, Damiana. Pero no, por situar la voz de la novela en distintos personajes, varía el estilo, y ni siquiera, de una manera notoria, su discurso. Se diría que estos hombres y mujeres que hablan de Damiana están confabulados en ese derrumbamiento verbal. Sin embargo, el autor sí se presta al juego de incluirse a sí mismo y lo hace duplicadamente. Por una parte, en ese Daniel, la víctima de una traición amorosa con otra mujer; y, por otro lado, también aparece en el relato con su propio nombre, como remitente de unos textos que Juana transcribe.

En su recurrente ironía, en ese imaginarse visto desde afuera, el autor se cuestiona la pertinencia de esa obsesiva historia que va hilvanando: “Deja ya el caso de Damiana, no sigas en la temeridad que reitera la aburrición. Te han prestado una lira, y, como el tonto del pueblo con su carraca, nos das la tabarra con el mismo tema”. Entre los personajes que se acercan a los reales, está Juana, que vendría a representar a Mercedes Rodríguez. Sin embargo, Juana  trastoca al personaje real; en la libérrima imaginación literaria se hace más cómplice de Daniel, e incluso se siente desechada por este: “Aun me atrevo a pedirte más: intenta reenamorarte de mí, siquiera como método curativo”. Pero, que Juana no es exactamente Mercedes, se ve prosiguiendo con ese continuo juego de las identidades. Sin embargo, aunque no lo sea, este personaje le sirve al autor para reflexionar sobre su relación epistolar, en esa crítica mirada hacia sí mismo: “Algunos de los que me rodean afirman, y no sin mala voluntad,  que si las cartas que para mí compusiste en largos años, hubieran sido dirigidas a otra mujer, resultarían idénticas”.

Esta novela —para mí, aún más lograda que la excelente La fea burguesía—  está repleta de observaciones filosóficas, psicológicas, bellamente expresadas: “Soledad es la congoja de no ser reconocidos por la palabra, por la actitud y, sobre todo, por la mirada de otro”. “Al parecer, somos libres de hacer. Mas, ¿quién podrá escapar a lo hecho?”. “No considero la tristeza desgracia especial, sino paisaje de lo cotidiano y condición de lo vivo”.

Las barrocas formas de insulto a Damiana parecen infinitas: “Lengua ligera y fina, instantánea, casi sauria, de Damiana, en la verija de Lucía: quejido, prisa, ronquido. Rostro calcáreo de Damiana, aspaventado por la caricia de la amiga en su vedija: flautulencias, ventosidades, escapes…” Las formas de nombrarla son también tantísimas que el autor —tal vez orgulloso de ellas y regodeándose en su prolija capacidad ofensiva— las relaciona al principio de la obra.

Para Miguel Espinosa, esta novela, en la que se mal habla continuamente de Damiana, es en realidad una obra que expresa el mundo como él lo ve a través de sus ojos invadidos. Así dice Carmen Barberá, otro de los personajes reales que se incrustan momentáneamente en esta historia: “¿Se puede pensar en el mundo sin Damiana? – nos hemos preguntado. Un maestro de universidad ha contestado afirmativamente, pero nosotros, reflexionando, hemos respondido: puesto que Damiana es mundo, como acabamos de ver, no podemos representar el mundo sin Damiana”.

Tríbada es la expresión de un fuerte odio apenas mitigado por la gracia escritora: “Si la desnucara y la troceara, no me libraría del tósigo que en mí ha colocado, porque el odio no concluye con el ensañamiento… Me aterra comprobar que la vulva fricante me ha vencido”. Y también lo es La fea burguesía. Debemos, pues, estas grandes obras a la acedía crítica, al sufrimiento y al “pasmo” del autor, a la pletórica extracción del caudal lingüístico propiciador de una insana permanencia en la actitud rencorosa. Sin embargo, cuando leemos estos textos, no quedamos atrapados en una novedosa visión funesta de la existencia, sino que corroboramos lo consabido de nuestras tristes y tenebrosas apreciaciones, pero ahora eximidos de la claudicante mudez, acompañando una estética portentosamente liberatoria. El insaciable intento de demolición que es La fea burguesía resulta plausible, especialmente en su interpretación antifranquista. Pero el ensañamiento de Tríbada no se detiene ante lo políticamente incorrecto, y se mueve en lo espiritualmente deficitario. Para ello, no hay justificación sino dolor, potencia de vida fatalmente abocada a los sucesos; no hay maldad sino quejido, perplejidad esencial, creadora contemplación de lo funestamente acaecido. @mundiario

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