En mi origen, yo busco mi destino

Un pasaje hacia Ciudad Mante. / Mundiario
Un pasaje hacia Ciudad Mante. / Mundiario

¿Cómo escribir una historia? Como un desafío y una aventura. Así de fácil es decirlo, pero hacerlo —y con un sentido vital de verosimilitud— es una empresa dura, retadora. 

En mi origen, yo busco mi destino

Ante ti aparece como un portal de ilusiones guardadas en la memoria o reiteradamente imaginativas, ya que parte del acto creador es la invención. Pero ¿imaginar e inventar qué? Tal premisa es el reto, un castillo en la cima de una peña o una cueva al fondo de una cuenca donde nace el agua. Abro un paréntesis: es, precisamente, en este instante en el que la hora marca el término de la tarde cuando toca el turno de contar una historia. 

Viajar hacia un sitio es vuelta al origen. Li-Young Lee, el gran poeta estadounidense, escribió y dejó constancia de este asunto en un poema, donde dice “En mi origen, yo busco mi destino”. ¿Quién no recuerda los colores de la infancia y desea recuperarlos, visitando otra vez en el presente aquellos lugares donde se forjaron los huesos?.

Viajar es como tejer, tejer es como contar, vas recorriendo el camino, el gancho te guía por el estambre, como la vida te guía por la historia, tu historia, la de otro, la de otra; de pronto, la gran aventura aparece: el café restorán del Hotel Mante. Se gestan en el útero las palabras, ¿dónde nacerán en este día de abigarradas nubes? Desconozco el camino, voy porque es el único sueño, voy porque entre álamos y nogales la mirada ausente del pájaro canta, voy porque el día es más poderoso que la noche. Un universo, como puñado de estrellas vestidas de mañana en un restorán, come el desayuno. Frente a frente, las palabras se desnudan. El lenguaje se deshace entre el café y las manos que lo sirven. Una nube de voces se eleva en el ambiente, yo respiro la mañana… voy latiendo cada sorbo del café en los espejos de un café, afuera los pájaros hacen fiesta entre las oníricas ceibas. No hay silencio en esta mañana, que al tiempo es la tarde y es el mediodía, un mediodía absorto entre el folclor de las calles y el olor a pez del mercado municipal. Soy pasajero en este día, abordo las manecillas del reloj y recorro los números del uno al doce, de súbito enciendo mis pestañas y me doy cuenta que el tiempo aquí no pasa y que este día será igual al siguiente si esta pluma con la que escribo no hace su trabajo.

Levanto la taza del café, sorbo el líquido, pasa por mi garganta, llega a mi estómago y, de pronto, la mirada de un tigre aparece en la ventana. Se trata del tiempo, esa cosa que no vemos nunca y nos rasga con su velo de candente fuego. Enrique con su rostro de gigante y manos de ciruelo, mi tía Cruz con su mirada de caña y carcajada extensa, mi Madre y su fortaleza como la de un almendro, Teresa y su voz de relámpago amoroso y yo, con mi pausa eterna en la voz, asistimos al gran almuerzo, los meseros sirven cada plato con la maestría de alguien que sabe su oficio, el olor de los huevos a la mexicana enerva nuestras narices, mismas que traducen en un pispás nuestra naturaleza animal, que se maquilla con el uso de los tenedores y las rubias tortillas. Entre voces y murmullos, el almuerzo solventa conversaciones retenidas, aflora memorias que suenan a un requinto añejo pero a la vez estridente. De aquel instante una pequeña muestra de lo que puede ser el paraíso en el diálogo y la risa, entre las miradas y el continuo servir del café para llenar las tazas, aunque ¿por qué no decirlo?, los huecos que van acumulando en la vida y solo pueden aliviarse con la conversación en familia. 

Hay grietas que el tiempo allana, pero también un viaje las renueva. No sé si te haya sucedido, pero en estas líneas solo pretendo que la claridad del lenguaje me ayude a resolverlas usando aquella línea de una vieja canción: me verás volar por la ciudad de la furia, donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos. Ahí viajo todos los días, con paso firme, despierto y desnudo de mente, sin confusión, desprotegido, porque si yo vuelo a la poesía, que es mi lengua materna, tengo que ver a través de la niebla, no extrañando ningún otro sitio. Cada puerta, cada ángulo de las esquinas inconclusas de la ciudad es un pasaje silvestre a otro sitio, ese lugar donde residen los poemas, como en el rostro de las personas que no volveremos a ver, aquellas con las que cruzamos miradas al caminar en las calles y que sabemos tienen una historia, que saben tenemos una historia, un lugar al que regresaremos y haremos vida, nos sentaremos a comer, dialogaremos, discutiremos, o nos quedaremos ausentes, o lloraremos sin que ninguna otra mirada más que la de nuestra conciencia nos vea; porque las claridades nos vienen en momentos decisivos e inciertos, a cualquier hora, incluso en las sombras de una noche fugitiva donde los rostros del día aparecen en las manecillas de los segundos, clavándose en los párpados, en silencios ahogados que miran los acertijos de la conciencia, y en donde viene la pregunta ¿este viaje hacia adelante que marca la vida es también regreso a los instantes que más hacemos perdurables, aquellos que nos hacen gozar, pero también sufrir? 

Hace días tuvo un pensamiento. Cuando lo pensé, caí en un momento aterrador: con aquellas personas que conocemos hacemos un lazo y de nosotros depende si lo reforzamos o lo cortamos. Aún más allá fui en este pensamiento y agregué: estar con una persona es un compromiso infinito que dura más allá de la muerte. El deseo y el futuro me cayeron de golpe, es cierto, las elecciones son duras, pero también conmovedoras. Por esta razón, la familia es un acto poético, duele, como elegir a una esposa y encarar la vida con coraje. Esto es lo que me me he llevado del viaje, lo que he conocido y reconocido, lo que me guardo en el bolsillo y lo canto en este atardecer donde la palabra me alimenta los sueños y la voz de mi familia es como un rumor en mi cabeza, un barullo sano y caluroso, que sabe a tizne y café, al aroma del cigarrillo en una tarde de invierno. @mundiario

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