Nadie sabe: la minuciosa sensibilidad del director japonés Hirokazu Kore-eda

Fotograma de la película "Nadie sabe" del director japonés Hirokazu Kore-eda
Fotograma de la película "Nadie sabe" del director japonés Hirokazu Kore-eda.

Cada imagen de Nadie sabe aporta un relevante ángulo, un mínimo hecho que, sin embargo, adquiere una gran significación

 

Nadie sabe: la minuciosa sensibilidad del director japonés Hirokazu Kore-eda

Nadie sabe (2004) es una de las más potentes películas de un director, Hirokazu Kore-eda, que, en los últimos tiempos, ha seguido dándonos obras muy valiosas, pero tal vez ya menos genuinas, más equiparables a esquemas menos sorprendentes. La virtud principal de este autor, la elocuente minuciosidad con la que describe el sentir de sus personajes, requiere de una contenida poética que, en películas como esta, logró de forma prácticamente absoluta.   

Nadie sabe nos introduce en un mundo de la infancia inusual para nuestro entorno edulcorado. Kore-eda se basa en un suceso real e introduce en él apenas cambios en los hechos acaecidos, a la vez que imagina los rasgos y las acciones de esos cuatro niños protagonistas que no son los receptores de los cuidados, de la compañía y los mimos de unos padres entregados, sino que padecen la incuria de una madre inestable, propensa a fatídicos amoríos. Sus hijos lo son de diferentes padres, a cuál más desapegado e irresponsable. Son meros accidentes sexuales, una carga de la que finalmente ella se desentenderá. El hijo mayor, de doce años, Akira, ha tenido que madurar anticipadamente. Los menores consienten una vida anómala, de encierro en la casa para no delatar, ante la burlada casera, su situación irregular. No asisten a la escuela, viven escondidos porque temen que los organismos sociales puedan hurtarles su cálida unión.

Lo que vemos en estos niños es su impronta infantil, esa forma propia de movimiento, ajeno a las estratégicas evoluciones de los adultos, pero matizada por cierto orden exclusivo, por algún imprescindible rasgo en su situación, como la paciencia o una precoz responsabilidad. Permanecen unidos por un aprecio limpio, por una asunción de las limitaciones que los salva de sentimientos frustrantes y de tentaciones pendencieras. Se nota que Kore-eda ha dejado a esos niños moverse por sí mismos, que ha suspendido en parte sus tareas directivas para aprender un poco de la improvisación infantil, de ese temprano estado del hombre difícil de penetrar del todo desde afuera, desde ese lugar en que ya se han disuelto los primerizos mecanismos y la memoria es escasa e incierta. Vemos a los niños, pero sin poder penetrar su piel infantil; a tientas interpretamos sus sentimientos, que simplificamos para creer que los podemos entender, aunque intuimos que guardan una complejidad muy intensa, apenas provista de las argumentaciones, de las justificaciones que les añadimos después.

La mirada de Akira expresa una visión atónita, detenida en una vida que pasa distinta para él, desplazada de lo común, de aquella en la que los demás confluyen sin necesidad de ocultamiento. Su contacto con el mundo que debiera ser el suyo, el de las familias decentes, el de los colegios normalizadores, es inexistente. Las amistades que ocasionalmente hace no resisten comprobar la sordidez en la que vive con sus hermanos. Solo una colegiala que conoce, que también parece extraña en el mundo, se atreve a atender sus sentimientos más puros y acaba acompañándolo en los momentos más difíciles.

El niño vive revestido de soledad. La siente ante sus hermanos más pequeños que, pese a que respondan a sus instrucciones, son aún incapaces de tener una amplia visión de lo que les ocurre como la que tiene él, por lo que no puede compartir con ellos su secreto desamparo. Akira se enfrenta a un mundo de adultos que lo ve como un niño aún, sin saberlo adivinar en su responsabilidad tan grande como la de ellos. Quisiera encontrar un trabajo pero la sociedad se lo deniega, pues se atiene al nivel de legalidad que indica su rostro imberbe. Extrañado, solitario y triste, vaga por el barrio, despierta algunas simpatías y solidaridades clandestinas. Su vida transcurre en el vacío, entre el secretismo que necesita y la indiferencia de una sociedad que no solucionaría adecuadamente sus problemas. Así se va fraguando una tragedia, en esa orfandad inexpresiva, que algún compasivo ciudadano intenta paliar en sus carencias de supervivencia, pero que nadie denuncia como forma inadmisible de ciudadanía. 

La madre es la mujer irresponsable de sus errores, de sus sucesos. No quiere esclavizarse en unos hijos, sustituir la figura de unos padres insensibles, hombres que solo lo fueron para eyacular el germen de su inhumanidad. Akira contempla entristecido el mundo de quienes debieran ser sus compañeros, la acogedora normalidad de los colegios a los que quisiera asistir,  pero su madre se lo impide.  

Con los meses, la situación empeora; también porque Akira incurre en algunas tentaciones. Necesitado de relacionarse, gasta dinero en videojuegos, desatiende los pagos de la luz, del agua, del alquiler. Su madre se fue definitivamente, cree él. “Tengo derecho a ser feliz”, le había dicho la última vez. Los niños, primero engañados y luego superados por la insistente realidad, realizan un gran esfuerzo de resignación. Su comportamiento tal vez pueda tacharse de inverosímil. Hay múltiples gestos que denotan en ellos una bella sensibilidad, como ese de recoger semillas y plantarlas en su terraza, regarlas gastando la poca agua de la que disponen, recogida en la fuente de un parque. Y todas sus actitudes internamente solidarias. 

En sus salidas, seguimos a Akira caminando entre el flujo de la gente normal. Nadie sabe, y los que lo intuyen, no quieren terminar de averiguarlo. Pero el niño anda por la calle cargando con la gravedad de un silencio al que no añade una tentadora desesperación. En el interior de la pequeña vivienda, cada vez más deteriorada por tanta continua presencia, por tan concentrada actividad, cada sucesivo plano muestra un genuino retrato de ese desguarnecido vivir.  

Cada imagen de Nadie sabe aporta un relevante ángulo, un mínimo hecho que, sin embargo, adquiere una gran significación. Y el largo metraje, la morosidad de la acción, se justifican en esta gran película como pocas veces, rebosan de inteligencia sensible, de sutil aproximación. Cada segundo nos ha mantenido muy adentro de un mundo doblemente aparte: el de la infancia y el del abandono. Y hemos sentido su gracia y su dolor, esas difíciles vivencias que a veces ocurren ocultas, desdeñadas por nuestra indiferencia. @mundiario 

 

 

 

 

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