Muñecas de Brasil: Un cuento mágico

Muñecas de Brasil. / Mundiario
Muñecas de Brasil. / Mundiario

Hacía mucho tiempo que ya no jugaban con ellas y las muñecas yacían abandonadas con esa tremenda desfiguración que presentaría un indiecito caído de un árbol... / Relato literario.

Muñecas de Brasil: Un cuento mágico

Hacia el norte de Brasil, en una región en que el río Negro se convierte en barro y chocolate, encontré una vez una aldea perdida entre la selva en la que había muy pocos hombres.

“Marianvá y Viara” eran ya  mujeres muy viejas, tendrían por lo menos la edad de veinte años y habían estado juntas desde tanto tiempo atrás como podían recordar. Las dos eran tan poco agraciadas que no corrían ni siquiera el peligro de ser ingravidadas por los botos, que como todo el mundo sospecha entre los riberinhos, viven en una portentosa ciudad en el fondo del río, a la que suelen llevarse sus conquistas.

Por todo esto probablemente, ninguna de las dos mujeres había conocido jamás a un hombre en el sentido bíblico de un cristiano y sus únicos amigos eran dos muñecas de trapo y pajas de guano, tan gastadas y viejas que ya no daba cariño cogerlas.

Les habían puesto unos nombres curiosos –Cunhantá y Samambaia–, que las hacía parecer mágicas, pero hacía mucho tiempo que ya no jugaban con ellas y las muñecas yacían abandonadas con esa tremenda desfiguración que presentaría un indiecito caído de un árbol, con el cuerpo ahíto y desvencijado. Abandonadas así a su desamor, aquellos trapos inanimados decidieron urdir un plan para sobrevivir en medio del mundo solitario y cruel, en el que se encontraban tan indefensas.

Seguro que no por casualidad en cierta ocasión pasó por la aldea un hombre muy viejo también, que probablemente alcanzaría los treinta años. Era un viajero solitario que recorría la selva llena de peligros en busca de “resina” o “borracha”, ese caucho que se consigue ordeñando a los árboles para fabricar ruedas para los coches.

Aunque los tiempos ya no eran tan gloriosos como en la época en que pudo construirse el gran teatro de Manaos, dónde según cuentan llegó a actuar el mismísimo Caruso, este trabajo, aún permitía al viajero ribeirinho, como le habían llamado desde siempre, buscarse la vida por su cuenta y vagar solitario entre los bosques, que era la vida libertaria que el siempre había deseado, pero teniendo especial cuidado de protegerse de las picaduras de la tarántula y especialmente del ataque de las terribles onzas astutas, comedoras de esclavos de los portugueses en otro tiempo.

 Cierto día, fuera ya de la estación de las grandes lluvias, llegó como os decía, el viajero ribeirinho a la aldea donde vivían las dos amigas. Era una de esas mañanas que uno tiene verdaderas ganas de vivir y todos los habitantes de la aldea se bañaban, jugando bajo una cascada. El hombre se escondió tras unos arbustos para poder observar a su antojo aquellos cuerpos dorados por el agua. Las lapas de colores como el arará y los periquitos cantarines de Maracaná, alegraban la escena de tal manera, que durante un largo instante deseó quedarse allí para siempre.

Aquel hombre voluntarioso y solo, consiguió, empleando toda su mundana experiencia, que no era mucha, que las dos mujeres le acompañaran a beber y a probar un poco de ayahuasca hasta quedar todos profundamente dormidos. Pero antes de que esto sucediera y cuando las risas empezaban a descontrolarse, el hombre les confesó entre risas  que apenas había conocido mujer y como su vida era tan solitaria en la selva, tenía miedo de dejar este mundo sin descendencia, cosa que él consideraba una deuda moral con la naturaleza, para que la vida en el mundo pudiera permanecer tan completa como ellos la habían encontrado al llegar.

Tanto insistió el forastero y tanta era la flojera de espíritu y la risa suelta, que aquellas mujeres decidieron considerar la oferta. Se miraron una a otra con la antigua complicidad de los buenos momentos y, después de echar una triste mirada a las dos viejas muñecas que siempre estaban a su lado, decidieron entregarse sin más miramientos al viajero desconocido. Al fin y al cabo, aquellos trapos gastados y manoseados de caricias tan tristes, eran la única familia con la que iban a quedar para siempre si seguían así.

Pasaron unos días y se disiparon los efectos de la droga. Aquel hombre siguió su camino haciendo a las mujeres un par de regalos, agradecido como estaba. Una piedra verde a cada una, de aquellas que muy rara vez encontraba en sus andanzas. Deslizándose por el río, iba tan contento consigo mismo que se sentía poderoso y elegante como ese pájaro que llaman “príncipe negro” que ahora sobrevolaba su canoa de vez en cuando, como un ave del paraíso.

Viara y Marianvá no estaban tristes al ver crecer cada día sus vientres con la semilla del forastero. Es más, estaban tan contentas con lo que iba a venir, aunque fuera con un poco de retraso, que tenían totalmente olvidadas a sus pobres muñecas de siempre, que ahora yacían ocultas en un rincón, espatarradas y grotescas como el cadáver de un macaco derribado con cerbatana.

Transcurrió el tiempo establecido por la naturaleza para estos asuntos y un buen día las mujeres viejas de la aldea, ayudaron a Viara y Marianvá a traer a este mundo, es decir, a la selva verde y profunda donde el río negro hace meandros y hay habitantes que tienen amores con los delfines, a dos preciosas criaturas, a las que pusieron de nombre Cunhantá y Samambaia. @mundiario

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