Tres muestras de buen cine español, cosecha de 2018

Barbara Lennie y Susi Sánchez,  protagonistas de La enfermedad del domingo
Barbara Lennie y Susi Sánchez, protagonistas de La enfermedad del domingo

Estas tres películas (La enfermedad del domingo, Petra y Quién te cantará), cosecha de 2018, curiosamente, tienen bastantes puntos en común.

Tres muestras de buen cine español, cosecha de 2018

Los días lluviosos de la última Semana Santa me confinaron en mi hogar, y ello fue felizmente, entre otras cosas, por las cuatro magníficas películas que vi. Tres de ellas eran españolas (la otra, maravillosa, japonesa, fue la revisión de Primavera tardía, de Ozu).

Estas tres películas (La enfermedad del domingo, Petra y Quién te cantará), cosecha de 2018, curiosamente, tienen bastantes puntos en común. Son penetrantemente tristes, hasta llegar a la tragedia. Las protagonistas principales de la primera y la tercera películas son mujeres.  Bárbara Lennie actúa en las dos primeras y en ambas su objetivo es recuperar a la madre o al padre tras una vida de separación. En los tres casos, los personajes se han evadido de la gran ciudad y se recluyen en la montaña o en la costa para vivir su verdad. La realización está muy medida, hay una excelente fotografía, unos planos afinados y contundentes, todo ello muy pertinente para crear una atmósfera dramática envolvente, también con una música minimalista que subraya la vivencia más personal frente a las ráfagas de pop que expresan una realidad más externa. En las tres historias el mal ha actuado con gran fuerza, pero, en algunos casos, este admite la redención de sus ejecutores o de sus víctimas.

Empecé por la que muy probablemente sea mi favorita, La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar. Una película perfecta en la continua sucesión de planos serenos, desveladores, extraordinarios; en las grandes interpretaciones: genial la de Susi Sánchez; magnífica, como siempre, la de Bárbara Lennie. Las primeras imágenes transcurren por un bosque y se detienen en dos árboles centenarios, tan irremisiblemente cercanos como separados. Lo que viene después es un sutil adentramiento del espectador en una relación que empezará por ser violenta, incómoda, formalista, arriesgada, y que, separada de la sociedad, en su pureza, acabará siendo sagrada.

Una hija va en busca de la madre que la abandonó a los ocho años. Es una mujer burguesa, mientras que la hija es una joven desesperada que, en principio, oculta sus cartas. Pronto se verá que tiende al gesto espontáneo del reproche, al pequeño ejercicio de la venganza. Ha invitado a esa madre perpleja a pasar unos días con ella, lo que ha desatado todas las alarmas, ha puesto en acción a los abogados. Lo que ella le ha propuesto es algo inconcebible para quienes se mueven en el mundo de lo material, de la desconfianza, de lo utilitario.

Susi Sánchez compone un impresionante rostro de piedra transparente hasta el alma. Bárbara Lennie se mueve en su ser desastrado, ajena a cualquier deseo de imagen que no sea la de una rotunda verdad. Las dos son profundamente infelices de maneras distintas. La madre, desde el agotamiento de un querer más infinito y la insatisfacción perpetua; la hija, porque achaca su vacío a la espera de lo esencial, de lo perdido, del amor maternal. Una ansiosamente buscaba más allá de todo lo mucho que había encontrado; la otra, vivía desnortada, a la espera de recuperar el calor su vida temprana.  

Pasan las horas, los días, en esa casa aislada, que es refugio frente a todo lo superfluo, un lugar en el que no es posible esquivar lo esencial. La madre empieza a ejercer ese papel que abandonó. Paulatinamente, ambas van venciendo las propias y las contrarias resistencias. Pero no es fácil, sobre todo para la hija, que si luego le dirá a su madre que hacía años que la había perdonado, ahora aún brotan de ella reproches, pequeñas malignidades con las que pretende escenificar un espejo en el que su madre se vea como una mujer que no merece la impunidad, sino saber hasta el fondo su culpa.

Todo ello lo seguimos a través de una sucesión de bellos y profundos planos, imágenes nítidas de sobria originalidad. Fotografía que capta la escueta concentración de la luz. Película sobre el amor y sobre la muerte, historia extremada pero sin excesos. La recuperación de un amor, su reconstrucción, partiendo de un tiempo equivocado; su reparación urgente, agolpada en la intensidad, en la nueva atención.

En uno de esos momentos de mirarse inquisitivas, la hija estalla, le lanza a su madre un objeto que da en su frente y le produce una escandalosa herida. Inmediatamente se arrepiente, se asusta, pide perdón. Pero la madre no se indigna, no se inmuta sino en su entregada conmoción. Tal vez siente esa agresión como merecida, como necesaria para alcanzar, desde esa nueva serenidad, un alivio, el ligero vislumbre de su redención. Esta le llega en la durísima pero bella escena final, en la que se funden el amor y la muerte.

Petra, de Jaime Rosales, es una historia que nos va calando lentamente. En los diálogos prevalece la naturalidad, lo sobrio en los gestos. La cámara se desplaza continuamente recorriendo las estancias, cruzándose con los rostros. La historia va adentrándose en episodios cada vez más oscuros. Aunque ya desde el principio sabemos que Petra (Bárbara Lennie) no ha llegado a un lugar acogedor. La recibe la esposa del escultor (Marisa Paredes), una mujer que reconoce lo deslavazado de las relaciones que tiene esa familia. A su marido pronto lo conocemos como a un hombre sin escrúpulos, inmisericorde, que se jacta de una moral de señores, que justifica el vil ejercicio de la superioridad. El drama que se desarrolla en torno a él es, sin embargo, el de quienes no se atreven a enfrentarse a esa impiedad. Así el de ese hijo que lo odia, que lo mataría, pero que —como le espeta su padre, desde la arrogancia de su maldad— “no tiene cojones para hacerlo”.  

Lo más original de la película es —junto a los sutiles movimientos de la cámara— ese trastrocamiento del orden de los capítulos. Vamos sabiendo cosas importantes, muy graves, pero, de pronto, el siguiente capítulo nos muestra un momento anterior, y contemplamos a esos personajes desde la inminencia de su drama, sintiendo que no les podamos advertir. La película juega con varias elipsis que postergan momentos decisivos hasta su posterior deducción. La trama nos seduce con ese sesgo de tranquilo y penetrante terror.

Se ha dicho que Quién te cantará, de Carlos Vermut, es una película de visos almodovarianos, y me parece que así es, con esa estética que mezcla lo moderno y lo frío con lo plenamente popular. Su historia es tan triste como la de las otras dos, como el rostro de Najwa Nimri en su inerme expresión, como el sufriente de Eva Llorach, como el de la contrariada Carme Elías. Es una tristeza plenamente melancólica, no como el de Natalia de Molina que está hecha de una sombría agresividad.

La película se mueve entre la gélida suntuosidad y ese contrapunto que es el violento domicilio donde esa madre soltera y su tirana hija malviven. En ese vulgar apartamento, se desarrolla la mejor, la más ardiente escena, en la que la intensísima y reconcentrada expresión de Eva Llorach rompe moldes de interpretación y avanza hacia lo sublime. La trama es compleja porque hay un continuo juego de espejos y de identidades. Pero lo que irrumpe aquí, como en las otras dos películas, el origen de todo es una conflictiva doble relación entre madres e hijas. @mundiario

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