Mi verdadera patria

Ingenio Mante
Ingenio Mante

Hoy hablaré de mi patria, de mi verdadera patria, que no es México, se trata de un lugar entre montañas de verdinegra solapa de verano y copiosa agua que nace de la roca. Hablo de El Mante, mi tierra, donde me arraigué en la entraña y no puedo escapar porque mi imaginación y la suya tienen la estructura molecular de la vida.

Mi patria es una ciudad pequeña, pero el mejor calificativo será decir "pueblo bicicletero" (a mucha honra). Un río cruza su fértil tierra, un río hecho de tiempo, pájaros como gorriones, urracas y algunos buitres; y bagres, sapos, víboras y ánades que se asoman entre la maleza mientras beben el aire.

Mentira es quien dice que no pertenece a ningún sitio, porque de hecho somos origen de algo, de una tierra y un sol; de una pizca de soledad o la vecindad de la esquina. No es lo mismo crecer en la frontera desértica que crecer entre la vegetación selvática. Nada más cierto que aspirar el aroma de las flores después de caer la lluvia, jamás será lo mismo en otro sitio, porque mi pueblo tiene mucho de curioso y algunas gotas de extraordinario que rayan las paredes de personajes como estatuas animadas.

No pido más que eso, tan solo calles embutidas de personas y olor a pescado en la mercadería, la plaza principal que jamás envejece, parece un retrato que ni el tiempo percute. De la gente, ¿qué puedo decir? Ciertamente no conozco a todos ni a pocos, conozco a los que han pasado por mi vista y he estrechado la mano; desde luego que sinnúmero de caras han cruzado frente a la mía.

¿Qué más puedo decir de mi pueblo? Árboles de almendro y guamúchiles asomando sus ramas entre los cables de luz. Aún en verano, cuando el calor es más agobiante que una caldera hirviendo, el fuerte aroma del Ingenio azucarero acompaña los pasos de quienes acostumbramos caminar, haga frío, llueva o el calorón queme los párpados. Porque eso es lo que sucede con el calor, te sobrepasa y entra en los recovecos del cuerpo como una navaja invisible. Más allá de esto, mi pueblo no cambia.

Tengo en este momento treinta y seis años y mira que las cosas son iguales: las mismas calles, las mismas puertas; los techos de lámina, los crotos rojizos y amarillentos en los patios, con los redondeles de tierra y piedra volcánica alrededor de los troncos; el morado de los mangos bola; el pitido del Ingenio a las tres de la tarde, los trabajadores, asoleados y sedientos, embargados por la brasa caliente del verano en el rostro, que salen de la fábrica en las bicicletas balonas; cada persona es la misma, transcurren los años y son los mismos rostros que conocí en la infancia, con ciertas arrugas acomodadas en los ojos y las sienes; pero hay algo que en ellos no envejece: son los ojos. Uno puede ver directamente y te reflejas ahí, son como comunicadores de otra época. Es extremadamente raro lo que te estoy contando, pero del todo cierto. Si alguna vez llegas a ir a El Mante mira bien, pero fíjate bien en los ojos de la gente y verás que no miente: hay un universo callado.

¿El Mante está lleno de ensoñaciones? Sí. Un lugar para algunos desprovisto de riqueza, vida y civilización; para mí no es así. Uno tiende a ver las cosas como son, pero también como debieran ser: yo las veo como me ha ido en la feria, dicen. Salve decir que mi pueblo sabe a pan a las cinco de la tarde, a café con leche y a aguamiel con tepache.

También salve comentar que crecí entre árboles de mango, ceibas, álamos, eucaliptos, mezquites, tamarinos, ciruelos y almendros, entre muchos otros. Nací una madrugada de septiembre y estoy convencido que aquella noche ululó una lechuza, surcó las nubes y echó su temeroso chiflido. Entonces surge la pregunta, ¿La vida no cambia a uno, o sí? No lo sé, no soy filósofo. Solo sé que al estar caminando por las calles de mi pueblo compruebo que no pasa el tiempo. ¿Y cómo no será así si aprendemos a hablar y caminar bajo un mismo cielo y una misma tierra? Curioso caso será de quien afirma una vida universal sin conocer la profundidad de la casa donde creció ni las palabras que fue aprendiendo. Yo, por ejemplo, hice mis primeros pasos en las calles, caí y tuve la inoperancia de no saber quién dicta las leyes; aún así quise correr y volví a caerme. Pero antes aprendí a hablar desde el vientre, oyendo a mi madre cantar ciertas canciones de cuna durante el embarazo.

Como ejemplo, los cañaverales se despeinan con el chifloneo del viento, bambolean de un lado a otro, el agua se agrieta, patos, tortugas y garzas posan la mirada en el aguijón líquido del sol, tres de la tarde y el ingenio azucarero hace sonar su estómago con un sonoro pitido que hace estremecer el aire…Palabras que no son palabras, son emblemas de una tierra que es mi pueblo y es una memoria hecha lenguaje. Realmente si uno se pusiera a pensar en todas aquellas palabras que se han escrito y dicho en un pueblo, ¿cuánto sería en cantidad? Valdría la pena imaginarlo, no hacerlo, porque es una tarea que no me concierne; pero de hecho imaginar sí: esa es la riqueza de mi patria. Aunque no sea la más "moderna" ni tenga todas las calles pavimentadas, así es y la realidad indica que ha estado gobernada por terratenientes y señores caciques corruptos, ¿qué hacer con esto? Es un tema aparte, pero sabemos que existe y existirá; yo me remito a hablar de lo puro y esencial, ese es mi trabajo, no de la guerra ni de los ruiseñores malvados. Mi patria, ¿qué es? Un lugar, una acotación en el olvido, una nota al pie de página en la historia de los triunfadores, y un largo texto de los vencidos, de los marginados, ¿así somos? Huastecos, de carácter dispar y folclórico. Ciertamente amantes de la comida y de las reuniones, si tenemos una vida nada más, ¿por qué poner la mirilla en lo cretino? No, un mantense como yo no hace eso, solo contribuye a vivir en este camino con su piececita de maíz y albahaca, entre los cañaverales que rozan el aire con sus espigas de fuego alumbrando la noche como una gran antorcha entre la cañada. ¡Qué diera yo por el olor de la caña quemada!

Uno se convence mientras pasan los años que no solo se trata de deambular por la vida pensando en enriquecerse, violentándose el alma por parir dinero —finalmente eso es efímero y banal— con mortificaciones de carácter gratuito y exponerse ante una realidad cada vez más injusta, porque de hecho, si uno lo mira bien la vida es injusta para la gran mayoría si se trata de dinero, pero no si se trata de riqueza de alma y espíritu.

El pueblo sabe que lo más importante es la tranquilidad de una casa y un buen bocado, dormir, roncar a lo ancho y lo profundo, despertar una mañana de primavera y comprobar que la vida sigue su curso, haciendo el camino en el camino, cada vez más benéfico si nos aplicamos hacerlo, y menos egoísta si queremos. Por último, lo cierto es que mi nombre es Luis Javier Estrella, nací en El Mante, tierra de luceros, y me dedico a escribir poesía porque en mi tierra hay eso que llamamos honestidad melancólica. Todo me sabe a eso, y no lo puedo mentir. Así de sencillo, tengo agua en el corazón, tengo tiempo en la piel, tengo una esposa que no es de mi tierra, pero cada vez que va surge en ella un amor más noble por mi pueblo, y también tengo en mis ojos barro para untarme cuando estoy triste; melón para alegrarme y un café y un cigarro para quedarme en una ensoñación eterna. @mundiario

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