María José Llergo, algunos la llaman Venus

Foto: Miguel Triano
Mujer. / Miguel Triano
"La Luna se hizo cuchillo y en su pecho se clavó, manchando de rojo sangre su vestío de algodón; con ella se la llevó, la hizo su compañera… Algunos la llaman Venus pensando que es una estrella". Con estos versos tan lorquianos y tan poderosos arranca María José Llergo (Pozoblanco, 1994) en su Niña de las Dunas dejando boquiabiertos a melómanos de toda condición y afición.

 

María José Llergo, algunos la llaman Venus

La Luna se hizo cuchillo y en su pecho se clavó, manchando de rojo sangre su vestío de algodón; con ella se la llevó, la hizo su compañera… Algunos la llaman Venus pensando que es una estrella. Con estos versos tan lorquianos y tan poderosos arranca María José Llergo (Pozoblanco, 1994) en su Niña de las Dunas dejando boquiabiertos a melómanos de toda condición y afición. Corrió de boca en boca la noticia del nacimiento de una fuerza inmensa, telúrica, como recién salida del mismísimo barranco de Víznar donde Federico se unió a la tierra. 

Los focos que siempre deslumbran y confunden han tratado de ubicarla en cajones que le son ajenos, navegando en un mar de tópicos y de preguntas de las que ya sabemos la respuesta, pretendiendo poner etiquetas sin entender que lo importante no siempre está al alcance de la vista.  Pero cuando el ruido cesa por un instante y alcanzamos a distinguir las voces singulares es cuando empieza a emerger de una manera más nítida la esencia de María José Llergo. 

Siguiendo la senda de Saint-Exupéry, María José Llergo es semejante a cien mil muchachas que cantan, y sería una voz más. Bella, pero una más. Pero cuando apartas las etiquetas y te lanzas al vacío de su arte, comienzas a tener la necesidad de escucharla una vez más, de comprender, de compartir esas penas negras que ha hecho sanar su primer trabajo. Entonces se convierte en una voz única, en una voz propia. Las felicidad estará en las pequeñas cosas, pero también en las tristezas más duras. Golpes de escardillo en la tierra que traen el sonido de lo amado, pero también de la añoranza de lo perdido. 

La niña Maria José Llergo nació y creció en una calle con nombre de poeta. Federico le llamaban. Y le hablaba a la misma Luna y al mismo cielo que le hablaba la niña en Pozoblanco, porque como ella dice, no es más que un cristal que deja pasar las voces del pasado. Algunos la llaman Venus pensando que es una estrella, canta con esa Luna que se hizo cuchillo clavada en el pecho. 

Canta con la modestia de quien sabe que el flamenco es infinito y que ni las más grandes tenían en su garganta todos los palos. Conversa en las noches de lágrimas con los poetas y en su dolor aprendió a respetar el valor de cada palabra, esa magia del verbo capaz de convertir apenas dos versos en bálsamo que aleja las pesadillas que atormentan mil lunas. 

Sonríe. Siempre sonríe. Sigue sonriendo. Se muestra diáfana y cristalina mientras trata de disimular la herida. Sana y canta. Sonríe a quien piensa que el camino fue de pétalos de rosa mientras esconde en su mano apretada las espinas. Seguirá sonriendo aunque sus canciones nos vayan guiando hacia las profundidades del alma, allí donde habita el arte y los significados andan siempre esquivos tras los símbolos. No hay rosa sin espinas y no hay cante sin dolor. 

Ahora comienza otro camino de brasas por el que debe caminar descalza buscando su ubicación, su espacio y su voz propia. Dentro de unos años sabremos si estamos ante una estrella o fue sólo un espejismo, pero no hay que tener prisa por saberlo. De momento, Sanación tiene el poder de acercar el horizonte y sacar de hasta los rostros más duros una pequeña lágrima. Nadie bebe tu agua, nadie conoce tu credo, nadie sabe a dónde llevan los cantes que llevo dentro, nadie puede parar el tiempo. Amén. @mundiario

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