Maria Callas: ascensión y caída de una mujer obstinada

La soprano Maria Callas
La soprano Maria Callas

Como artista, era una preeminencia, una posesión, un pedestal; como mujer, tal vez aspiraba a una felicidad tan alta como la de su fama.

 

Maria Callas: ascensión y caída de una mujer obstinada

Todos hablan de que en Maria Callas existían dos mujeres. Incluso ella hablaba así de sí misma. Por una parte, “la Callas”, esa diva del canto, aclamada, venerada; y por otro lado, Maria, la mujer que parecía equivocarse en algunas de las más decisivas encrucijadas de la vida.  Como artista, era una preeminencia, una posesión, un pedestal; como mujer, tal vez aspiraba a una felicidad tan alta como la de su fama. Aparentemente, lo tenía todo para serlo: glamur, virtuosismo profesional, dinero, capacidad de seducción. Pero siempre se pone la atención –y el dolor– en lo que no se tiene. Y, a medida que se tiene más, se van creando nuevas y más graves carencias. Maria Callas podía obtener ovaciones de media hora o las críticas más entusiastas, pero si una periodista muy influyente proclamaba una opinión cruel, se sentía de inmediato expulsada de esa ingente felicidad. Onassis podía ser el hombre más rico del mundo, gozar de todos los lujos, de todas las orgías, disponer de  una colección de mujeres famosas, pero si la familia real de Montecarlo se le resistía, si muchos importantes políticos rehuían arrimarse a su dudosa reputación, se sentía más desgraciado que el hombre más sencillo.

Maria Callas era una mujer muy inteligente. A ese don, añadió, durante muchos años, su enorme voluntad de trabajo. Aprendía rápido la música, los idiomas. Y tenía una gran capacidad autocrítica, que la ayudaba tanto a superarse como a sufrir. Cuentan que finalizada una actuación, tras el inmenso clamor del público, se ponía a llorar porque no había estado tan perfecta como deseaba. Esto —y no tal vez sus posibles caprichos de diva— fue lo que la hizo alguna vez suspender su actuación. La más sonada, la que nunca se le perdonó,  una representación de Norma en Roma, a la que acudió el público más famoso, incluido el presidente de la República de Italia. Todo ellos, tras el primer acto, tuvieron que irse frustrados a su casa.

La cantante griega fue una mujer con mucho orgullo, que se empeñó en remontar una vida inicialmente dañada por una madre que no la quería, que la relegaba frente a su hermana, Jackie, la favorita, la guapa; porque a ella, claramente oronda y de rasgos faciales menos canónicos, no se le supo adivinar su definitiva y singular beldad.  Ya en Italia, habiendo iniciado una carrera exitosa –aunque aún insuficientemente rutilante para ella– tomó la drástica decisión de adelgazar. Su modelo era la actriz que había visto en Vacaciones en Roma, Audrey Hepburn, a quien pretendía emular. Mediante un tratamiento a base de ingerir huevos de tenías, adelgazó rápida y espectacularmente 37 kilos. A su recién adquirida delgadez, se sumaba un impenitente afán de coquetería, una necesidad de lucir la lujosísima vestimenta que fue su segunda piel durante el resto de su vida. Además, ella, que muy pronto había conocido la pobreza, se esforzó en apropiarse de una elegancia exquisita: su saber estar sentada o de pie, su lenguaje luminoso corporal, su sonrisa dulce y absoluta.

Al principio, se la buscaba por su voz rara: “Una gran voz fea”, como la definió uno de sus descubridores, Tullio Serafin. No se la consideraba bella, sino original. Pero era muy expresiva y, en sus actuaciones, brillaba también su gran calidad como actriz. María Callas inauguró una nueva época en la ópera con su capacidad para resaltar el carácter dramático o trágico de sus personajes. Era especialmente admirable su forma de expresarse en los momentos en que no cantaba; quieta, sin apenas moverse, gesticulaba sobria y profundamente, con sus grandes ojos avanzando una pasión que parecía ocupar todo su ser. Había allí un talento natural perfeccionado por el que fuera muchas veces su director de escena, Luchino Visconti.

Nunca se llevó bien con esos periodistas que, sin conmiseración, la asediaban. Hay unas imágenes de ella llegando al aeropuerto, en el viaje en que se iba a formalizar la separación con su primer marido. Se la ve atosigada por un enjambre de periodistas, de paparazzi. Ella se queja, pero intenta mantener el tipo, una imagen que rebata tantas maledicencias, a veces bien fundadas. Al final de un largo recorrido, se quita las gafas de sol, esboza una amplia sonrisa, contesta —sin decir nada— a algunas preguntas. Atraviesa una puerta que luego se cierra para salvarla. La cámara capta la sonrisa extraordinariamente burlona de un periodista. Comprendemos perfectamente el asco que sentía por ellos, aunque estaba obligada a disimularlo: “He descubierto que puedes ser frecuentemente mal entendida, odiada y atacada. Y yo no he sido capaz de hacer frente a eso. Tienes que hacerte a un lado y aceptarlo en absoluto silencio. Pero duele. Lo odias porque es injusto”. “Los periodistas siempre tienen la última palabra. De nada sirve pelearse. Creo que el tiempo pone las cosas en su sitio”.

En sus primeros años en Italia, conoció a un hombre, Meneghini, mucho mayor que ella, que hizo de padre protector y de manager, y casi nada de amante, pese a que en una entrevista se empeñara en mostrar cartas de amor que – probablemente en los primeros años – le había escrito ella. Cuando se divorciaron, dijo haber esperado de él: “Un hombro sincero en quien recostarse después del trabajo. Esperaba tener eso con mi marido. Me equivoqué”.

Se dio cuenta de cómo era su marido, cuando conoció a Onassis: “Me sentí muy femenina a su lado y llegué a quererle muchísimo”. Con él descubrió en sí misma una exuberante sexualidad que estuvo dormida durante tantos años. Pero también su felicidad con él se nutría de otras artes que él dominada: “Sigue siendo tan tierno como en estos últimos días, pues me conviertes en la reina del mundo”. Pero Onassis coleccionaba a mujeres famosas. Se rumoreaba que había pagado 10.000 dólares por pasar una noche con Eva Perón. Según Franco Zeffirelli, otro de sus directores favoritos, Onassis, después de exprimir a María, la abandonó. Sin decirle nada, se casó con Jackie Onassis. Luego –a los dos días- se dio cuenta de que aquella mujer le era esquiva. Y es que, tal vez, en ese juego de utilizaciones había ganado ella. Pronto, Maria y Onassis, reemprendieron una esporádica relación: “Mi aventura con Onassis fue un fracaso. Mi amistad con él, un éxito”.

Maria Callas no era precisamente feminista. En una entrevista se le preguntó: “Si le llegara el príncipe azul que esperaba, ¿dejaría entonces de cantar?” A lo que ella respondía:   “Naturalmente. A esta edad, sí”. A lo que añade: “Yo creía que cuando conociera a un hombre al que amara no tendría la necesidad de cantar. Porque creo que para una mujer lo más importante es tener a su hombre a su lado y hacerlo feliz”.

Eso es lo que intentó con Onassis. Dejó de cantar, tal vez porque estuviera cansada, pero seguramente también por exigencias de él, que la quería tener más disponible. En ese tiempo, su voz entró en declive. Cuando, despreciada por él, quiso volver, se dio cuenta de que ya no era la misma. Tenía mucho miedo al fracaso: “Siempre hay algún enemigo dispuesto a atacar al menor síntoma de debilidad”. “Ya no tengo fuerzas para enfrentarme al circo de los leones”. Y, de hecho, en su última gira, frente a la mayoritaria fidelidad del público, hubo críticas crueles, como la que tuvo que leer en Le Fígaro: “La divina canta como si tuviese un torno del dentista en la boca”.

Sus últimos años fueron muy tristes. Todo el mundo coincide en que se estaba dejando morir. En el año 1972, le decía a una amiga: “Cada día doy gracias a Dios porque queda un día menos”. En sus años de relación con Onassis, quedó embarazada de un hijo que murió en su primer día de vida, y del que el magnate siempre renegó. Secretamente, visitaba su tumba en Milán, todos los primeros lunes de cada mes. Quería tanto a ese hombre que obviaba las orgías en que él participaba en el mismo yate, mientras lo esperaba inútilmente. Lo amaba hasta la humillación. En una carta le había dicho: “Soy toda tuya. Haz conmigo lo que quieras”.

Refugiada en su lujoso piso de París, se atiborraba de pastillas y apenas consentía encontrarse con unos amigos que, al final, se cansaron de ella. Había dicho de sí misma: “Lo que probablemente me hace ser una buena actriz es el tratar de mantener mi equilibrio entre la mitad de mi cerebro lúcida y la otra atormentada”.  Y también: “Soy muy orgullosa y muy frágil y si bien me entristece pensar que cuando sufro, sufro cien veces más que los otros, también estoy segura de que cuando soy feliz lo soy mil veces más”. Esa fragilidad emocional, ahora que estaba lejos de ser la gran Callas y después de su frustrada pretensión de matrimonio, la decantaba del lado de la tortura.

En uno de los varios e interesantes documentales que he visto sobre la cantante, —en el más reciente, Maria by Callas— se recogen unas precarias imágenes grabadas de una entrevista televisiva realizada en 1970, siete años antes de morir. En ella, la diva ofrece una de las mejores versiones de su belleza y habla con tono dulce, perdonándolo todo desde su fingida elevación. Pero eso no es todo. Juega a ser coqueta con el entrevistador, con unos estudiadísimos gestos y miradas. Ahí también está la actriz que representa a la niña buena, herida por el mundo, fundamentalmente bondadosa. Es esa una mujer que intenta seducirnos con sus trampas o tal vez solo nos esté mostrando uno de sus rostros insuficientes, que habría que completar con todos los demás. Tal vez Maria Callas era, como decía la última secretaria que tuvo: “Esta Maria que era a veces encantadora, difícil a veces, a veces exasperante, a veces coqueta, enternecedora, una amiga maravillosa”. @mundiario

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