Maixabel, de Icíar Bollaín: la esperanza de la reconciliación

Luis Tosar y Blanca Portillo en Maixabel, de Icíar Bollaín
Luis Tosar y Blanca Portillo en Maixabel, de Icíar Bollaín
En esas conversaciones, los dos etarras, cabizbajos, avergonzados, reconocen que actuaron bajo el imperio de un ideario cruel, impelidos por un objetivo abstracto, por un victimismo convenido 
Maixabel, de Icíar Bollaín: la esperanza de la reconciliación

En Maixabel (2021) Icíar Bollaín se enfrenta al reto de tocar un tema especialmente polémico. La validez del perdón es asunto controvertido en general pero aún lo es más en la política. Jesús pronunció aquel: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, todos los sabios lo recomiendan y los pragmáticos psicólogos lo prescriben. Hay un selecto consenso en la conveniencia de atreverse a perdonar, pero también en la dificultad de acometer ese paso.  

En Maixabel, el perdón, por muchas connotaciones hondamente personales que tenga, queda inevitablemente adscrito a la contienda política. La posición individual deviene en acción abanderada de un colectivo. Esa es la dificultad añadida con la que se encuentra esa mujer, Maixabel, la viuda de un político del PSOE, Juan María Jauregui, asesinado en el año 2000, al que sigue adorando por unas actitudes políticas valientes que, si hubiera habido alguna lógica moral en la banda terrorista que lo mató, y no la simple y obtusa acción cobarde, debieran de haberlo dejado exento de sus objetivos. Lo único que ella no ha entendido en él es su inconsciencia del peligro, la renuncia a su protección, la posición elegida en la mesa del bar donde sería asesinado, de espaldas a la puerta, ajeno a una realidad que tal vez quisiera apagar durante el mayor tiempo posible, como una victoria ante la imposición del miedo paralizador del que se ufana el más agresivo fanatismo.

Abordar un tema como el del perdón de una viuda a unos etarras, aunque sean arrepentidos, supone para Bollaín un seguro de repercusión mediática, el interés del público, pero también dos riesgos muy importantes. Por un lado, el que viene de la política, de la mirada simplista, visceral, anclada en el antagonismo y refractaria a una enriquecedora permeabilidad. Aunque hoy, habiendo pasado diez años desde las conversaciones que se refieren, veintiuno desde el asesinato, y teniendo en cuenta que ETA ya hace mucho que dejó de actuar, afortunadamente los ánimos están más calmados, las heridas menos sangrantes, y esperemos que nadie, desde ninguno de los lados, ayude a rebrotar la antigua beligerancia. El otro riesgo es el de trasladar al cine un hecho real, conocido previamente, el equilibrio que hay que mantener para no caer de lleno en una simple previsibilidad, para que en el espectador no cunda la idea de que mediante el artificio del cine se le está ofreciendo un sucedáneo de una experiencia real.

reavivamiento de una sentida derrota

Es obvio que, pese a los esfuerzos objetividad, el discurso de la cinta le resultará odioso a los defensores más recalcitrantes de la organización terrorista. Ellos verán, en la exposición de los hechos, la disimulación de una visión muy incompleta, cuando no una afrenta por la tesis que se deduce de ella: la de que los integrantes de la banda eran básicamente unos jóvenes tremendamente inmaduros, cuando no descerebrados, que acaban teniendo que avergonzarse de sus actos, cometidos en obediencia a unos jefes mediocres. Para aquellos que se mantienen en las posiciones más inmovilistas de los dos bandos, esta película les supondrá el reavivamiento de una sentida derrota. 

En cuanto al desarrollo argumental, me pareció que, tras un principio algo rutinario, Bollaín consigue que la película crezca paulatinamente, hasta llegar a una hora final magnífica, emocionante, que transmite todas las contradicciones del sentimiento, la persistencia de los unos en su obcecación y la de los otros en su afán por restañar las propias heridas sin importarles que ese acto cure también las ajenas. Su mayor logro es el de mostrarnos algunos de los pliegues menos obvios y más significativos de esta historia. Las brillantísimas actuaciones de Luis Tosar y Blanca Portillo —y la más austera, pero muy correcta de Urko Olazabal— contribuyen a alzar el edificio de la complejidad humana sometida a los maniqueos enfrentamientos, sus noches y sus amaneceres, ante los ojos de un espectador que asiste agradecido a ese proceso de conversión, a esa voluntad liberada de estériles simplificaciones, de lacerantes contumacias, de dolor reincidente.  

Nos topamos con algunos casos en los que parece imposible, pero, como decía Nelson Mandela: “Todos los hombres, incluso los que parecen más insensibles, tienen un fondo de honestidad y pueden cambiar si sabemos llegar a ellos”. Aquí son los propios asesinos los que llegan a la conclusión de que han resultado inútilmente atroces, increíblemente otros. Se miran hacia atrás y no se reconocen o, si lo hacen, se avergüenzan. Es Maixabel la que quiere conocer cómo han llegado a esa revelación, porque es importante saber cómo puede renacer un hombre y tal vez también, porque desde esa más completa mirada, ella pueda restituir plenamente las valientes y nobles razones morales de su marido.

La clave para una completa sanación es que no le importe el bien que sentirán esos hombres. Las conversaciones que sostiene con dos de los tres asesinos de su marido son un intento de obtener una explicación directa, de alcanzar una comprensión, más allá de sus propias intuiciones, de tal modo que se restablezca una lógica superior de las cosas que arrumbe todas las rémoras producidas por la punzante y enquistada estupefacción, por la exclusión de lo razonable en la trágica cadena de los acontecimientos. Ella siente la necesidad de decirles a esos hombres lo que ellos ya han empezado a saber: que fueron jóvenes vilmente manipulados, pero también que se metieron en ETA porque quisieron. Y les detalla el dolor que aquel día aciago instalaron en ella y en tantos otros; quiere que sepan cómo, desde su asesina ceguera, desde su fascista actuación, durante tantos años han conseguido que la vida en el País Vasco para muchos no pudiera ser “normal”, sino una pesadilla de silencios, amenazas y desprecios. Cuando ella le pregunta a Luis Carrasco qué pena cree que se merecía por su acto, este le dice que no cree en la pena de muerte, y ella le recuerda que él la ejecutó.

En esas conversaciones, los dos etarras, cabizbajos, avergonzados, reconocen que actuaron bajo el imperio de un ideario cruel, impelidos por un objetivo abstracto, por un victimismo convenido para sentirse autorizados a una asesina heroicidad. Para Maixabel, esos hombres que mataron a su marido y ya reconocen íntegramente su error, ya no son ahora los asesinos, sino un atisbo de esperanza, un principio restaurador. Cuando vuelve de su primera entrevista, le dice a su hija que se siente muy bien: ha conseguido librarse de un peso enorme, el que llevaba añadido al profundo hundimiento por tan trascendental pérdida.

Evidentemente, tanto Maixabel como los terroristas arrepentidos, tienen que luchar con las reticencias de “los suyos”, con la acusación de traición que origina toda voluntad de tender puentes, que era la tarea a la que se entregaba el político asesinado, un joven que obtuvo de sí mismo la suficiente consistencia moral e intelectual como para salirse de la ETA a la que había pertenecido en los tiempos de Franco. Los jóvenes capturados por la organización terrorista —tan análoga a una secta en muchos aspectos principales—, no disponían de una mente lo suficiente abierta para contemplar plenamente el efecto de sus actos, sino que se consideraban a sí mismos los protagonistas de una necesaria heroicidad. Lo reconocen en esas entrevistas: la oscuridad, las consignas seguidas sin el más mínimo cuestionamiento, lo ideales vacíos de humana consistencia.

doble sanación

Esas conversaciones son un paso restaurador para ella, para los asesinos, pero también para la sociedad en su conjunto. En el documental Zuriak, Maixabel le dice a uno de esos etarras arrepentidos: “Ahora mismo sois los mayores deslegitimadores del uso de la violencia”. Y es que lo que quiere esa mujer no es tanto perdonar lo que tal vez sea imperdonable sino propiciar en esos hombres fervientemente nuevos, sucesores de sí mismos, reorientados, en esos hombres de hoy que ya no son los asesinos de ayer, que se reafirme en ellos una inocencia original, la que quedó arrasada por las turbulencias de una estúpida obcecación juvenil que no era precisamente un inofensivo juego. Pero, lo más importante, es llegar a la conclusión de que ese acercamiento no supone un regalo injusto sino la oportunidad para una importante doble sanación, la de los victimarios y la de las víctimas.

Algunos podrán achacar a la película un exceso de “buenismo” o un gesto precipitado de pasar página, de ir más allá del famoso “perdono, pero no olvido” al que se atrevieron algunos, pero me parece que lo que hay es un serio intento de tocar las fibras de la más irrefutable humanidad, de huir de lo político como fuente de división (en las imágenes que recogen el fin de ETA no sale exclusivamente Zapatero, el presidente de aquel momento histórico, sino también Rajoy). El espíritu que se recoge en la historia es el de la misma Maixabel, que estuvo muy cerca del equipo de rodaje, así como el de los etarras consultados. La actitud reparadora de esa valiosa mujer es la que le hizo decir a esos hombres: “Yo no te voy a decir si te perdono o no, lo único que te quiero decir es que quiero darte una segunda oportunidad para rehacer tu vida”. Pero ella no es la única víctima y así se lo dice a Ibon: “Prefiero ser la viuda de Juan Mari que tu madre”. En la emoción que nos producen los últimos minutos de la película, reconocemos en nosotros un genuino anhelo de reconciliación, aquel que tantas veces permanece sometido a la mirada ajena y al juicio de las absurdas balanzas. @mundiario 

  

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