La larga vigencia de Hermann Hesse

El escritor alemán Hermann Hesse. / Clarín.
El escritor alemán Hermann Hesse. / Clarín.

Releo a Hermann Hesse y sigue pareciéndome necesario. Desgraciadamente, el objeto de sus fobias, de sus enfrentamientos –en esencia–, no ha envejecido nada.

La larga vigencia de Hermann Hesse

No sé muy bien por qué caminos llegué a Hermann Hesse. Si alguien próximo me lo hubiera recomendado, estoy seguro que lo recordaría; la gratitud, por sucesos tan trascendentes, se me graba indeleblemente. Tal vez pasé por uno de esos kioscos de las Ramblas que me atraían con su gran despliegue de libros, y me sedujo un título, una portada, que relacioné con alguna noticia previa. La mayoría de los libros que me interesaban por entonces eran de la colección de bolsillo de Alianza Editorial. El alemán fue uno de los primeros autores que me deslumbraron. Estoy hablando de cuando tenía unos diecisiete años. Leer era descubrir mundos fascinantes, alternativas poderosas que se me habían escamoteado.

Aún hoy, entre la juventud, uno encuentra entusiastas de Hesse. Aunque, eso sí, muchos aducen –como haciéndose los repentinamente mayores– que no saben si “hoy me gustaría tanto como entonces”, como dice la ilustradora onubense María Hesse, que se puso ese apellido por devoción al autor. Sin embargo, hay otros que persisten en su admiración, como Ramiro Calle. Otro artista afín al espíritu, el director ruso Andréi Tarkovski, decía estar absolutamente entusiasmado con El juego de los abalorios, entre otras de sus obras.

He leído recientemente la que me parece su mejor novela, El lobo estepario (aunque el relato que más frecuenté en su momento fue El último verano de Klingsor, que utilicé en varias ocasiones como vitalizador). Me parece que ha sido esta la segunda relectura en mi supuesta madurez, y, al leer cada línea, ha sido como si retomase una parte de mi ser adolescente. He juntado las dos visiones: la suya –que ahora imagino más que recuerdo– y la mía, que ahora la vivo más que la conozco.

No sé si entonces reparé en la calidad de la obra o bien si solo atendía, emocionado, a todo el nuevo mundo que se me presentaba. El personaje de Harry Haller era un guiño increíble a quienes nos sentíamos desubicados, fatalmente inmersos en la omnipresencia de lo prosaico. Algunos jóvenes se identificaban con el Humphrey Bogart de Casablanca, otros lo hacíamos con ese Harry que nos parecía tan mayor y, sin embargo, tan alcanzable, a sus cincuenta años, agravados por múltiples y desquiciantes enfermedades crónicas, de las que algunos afortunados nos hemos librado al pasar por esa edad.

Harry es un hombre agotado, pero aún poseedor, en las treguas, de una insobornable exigencia a la vida. Su malestar proviene de su incapacidad para encontrar satisfacción tanto en sí mismo como en el mundo. Aspira continuamente a lo sublime y se encuentra, en todas las esquinas, con un soez abaratamiento del arte. Su fuerte necesidad de independencia tampoco favorece que encuentre el goce en una sostenida compañía. No puede dejar de ser un burgués, un hombre elegante, educado, que, sin embargo, no tiene nada que compartir con sus supuestos iguales.

La versión cinematográfica de la novela hubiera hecho salir despavorido de la sala al propio Harry Haller. Sin embargo, en Confidencias, de Visconti, encuentro sutilmente expuestos los rasgos lobunos, no resueltos del todo, pese a toda la parafernalia burguesa del protagonista. Allí se expone el aislamiento artístico del personaje, interpretado genialmente por Burt Lancaster, con esa nostalgia por no poder conectar con el mundo insensato, y la tentación en la que cae, de exponerse a lo mundano, y así redimir la culpa con la que se paga la pretensión de una vida aparte, exquisita.

Se supone que Hermann Hesse es un autor para adolescentes porque sus sugerentes, pero indeterminadas, propuestas, son de esas revolucionarias que no se pueden llevar a cabo sino para quienes estén “liberados” de las servidumbres de la sociedad “liberal”; es decir, casi exclusivamente en la adolescencia, porque, en la jubilación, ya hay mucho que conservar y poco que experimentar, mientras se prolonga la dependencia de la familia. No obstante, me parece que todos los diagnósticos, las rebeldías, las salidas, siguen siendo validos como punto de arranque en el que la lucidez no nos aterrorice ni nos venza sino que nos guíe por derroteros que, al menos, estén lejos de nuestra inmersión en lo miserable. Claro que, vivir consecuentemente con esos avisos comprometedores, es difícil. Quienes los recibimos en su momento y procuramos no renegar en su esencia de ellos, intentamos conciliar cierta fidelidad a esas constancias con una vida armonizada con sus sociales y protectoras exigencias.  

Aunque, en la obra de Hermann Hesse, es muy posible rastrear la ubicación de frases perfectamente extraíbles como aforismos, como destellos de sabiduría, sus obras nos hablan más de explorar la salida del siempre peligroso laberinto espiritual que de soluciones unívocas. Sus personajes luchan en la oscuridad y aprenden de sus sucesivos fracasos. Pero esa débil sabiduría no es suficiente para alcanzar una absoluta salvación y, además, no es comunicable, como tristemente asume Siddhartha con su hijo. Cada uno de nosotros debe realizar su recorrido liberador. No sirve saber dónde otro nos dice que se ha de llegar, porque, aunque finalmente reconociéramos que debíamos llegar allí - lo que es altamente improbable en la infinitud de caminos posibles –, no nos serviría de nada estar en ese lugar sin haber conseguido una comprensión de las contradictorias experiencias, de esas que se graban en nuestro yo más irreemplazable.

Está comprobado que, incluso las pequeñas sabidurías que hayamos podido alcanzar, no nos sirven apenas para nuestra vida diaria. Cada momento exige de una nueva presencia nuestra, de una ampliación de nuestras habilidades. Hermann Hesse, por lo que parece, tuvo un transcurso biográfico bastante sobresaltado: algún intento de suicidio, crisis espirituales y dejación de algunos de sus principales afectos, lo marcarían en su interioridad así como en la visión de quienes lo trataron. Sin embargo, en otros aspectos, como el político o social –al igual que su amigo Thomas Mann–, logró una dignidad que lo honra. Así, con su postura antibelicista, con su forma de destacarse de la marabunta nazi. Y, más allá de esas catástrofes, su decidida posición contraria a las instituciones rígidas y opresoras, a la deriva consumista y banal de la sociedad. Todo eso lo sigue salvando de ese descrédito personal que afecta a tantos grandes artistas. Aunque, al mismo tiempo que desarrollaba esa conciencia social, intentaba preservar su independencia, su intimidad, su cotidiana coherencia; y, para conseguirlo, tal vez resultaran víctimas sus esposas o sus hijos.

Releo a Hermann Hesse y sigue pareciéndome necesario. Desgraciadamente, el objeto de sus fobias, de sus enfrentamientos –en esencia–, no ha envejecido nada. Esos personajes de actitud próxima a la extravagancia que proponía, esas almas tan impropias del gregarismo, siguen siendo modelos, no de algo concreto, imitable, sino de una contestación social y vital necesaria. Se me dirá que, con cada discusión de lo vigente, en rigor habría que aportar alguna alternativa verosímil; que, si no, sería plantear vivir en lo imaginario o bien en una pose solo sostenible desde la miseria o desde un incongruente apoyo en el mundo que se denuncia. Y comprenderé esos argumentos, pero la vida no es eso tan reductible que algunos pretenden, sino esa insondable complejidad por la que transitamos desde la intuición guiada por nuestros más purificados sentimientos.

Hermann Hesse, desde sus relatos, tan precisamente incisivos, siempre quedará como un gran atizador de conciencias, como un promotor de necesarios cuestionamientos, como el inductor de un exigente amor a la vida. @mundiario

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