El tiempo se arbitra hoy entre utopías de sosiego creativo e infamias celebradas

Conversión de una Cid moderna. - Paula Esfra
Conversión de una Cid moderna. / Paula Esfra

La magnitud de las costumbres que terminan imponiéndose como jerárquicas nos obliga a quebrar las ilusiones y a optar por la tan errabunda quimera de la normalidad... 

El tiempo se arbitra hoy entre utopías de sosiego creativo e infamias celebradas

Al llegar a la estación de Saint Charles, eufórica por querencias absurdas y desmesuradas pasiones, sale del tren ―práctica de antemano feliz― y se ubica entre la frecuencia y el presagio: advierte caras de fricción evidente, caras en combustión, caras de alivio y de mérito, caras que irradian desuso, caras que discurren escanciar la lluvia. Comprende que es martes y que la mañana es inminente. Ello, junto con el viaje, supone café y periódicos deshojados.

La erudición del caos ―piensa― es indispensable. El transeúnte no deja de mostrarse, a su paso, como el más reciente y limitado inventor de su tiempo: sospecha que uno irá a la oficina, que otro prenderá el cigarette. Presiente que incluso el más vívido no distará de la órbita de sus compañeros, a cada cual tan suyo. Así se entretiene un rato.

Recurre a la lógica pasada y elige el rumbo de los puestos ambulantes de libros. Observa que la invocación del improvisado escaparate parece incuestionable: ejemplares relucidos, soportados por trágicas arquitecturas plásticas, admoniciones absurdas y lecturas arbitrariamente enjuiciadas. “¿Por qué tanta infamia elegida?”, piensa. Inquiere cómo se diluye el eterno regreso del que tanto se atribuyó inventor Nietzsche: no encuentra a Goethe, a Conrad; ni rastro de Cervantes, Gógol o Flaubert; qué decir de Rilke, Víctor Hugo o Wren. Lo único que denotan las obras son sinonimias conceptuales, portadas simétricas y variaciones excéntricas de las advertencias televisivas.

La situación no deja de requerir que la comprensión de las cosas, al igual que una relación de semejanza entre dos extraños, suponga invertir el desahogo y digerir la cotidianidad. La magnitud de las costumbres que terminan imponiéndose como jerárquicas nos obliga a quebrar las ilusiones y a optar por la tan errabunda quimera de la normalidad. “Como una omnipresencia parcial”, piensa.

Medita volver al tren. Al seguir andando, ella también exhala su cigarette. Establece un espontáneo desahogo al denotar que en los charcos ya se trasponen los rostros a la inversa, y cae en que quizá el pavimento pueda partirse: no es tan lujoso, ni rudo, ni bruñido. Deambula pensando en una práctica que había sido de antemano feliz. Abre sus párpados para conjeturar un adiós: es un día más ―sospecha―, una mañana más. Equiparar la preferencia con el olvido la deja exhausta, y ya la mesura la tañe ante nuevos horizontes: las cosas que en ella están son las que están en todos. No se demora en devolver la mención que la arrastra de nuevo a la estación: “Así pues, volvamos”.

De un modo súbito y sorpresivo percibe el canto de una corneja en la diestra y en la siniestra. En ella se oye que la moderación del esperpento, pero también de la prudencia. Siente cómo renace. Entra al tren.

Antes de partir, ya se ha convertido en una anacrónica ―más aún, si cabe― portadora de la figura de Mio Cid. Quiere despertar de esa utopía, pero comprende que el proceso es universal: la vindicación del nuevo mundo ya está en marcha. Su modestia es envidiable. Comienza su destierro, y así su nueva entrada a la tierra, y así su abandono de la ciudad. Así, ahora, hacia el anochecer, intuye el porqué de que sus ojos lloren tan fuerte: "¡Adiós, adiós! Au Revoir, Saint Charles!”, exhala con fervor. La templanza de los héroes la consagra a la partida.

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