La Gata Persa

Un gato persa. / Pixabay
Un gato persa. / Pixabay

Todos se volvían al verla pasar altiva y segura de si misma. Sabía que su mirada podía rendir a los hombres a su antojo como una hechicera africana, pero ella me invitaba a mí en aquellos dulces días, a su antigua casa en el barrio histórico, donde vivía sola con su gata persa. / Relato

Aunque la tradición oral confirma la proverbial incompatibilidad entre el perro y el gato, siempre he reforzado tal evidencia con el recuerdo que me asalta indefectiblemente cuando me tropiezo con algún felino doméstico.

Mi viejo e impostado profesor de francés del colegio, entrañable comunicador, solía explicar la historia reciente de nuestro belicoso país, que había sufrido tres guerras civiles en menos de un siglo, con parábolas de animales. Para él, la guerra fratricida de nuestros padres, entre nacionales y republicanos, no tenía nada de civil y siempre que pensaba en ella, le traía a la memoria un hecho siniestro ocurrido en una perdida aldea de Galicia, allá en su infancia.

Un hombre vivía solo con un perro y un gato. Un buen día falleció, porque como bien dicen, cualquier día es bueno para morir, aunque en aquellos tiempos hubiera sido mejor para él, haber podido elegir el momento. Su cadáver expuesto en el centro de la villa, hubo de esperar varios días al levantamiento por parte del juez, que en aquellos malos tiempos, tenía mucho trabajo recorriendo a lomos de una mula, aldea tras aldea, dando fe cada vez de tantos testigos mudos de oscuras felonías.

Los días pasaban en un verano tórrido como pocos, y el humilde túmulo campesino permanecía cada vez mas solitario. Las pobres gentes se apartaban supersticiosas y espantadas, pero el perro y el gato sin alimentos, no abandonaban al antiguo amo por razones bien distintas.

Contaba el buen profesor, conocedor por supuesto de las fábulas de La Fontaine, que escondidos tras sus ventanas los aldeanos pudieron ver aterrorizados, la lucha titánica del fiel perro para evitar que el gato se llevase entre los dientes los restos descompuestos de su amo. A quién, ¡Voto a Zeus¡, en su mas tierna infancia, no le queda grabada para siempre tan desigual muestra de lealtad.

Una de mis mas bellas ex amantes poseía un curioso ejemplar digno de aparecer en una historia de Agatha Christie. Sin duda eran tal para cual, porque ella caminaba elástica como una pantera negra. Era una belleza étnica, probablemente con herencia mandinga según creía ella, ya que sus padres habían estado destinados en Ghana durante un tiempo, en fin.

Todos se volvían al verla pasar altiva y segura de si misma. Sabía que su mirada podía rendir a los hombres a su antojo como una hechicera africana, pero ella me invitaba a mí en aquellos dulces días, a su antigua casa en el barrio histórico, donde vivía sola con su gata persa.

Aunque yo le llevaba bastantes años, decidió atraparme con sus garras pintadas de rojo índigo y azul cobalto y sus pantalones ceñidos con la raya entre las nalgas esbeltas y tersas como una cierva tras la berrea. Yo no tenía escapatoria, pero también es cierto que ni siquiera lo intenté.

La primera noche que me invitó a su reino independiente, llegué perfumado como una nenaza  del pub de moda en la ciudad en aquellos días. Me presenté con una botella de un selecto tinto, un Muga de 2012  al que sabía que ella no podría negarse. Aquel primer encuentro y los siguientes me recibía con unos leguis negros casi transparentes y una blusa floja sin mas, porque podía permitírselo. Parecía un poema de Espronceda “¡Que gozo, que ilusión!.

Cuando yo llegaba, enseguida se hacía notar también la vieja gata, primero deslizándose sigilosa y aristocrática sobre el respaldo de un sillón y a continuación, por si no fuera suficiente, ronroneaba observándome enigmática mientras arañaba las alfombras marcando territorio como si fuera la única princesa de aquel viejo palacio.

“Un hombre Mimi”, le decía su ama, dirigiéndose a la gata como si fueran dos colegas del instituto. Luego a modo de disculpa bastante elocuente, emitía un gutural ¡Ummm! y añadía. Huele a hombre, verdad Mimi?.Es que le recuerdas a mi hijo.

 Confieso que yo me sentía halagado. El comentario era casi como un dardo sexual en aquellas circunstancias tan privadas. Luego se acercaba a la vitrina art decó mientras yo abría la botella y cogía dos copas de Murano que aún conservaba con mimo del ajuar de su lejana boda pequeño-burguesa. Servía enseguida una ronda y muy pronto otra mas. Las risas empezaban y ella se sentaba sobre el brazo de mi sillón, como si montase a caballo a horcajadas. La gata acechaba husmeando enigmática las feromonas que flotaban escandalosas en el aire, carcomida por los celos de su Reina.

Una de aquellas noches de lujo, ocurrió algo excepcional. Mientras yo intentaba seducir a mi pantera, de pronto la gata se quedó inmóvil hechizada, mirando fijamente a su diosa, tal vez enviándole un mensaje telepático, porque inexplicablemente la Señora de la casa le devolvió la mirada. Entonces con toda naturalidad le dijo: “Mimi querida, has vivido una vida regalada, no te ha faltado de nada. Estas viejita ahora mi amor”, te quedarás dormida y se acabó.

Debo confesar que se me puso la piel de gallina con el mensaje eutanásico, pensando que mas pronto que tarde, yo seguiría la misma suerte. Pero la vieja gata persa percibía de aquel lenguaje perverso solamente el tono dulce y embaucador, y como si no fuera dirigida a ella la flecha mortal, se acercaba dando la espalda y exponiendo descarada su secreto bajo la cola como una erección provocadora.

Luego se daba la vuelta panza arriba para que su dueña le rascase con sus uñas azules y rojas la vieja tripa solitaria, tantos años bien alimentada con pienso de casa bien.

Es cierto que el viejo felino estaba hecho unos zorros. Poco a poco se desplumaba como una gata sarnosa y su exultante pelaje plata y gris perla de otro tiempo, digno del palacio de un emperador chino, se iba quedando lastimosamente por todas las tapicerías de la casa, pero sobre todo en los edredones del dormitorio principal.

También es verdad que cada poco vomitaba o se descomponía sobre las alfombras que años atrás de efímera prosperidad, habían importado del golfo de Omán. A pesar de sus achaques, el celo del animal no había mermado lo mas mínimo y cada vez que yo intentaba corresponder lo mejor que podía. Ah! dorada juventud, a los requerimientos de mi pantera, la lasciva Mimi se arrastraba voluptuosa sobre nuestra almohada, relamiéndose presumida, persiguiéndote con los ojos atigrados y reclamando su parte del botín. Entonces mi deseo, a duras penas reprimido, de estrangular a aquel intruso galanteador, se contenía, asaltada mi memoria por la mitología demoníaca de los relatos de Alan Poe.

El tiempo de aquellos juegos eróticos disputando los favores de la belleza mandinga, duró hasta el fin de los días de la gata persa. Cierto día que me encontraba de viaje, me llegó la noticia del triste óbito del animal, un veterinario experto en estas antiguas artes venecianas, le había suministrado una pócima letal. Intenté sobreponerme de la mala noticia y su cruel desenlace, le había tomado cariño a mi vieja y galante competidora por los amores de la pantera y acepté una nueva invitación a la vieja casa del barrio histórico. Volví a comprar una botella de vino y llamé al timbre con bastante desazón.

Allí estaba ella sonriente con sus leguis negros de siempre y su blusa floja, parecía que todo estaba como siempre, pero yo notaba un vacío sepulcral. Fue entonces cuando reparé en cierto cambio en el mobiliario.

Sobre un taquillón de anticuario que presidía la entrada, entre tallas de ébano con esculturas de Senegal se imponía la presencia inquietante de un siniestro sarcófago, un canopo con apariencia de gato momificado, elegantemente vestido en arpillera de lino trenzado con dibujos geométricos egipcios. Sentí un escalofrío que me recorría el espinazo. Balbuceé débilmente la pregunta aterradora: Dios mío!, No será...Mimi?.

Sii!, me respondió... Me senté en un peldaño de la escalera del altillo, mudo e indignado. Intenté recomponerme. Debería tomar una decisión. Es cierto que el pobre animal había dejado de hacerme  sombra, involuntariamente con seguridad, pero, aquella imagen inmóvil me helaba la sangre.

En los últimos tiempos, mi compañera comenzó a mostrarse recelosa y absorbente, y por sorpresa cuando menos lo esperaba, me propinaba unos zarpazos que me dejaban temblando varios días... Una noche me desperté envuelto en un baño de sudor frío. Me había asaltado una pesadilla que se estaba haciendo recurrente:

Yo caminaba por la ciudad solitaria en una extraña noche de principio del verano. La temperatura era tan agradable que no entendía como las calles estaban tan silenciosas y vacías, sin embargo en mi cabeza oía una música que me transportaba a un mundo lejano en el tiempo. Me dirigí a su casa como había hecho tantas veces en busca del amor, las mismas calles en dirección a la parte antigua de la ciudad. Con la zozobra en el corazón atravesé la puerta de su casa sin dificultad, recorrí las habitaciones que conocía. Ella dormía plácidamente en su viejo dormitorio de matrimonio donde tanto habíamos retozado como bestias en celo, no quise importunarla. Al iniciar la escalera que subía al dúplex que ya nadie ocupaba, volví a ver a mi pobre compañera sobre el mueble del recibidor, en pie, firme para siempre como un guardián del Erebo. Continué sigiloso como hubiera hecho en la vida real, si hubiera allanado aquel santuario, y entonces lo vi, dispuesto sobre una estantería rodeado con una flores secas... un Jarrón de alabastro. Me acerqué temeroso para leer las letras cinceladas como en una lauda romana... Sentí que me ahogaba en el terror de mi sueño y corrí despavorido. No tuve valor para comprobar si aquel canopo brillante, aún estaba vacío, ¡esperando!. @mundiario

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