La Eneida que perdura

Palinuro o la evocación del sueño
Palinuro o la evocación del sueño. / Paula Esfra

La impasible neutralidad que cimentamos ante el porvenir no nos exime de apremiar ambigüedades y dilapidar aptitudes.

Alzo la vista del libro y hojeo ante inmensidad el infortunio que galopa, irremediable, contra mis obsesiones ―básteme recordar las querencias, el fervor por travesías y batallas, los trabajos del olvido y las costumbres―, y denoto en ello que el oficio de escribir se digiere, a veces, entre una grotesca y perversa cotidianidad, un devocionario cuya lealtad al lenguaje medita en demasía permanecer estéril y carecer de propósito: ilusorio, vano, infundado. La imagen, evocándoseme el Panchatantra, es como la de un pájaro sin alas.

Ante el tiempo, como ante la escritura, acometemos la responsabilidad de tallarnos dentro de una moralidad no sólo articulada para la subsistencia, sino también concebible en espacios que a veces se nos ocultan y exceden ante la fatalidad de un mal mayor: como una forma inminente de literatura construida y revivida a través de lapsos y espacios breves. Son las cosas más vedadas, a menudo, las que posponen los miedos que, por ejemplo, Juan de Mena encubrió con vasta alegoría en su Laberinto de Fortuna (1444) ―el mar, la luna, el amor quebrado y esquivo―, las impensables creencias bélicas que un Alonso Quijano algún día aceptó para ser Don Quijote, o la soledad a la que Fray Luis derrocó al convertir en mesura.

Al hojear y manifestarme presente ante las páginas, medito en que quizá todas ellas sean fórmulas anticipadas de un porvenir: predicciones, oficios, lenguajes, actos o augurios demasiado arduos para ser discernidos desde una modernidad tan absurda como la nuestra. Tan absurda como el sueño, el trascendental e indispensable sueño que fue la condena de un Palinuro que, dirigiendo el navío de Ulises, se quedó dormido y cayó a la mar, donde murió.

Similar letargo se nos aferra hasta derivar en la histeria que adormila nuestra identidad: hasta sopesar, por ejemplo, el “¿para qué sirve la literatura?” de algunos que, contradictoriamente, advierten comunicarse, hablan y veneran su lengua, que permiten que se les aleccione y ansían formular su presente; aquellos mismos que irradian la necesidad de saber de otros, que encarnan el dolor de la muerte o  ―lo cual se le asemeja― del desamor; aquellos que son carne de emoción y desasosiego, o que anhelan ser un estandarte de conocimiento ―científico, filosófico, literario, lingüístico, etc.― y, lo más preocupante, que meditan venderlo o exhibirlo como un emblema y no como un don moral e instructor para otra generación; aquellos por cuyas vivencias sólo les reste la evasión, o aquellos cuyo afán de viaje no pueda ser retribuido: la impasible neutralidad que cimentamos ante el porvenir no nos exime de apremiar ambigüedades y dilapidar aptitudes.

Aunque lo verdadero nos sea esquivo, ello no libera su obvia condición de veraz: ignorarnos, como visualizó Confucio, evidenciaría una condena universal, una repetición del malestar que nos redimiría, que nos ocultaría, que nos privaría de los Edenes de cada cual. También en ello fundamentó Virgilio todas sus noches, profetizando el oscuro porvenir del individuo: la posibilidad de ser Palinuro, y soñar con ser un breve e irreparable lapso de vida. Porque a veces accedemos, como el soñador evocado, a un sueño cuya sombra ―que nos mengua poco a poco― no es sólo harto alargada, sino creciente en el tiempo: una sombra que huye de sí y que, en la fuga, sopesa dilatar el caudal mudo del dolor: llámese Nietzsche, Platón, Borges, Einstein, Leibniz o doctrina de los ciclos, la marcha del universo exigirá eludir daños e reinstituir la firmeza. Sea el discóbolo de Mirón tallado a imperfección o una Eneida que perdure, el carácter de la subsistencia seguirá siendo, cómo no, un monumento derramado: un café, un río o la historia de una humanidad en cada rostro. La función, como la del lenguaje, será la misma: disponer de un propósito ante lo vano y dirigir el navío ante lo incierto.

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