Joan Margarit, el acento sordo pero sentido como vibrante onda en el aire

Joan Margarit II
Joan Margarit Premio Cervantes 2019.

En la aproximación a la obra de Joan Margarit, los lectores asisten a la transfiguración del hecho natural en humanísimo devocionario de excepcional desvelo y sencillez.

Joan Margarit, el acento sordo pero sentido como vibrante onda en el aire

“Los poemas, que son cartas anónimas / escritas desde donde no imaginas / a la misma muchacha que un otoño / conocí en aquel tren que iba vacío”. En la dramaturgia poética de Joan Margarit, un advenimiento de profunda distancia contemplada, cauteriza la herida que su verso transparente nos deja. Como si una pequeña paz hogareña se viera alterada por el inesperado toque en la puerta una tarde de domingo. Las cartas anónimas que encierra el poema tienen su corazón de ser en las manos de aquellos que las reciben con el franqueo del azar. Ahora que los sobres solo envuelven comunicaciones comerciales, recibir esa carta es una proclamación de venturosa certidumbre. Los poemas lo son. No porque indiquen una dirección concreta para el destinatario. No es el caso. Sencillamente por la página del libro que renuncia al autor. Y es que en la lectura de un poema solo existe él –el poema- y el lector. A quien llegue ese mensaje cifrado acusa la importancia del mismo en ese antes y después de su lectura que delimita la orilla donde debemos descalzarnos para aventurarnos en su crisálida de agua.

“No tires las cartas de amor / Ellas no te abandonarán. (…) / El ruido de ciudad en los cristales / acabará por ser tu única música, / y las cartas de amor que habrás guardado / serán tu última literatura”. En este aparente mandato del poeta catalán, que es poderosa exhortación, la dinámica del reflejo lírico adquiere la connotación de lo ineludible y básico. El andamiaje espiritual es bastión de robustez afirmativa en el testimonio de lo que somos descubriéndonos. Quien escribe lo hace como voz aullada, reclamando un territorio común donde abrigar la esperanza. La poesía nos desviste y asiste. En toda desnudez hay un acto de pureza, de debilidad aceptada. En la escritura no por ella misma y sí por los que escribimos. Aquellos quienes reciben nuestras cartas de amor, nuestros poemas, encienden la vela que lagrimea y dibuja el contorno de esa huella en el aire que desprende su lucecita al parpadear.

“Acostado contigo, oigo pasar los trenes, / y sus ventanas cruzan encendidas mi frente / rasgando el terciopelo de esta noche. (…) Quizá me he equivocado no subiendo a uno de ellos. / Quizá el último acierto sea -abrazado a ti- / dejar pasar los trenes en la noche”. El poema es ese tiempo detenido que ni siquiera es instante. Queda intacto por más que lo leamos una y mil veces. El eco de la belleza ritualiza la evocación de la eterna pérdida. Acaso el poema sea una porción de belleza desprendida de esta, que hallamos en la reverberación de su canto musitado en los labios y a la que nos aferramos con la fe de un apóstata. La oración clandestina que nos reconforta en este tránsito fugaz. Esa carta de amor que conservamos y releemos: inútil signo de providencia pero de tan profunda humanidad que su recuerdo bien vale una vida. @mundiario

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