House of cards, una serie sobre la egolatría enfermiza del poder

House of Cards. / MarieClaire.Fr.
House of Cards. / MarieClaire.Fr.
Lo mejor de la serie, Kevin Spacey. Lo peor, el desenlace sin transcendencia de una sexta temporada que se queda en un burdo esbozo de lo que podía haber sido una obra casi maestra.
House of cards, una serie sobre la egolatría enfermiza del poder

He terminado de ver House of cards, en Netflix. Aún no había amanecido, pero los bañistas pensionistas bajaban para la playa antes de que yo comenzase con esta crónica.

Me gusta la política, el concepto de poder que tanto obsesionara a Foucault y el morbo de saber cómo una productora resuelve el desenlace de una serie sin Kevin Spacey.

La serie no decepciona siempre que el prota terrible y mesiánico de Seven aparezca en pantalla. Que Kevin Spacey es un maldito genio de la interpretación no significa que no tenga mérito el ejercicio de cinismo, egolatría y de cainismo que deja en cada secuencia. Los Soprano instauraron esa virtud peligrosa y adictiva de convertir al cabronazo en el prota de una serie. La avanzadilla fue Dostoievsky con Raskolnikov.

Y es cierto que, si yo he decidido aventurarme a esta maratón de episodios de cincuenta minutos, ha sido por el Spacey. El guion de la serie es atrevido, sin embargo, puesto que exhibe algo que todos sabíamos, pero que nadie se atrevía a decir, a no ser que fueses de esos directores de los ochenta que, sin pelos en la lengua, demostraban que todo está podrido en las altas esferas. Basta con nombrar a Sidney Lumet o a Oliver Stone.

El poder como fin en sí mismo alimenta a la pareja Underwood. Aquí no se trata de ganar dinero con la política, sino de ganar influencia dentro y fuera del partido, dentro y fuera del despacho oval. Porque esa sensación de dominio sobre el otro les pone, les excita, les ensalza, los erige en semidioses de una nueva práctica del sado allí donde van para  someter a republicanos y demócratas como fieles objetos de los latigazos e inspiración de un particular onanismo en ella y en él. Y eso es un acierto en una serie donde Robin Wright, Claire Underwood, destaca por un hieratismo logrado y de método y donde, por la sonrisa tibia y vesánica, destaca un Kevin Spacey, que se mueve entre la psicopatía y la audacia de su oratoria.

La serie no descubre nada nuevo sobre el bipartidismo americano. Porque tengo claro que el imperialismo solo se puede sostener desde la violencia, la coacción y la amenaza. Hannah Arendt argumentó sobre esto en largos textos.

Sin tener esos puntos álgidos e irrepetibles que otras series como The Wire o Breaking Bad logran en algunos episodios, el ritmo sostenido de un suspense soterrado y sutil hacen que House of cards enganche hasta que Kevin Spacey desaparece en la sexta temporada. Sus acusaciones en torno a sus prácticas de pedofilia y demás hicieron tambalear una épica que, en su última temporada, Robin Wright logra mantener, pero sin la eficacia que Spacey le daba.

Porque lo mejor de esta serie es ese pacto tácito de sinergias entre los esposos, donde el sexo y la procreación pasan a un segundo plano, convirtiendo a la pareja en una sociedad limitada de totalitarismo a domicilio, que busca alimentarse de la desgracia ajena y del poder como un bálsamo de Fierabrás con el que rejuvenecen.

Lo mejor de la serie, añado, son esas rupturas de la cuarta pared y, para los que somos adictos al café, la continua exhibición de teteras, cafeteras, vajillas, tacitas de porcelana, por ejemplo, con las que se ilustra cada secuencia, cada escena y se armoniza esa gestualidad de fingimiento y de puñaladas por la espalda.

Repito: sin llegar a la genialidad de esos momentos imperecederos de Breaking Bad o Los Soprano, esta serie merece una oportunidad. No me olvido de que, junto al concepto de poder, la serie muestra la deriva del estrés y formas para asumirlo y derrotarlo por parte de los Underwood, si no quieres que la psicopatía se vuelva contra ti y la patata reviente.

Lo particular en esta pareja vence al mensaje manido de que el imperialismo yanqui es lo peor de lo peor entre bambalinas. No es lo peor. Es lo que es. Imperialismo. Y para dominar el mundo no hay otra manera que el fascismo. Los romanos lo tuvieron claro. Como lo tiene mi querido y admirado Francis Underwood. @mundiario 

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