El hombre en la rivera

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Hombre en la rivera. / Mundiario

Hojas caídas en los adoquines se asoman prematuras en mi ciudad, que ahora resignifica los nombres en calles y puertas lo que he conocido. Arrostra, en su mano de mimbre y lluvia, la maleza de días pasados.

Sombras nuevas aparecen en Lucho y sus lágrimas de perro y las enseñanzas de Teresa a sus alumnos de preparatoria, quien revela en la rivera del instante lo que somos en el tiempo.  

Transcurridos algunos meses… ¿cuántos? Cinco, seis. Desde que comenzó la historia que me trajo hasta aquí he dejado de ver: me he convertido en un hombre que aúlla. Y ahora tengo una misión: llegar a la rivera más distante, esa que alcanza a ver su punto más álgido en la cresta dorada del poniente. 

Cuando llegue ahí recordaré el poema "Ulysses", de Alfred Tennyson, quien dice: 

“Me propongo navegar más allá del poniente y el lugar en que se bañan 

todos los astros del occidente, hasta que muera. 

Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan; 

es posible que demos con las Islas Venturosas, 

y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos. 

A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar 

de que no tenemos ahora el vigor que antaño 

movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: 

un espíritu ecuánime de corazones heroicos, 

debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida 

a combatir, buscar, encontrar y no ceder.”

Hasta aquí el tiempo no parece mutar. Una roca, una hoja, un árbol, la semilla del girasol, el gusano que se pasea entre los geranios: todo se detiene y mis ojos ciegos y cerrados miran el sol sin quemarse. Un rojo particular sacude mis párpados. El gran patio de mi casa, solar antiguo al mismo tiempo que remite a otras dos casas: la primera, donde mis pasos caminaron entre mangos y limones; el segundo, entre almendros y limonarias; es lo mismo. Todo remite a una estación no olvidada, la de la infancia y los recorridos por la alameda: verdes tierras con árboles rojos y el aroma a la molienda de caña; el regreso a la calle Tampico donde, taciturnos, el juego a las escondidas abría paso a lunas pueriles con sabor a guamúchil y tambor de Epifanio; dentro de la claraboya por donde miro ahora hay otras ventanas que se abren y otras más que se cierran: el destino se revela, entonces. 

Porque el juego jamás termina: el dolor, el amor, el ancestro mental que son nuestros pasos en el camino que deja huellas y tales huellas son la máscara que tira migajones en el pasto para que otro yo -uno mismo, que al mismo tiempo es otro y ninguno- recoja y las coma y las mastique hasta desaparecer. 

La rivera, el hombre en la rivera, ese soy yo, el que mira desde la “cadera clara de la costa”, como habla Neruda, la agitación del mar, el impulso inevitable de la ola que revienta su ira en la playa, mientras yo miro la espuma naciente entre la arena y la cortina de agua que surca en ballenatos que evitan la ruina y el envaramiento. Porque ese soy yo, el hombre en la rivera, otra vez, que mira el tiempo suceder y actúa. Íntegro. Visceral. En traslación hacia un nuevo frente, en transición al porvenir, al presente que sigue su curso y no deja de martillar mi pecho con hojas de sangre. @mundiario

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