'Hiroshima mon amour', la literatura y el cine bella y duramente fusionados

Fotograma de la película "Hiroshima mon amour", de Alain Resnais,
Fotograma de la película "Hiroshima mon amour", de Alain Resnais,

Con su cámara, con sus planos y el exquisito montaje, Resnais reescribe un perfecto acompañamiento al bellísimo texto que le ofrece Marguerite Duras.

'Hiroshima mon amour', la literatura y el cine bella y duramente fusionados

Ya desde el principio —ese primerísimo plano de unos cuerpos entrelazándose en leves y sentidísimas caricias, bajo una lluvia de luz que abrillanta sus poros empapados de sudor—, con esa música minimalista que tan bien, tan melancólicamente acompaña —en algunos momentos, o que tan chirriante suena en otros—, nos adentramos en un relato poético que sitúa al espectador en un ritmo cadencioso, que es el que marca el muy literario guion de Marguerite Duras y el de las exploradoras imágenes en las que el director francés busca la indeclinable magnitud temporal de las heridas. 

Hiroshima mon amour (1959, Alain Resnais) se centra en la efímera relación —tan solo tendrán treinta y seis horas para estar juntos— en la que confluyen, en la ciudad japonesa golpeada catorce años antes por la bomba atómica, un arquitecto japonés y una actriz francesa. Ambos están casados y arrastran las diferentes secuelas traumatizantes de la guerra. Él, el bombardeo que acabó con su familia, del que se salvó al estar combatiendo en el frente. Ella, el prohibido y trágico amor con un joven soldado alemán. 

“Tú no has visto nada de Hiroshima, nada”, repite la voz del protagonista, mientras la de ella describe su espanto ante las secuelas de la bomba atómica aún visibles. “Yo siempre he llorado el destino de Hiroshima, siempre”, dice ella, que está allí para participar en una película sobre esa tremenda realidad de la que se trata de impregnar recorriendo sus vestigios, sus escenarios, sus funerarios monumentos. Las imágenes que ilustran las palabras resultan muy duras. Son las del documentalista que había sido hasta ese momento Resnais. La crueldad, los cuerpos deformes, la comida que da miedo. Ella pronuncia la denuncia de la locura humana, de las aberrantes desigualdades y las fatídicas imposiciones en aras de un supuesto bien mayor.

“Te encuentro, me acuerdo de ti, ¿quién eres? Me matas, me sanas. ¿Cómo iba a sospechar que esta ciudad iba a estar tallada a la medida del amor? ¿Cómo iba a sospechar que tú estabas tallado a la medida de mi propio cuerpo? Me gustas, qué alegría, me gustas”. Son las palabras de ella, que cree reconocer en ese hombre una conexión con aquel malogrado amor que vivió en su ciudad natal, en Nevers. Ella dice que ha venido a Hiroshima para aprender a mirar bien. Pero, cuando observa dormir a su amante, la mano que ve en él es la ensangrentada de su novio alemán. Entonces, se reproduce en ella la sensación de estar besando aquella muerte aún tan cálida.

La película funciona como un largo poema, o como una pieza musical de alta tensión dramática.

Nunca mencionan sus nombres, no sabemos si los conocen, si les hacen falta. Él le pregunta a ella qué significa Hiroshima para una europea: “El final de la guerra, y la indiferencia, y el miedo a la indiferencia”, responde la francesa. Y luego: “¿Te suceden a menudo historias como esta?” Y ella, sincera y risueña: “No, tan a menudo, pero me suceden. Me gustan los hombres. Soy de moralidad dudosa, ¿sabes?” Pero la relación con ese japonés ya no es tan solo amatoria, sino que se torna psicoanalítica. Él intenta indagar en la locura que ella le ha apuntado que vivió en Nevers. Hurga en la personalidad de esa mujer que ahora le importa y que le cuenta que su mente recuperó la aparente normalidad poco a poco: “Después, cuando tuve hijos, qué remedio”. Pero fue una verdadera demencia lo que padeció, producida por el dolor y el escarnio, por la muerte de su joven amado, pero también por la reacción de su pueblo, y la de sus humillados padres. Como todas las francesas que “indebidamente” se enamoraron de jóvenes soldados alemanes, cuando llegó la liberación, fue paseada ante el odio de la multitud con el pelo rapado. Pero no bastaba con eso. Sus padres, que tuvieron que cerrar su farmacia por la deshonra, decidieron confinarla en el sótano, mientras ella presentaba los claros rasgos de la insania. Al cabo de un tiempo, cuando su pelo había crecido —bien avanzada la noche, porque la vergüenza no caducaba nunca—, sus padres la pusieron sobre una bicicleta para que emprendiera rumbo a París, para intentar el olvido.  

El límite de tiempo disponible —ella debe partir hacia Francia el día siguiente para reunirse con su marido y sus hijos— condiciona el presente de ese encuentro amoroso. Ella, en principio, no se atreve a seguir, a ser explorada por ese hombre que pretende desenterrar su dolor, llegar hasta al fondo de sus adentros. Pero, poco a poco, él va logrando que en ella prevalezca el deseo de apurar ese vínculo tan efímero como absoluto. Ahora, ambos rebasan el preponderante erotismo inicial e insaciablemente exploran el dolor antiguo. Él asume convertirse para ella —para que broten sus recuerdos, para que surja la catarsis— en aquel soldado alemán. “¿Cuándo estás en el sótano, yo he muerto?” “Sí”, responde ella. Y luego le dice: “Me gustó la sangre desde que probé la tuya”.

Esa terrible historia ha permanecido escondida dentro de ella. Su marido no la conoce. Solo ese japonés es ahora el depositario del tenebroso secreto. Dos desconocidos, habitantes de mundos extremadamente distantes, conformados en una vida familiar que reconocen feliz, se juntan para abrir su más recóndita intimidad al otro. Parece el ensamblaje humano perfecto, pero resulta imposible consolidarlo en el tiempo. El reloj marca indefectiblemente las horas y surgen las palabras de la desesperación, la inaceptable idea de no volverse a ver nunca más, la desalentadora distancia que acatarán. Ella dice: “Catorce años sin volver a encontrar el amor de un amor imposible”. Y él: “Dentro de unos años te recordaré como al olvido del amor mismo”. Pero hay dudas, contradicción, lucha entre la sensata realidad y el irresistible deseo. Dice ella: “Tenía hambre de infidelidades, de adulterios, de mentiras, y de morir, desde siempre. Sabía que algún día te encontraría. Te esperaba con una impaciencia sin límites”. Y luego, en su deambular nocturno, unos pasos por delante de él, inmersa en el remolino de sus pensamientos: “Nos quedaremos solos, amor mío. La noche no tendrá fin. El día no empezará para nadie”.

Es tan sangrante esa separación, y ha sido tan internamente dolorida su trayectoria, que en ellos surge el mentiroso deseo de que no hubiera existido nunca todo aquello que los ha llevado hasta allí. Él: “Yo preferiría que hubieras muerto en Nevers”. Ella: “Yo también”. Y cuando ella, varias veces, contradictoria, se separa, él la busca y la encuentra, para decirle: “Imposible no venir”. Y se esfuerza en convencerse a sí misma de que aquello no va a reproducir del todo el dolor que sintió en Nevers: “Te olvidaré. Estoy olvidándote ya. Mírame cómo te olvido. Mírame”.

La película funciona como un largo poema, o como una pieza musical de alta tensión dramática, aunque el tono es el susurrador que concierne a quienes están penetrando lentamente en los diferidos secretos. Lo literario se funde con lo cinematográfico en un acompasamiento siempre certero. El escenario de Hiroshima no es casual. Es el punto de partida, el tema del desastre arrasador que subyace en cada particularidad, en cada gesto. El rostro de Emmanuelle Riva pasa de la bella dulzura de una mujer superficialmente liberada a la dureza del rostro aterrorizado de su juventud, y de sus gráciles cabellos a la melena segada por la ignominia. Resnais prescinde del flashback prolongado y recurre a la imagen puntual, ilustrativa, de aquello que se está narrando, en esa voz que por momentos es en off. Con su cámara, con sus planos y el exquisito montaje, reescribe un perfecto acompañamiento al bellísimo texto que le ofrece Marguerite Duras. Así se alcanza una de las más prefectas y brillantes simbiosis entre la literatura y el cine. @mundiario

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