Hijos del siglo XX

Eduardo Haro Tecglen en la portada de uno de sus libros. / Mundiario
Eduardo Haro Tecglen en la portada de uno de sus libros. / Mundiario
Chao Rego y Haro Tecglen fueron dos genios, dos grandes maestros del periodismo cultural que nunca olvidaré. Y a los que estaré eternamente agradecido, por su actitud de compromiso, su bondad y su generosidad.

Recuerdo que fue en una calurosa tarde, a mediados de agosto de 1998. Mientras descansaba en el salón de mi casa en Compostela, de repente sonó en teléfono. “Hola Monchiño, soy Chao. Acabo de llegar de París con Manu, tras una larga travesía en motocicleta. Estamos disfrutando de unos días en Bastavales y mañana me acercaré hasta ahí para visitar a mi hermano Pepe y recoger en el Hostal a un viejo amigo, a ver si puedes pasarte sobre las cinco”. Y colgó.

Al día siguiente, puntual como un reloj, me presenté en la puerta del antiguo hospital de peregrinos e inmediatamente divisé a Ramón, en compañía de un hombre alto y bien plantado; al detectar mi presencia, gesticuló con el brazo para que me aproximase. Mi sorpresa fue al reconocer a su acompañante, pues no era otro que Eduardo Haro Tecglen, el afamado periodista madrileño. Sus artículos en el diario El País eran para mí de obligada lectura desde mis años de estudiante en la Universidad Complutense. Tras las presentaciones oportunas, Ramón –ejerciendo de maestro de ceremonias– afirmó con rotundidad: “Te llamé para que me acompañes a dar un paseo con Eduardo por los jardines del Auditorio de Galicia, donde esta tarde presenta su nuevo libro, Hijo del siglo. Después nos iremos a cenar algo por la zona vieja, a ver si puedes reservar mesa para tres en el restaurante Camilo”.

Durante la presentación del libro, Eduardo quiso más bien mantener un debate que dar una conferencia. Una fórmula que, sin saberlo entonces, adoptaríamos tiempo después Ramón y yo. Tras sufrir su primera hemorragia cerebral, como perdía el hilo del discurso, me pidió que le acompañase por toda la geografía peninsular cada vez que tenía un acto programado. Y así lo hicimos durante nueve años consecutivos; pero esta es otra historia.

Aquella tarde de charla fue un verdadero regalo para mí. Ramón evocó el inicio de su amistad con Haro: “Nos conocimos en 1967, cuando yo todavía disfrutaba de un estatuto especial de colaborador exterior en la revista Triunfo. Mi primera conversación con él fue al volver de Estocolmo, después de asistir a la entrega del Premio Nobel de Literatura a Miguel Ángel Asturias, a quien había acompañado desde París. De regreso en la capital francesa, no recuerdo ahora si nos encontramos en la terraza del Flore, o en la del Deux Magots, en Saint-Germain-des-Prés, pero lo cierto es que sintonizamos a la primera. Por allí andaban siempre Cortázar, García Márquez, Octavio Paz, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Sarduy y otros, cuando todavía no eran el boom”.

Dedicatoria de Eduardo Haro Tecglen. / Mundiario

Dedicatoria de Eduardo Haro Tecglen. / Mundiario

Eduardo escuchaba a Ramón con una sonrisa afable, reflejo de su mutua simpatía y complicidad. Como joven periodista, reconozco que Haro Tecglen me impresionó mucho desde el primer momento: por sus exquisitos modales, su pensamiento escéptico y su fina ironía. Para romper el hielo, le confesé mi admiración por la obra de su hijo Eduardo Haro Ibars, fallecido prematuramente en Madrid diez años antes y que me había sorprendido con su libro El polvo azul (Cuentos del Nuevo Mundo Eléctrico), inspirado en el estilo de William S. Burroughs. Al percibir emoción en su mirada, decidí cambiar de tema, pasar a segundo plano y ser testigo de excepción en aquella conversación de dos gigantes del periodismo, a quiénes admiraba por encima de todo.

Ramón contaba que en aquella época iba de París a Madrid dos o tres veces al año para asistir a reuniones de redacción cruciales, “especialmente cuando nos aplicaban la ley Fraga, suspendían la revista y había que elaborar estrategias periodísticas y financieras para seguir en los quioscos”. Por su parte, Eduardo mencionó su etapa como corresponsal en Francia del diario El Correo Español-El Pueblo Vasco. “En una ocasión recibí un aviso del director general de prensa, Juan Aparicio, y viajé a Madrid de inmediato, como era obligado. En la sala de espera me encontré con Pedro Gómez, que era todo un personaje en aquellos tiempos. Se le llamaba Pedrogó porque la gente apagaba la radio cortando su apellido cuando se anunciaba la transmisión de su crónica de política internacional. Aglutinaba en su persona un sinfín de cargos, pues era director de la Agencia Efe, consejero del ministro de Asuntos Exteriores, profesor de la Escuela Oficial de Periodismo, presidente de la Asociación de la Prensa y director de la Hoja del Lunes”.

Haro Tecglen y Chao, hombres de una cultura inmensa, compartían una misma visión del mundo, de la política y de la música. En una de las entrevistas que me concedería Ramón años después en París, todavía tenía referencias para su amigo, fallecido en 2005: “A Eduardo le debo la práctica de la escritura oblicua, técnica indispensable para burlar a la censura y que trato de seguir aplicando, porque me parece mucho más eficaz que la directa”. Según Chao, Haro nunca se metía con nadie en sus artículos, sino que comentaba temas internacionales y, de refilón, enfocaba la actualidad española. Por ejemplo, cuando hablaba de un general que organizaba elecciones democráticas (De Gaulle), los inteligentes lectores de sus crónicas sabían que se refería a otro general (Franco). 

Chao Rego y Haro Tecglen fueron dos genios, dos grandes maestros del periodismo cultural que nunca olvidaré. Y a los que estaré eternamente agradecido, por su actitud de compromiso, su bondad y su generosidad. @mundiario

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