La gravedad de la poesía de Juan C. Lozano en Naturalmente, amarte

Cubierta de "Naturalmente, amarte" y fotografía de su autor
Cubierta de "Naturalmente, amarte" y fotografía de su autor

Por las características de la colección, nos encontramos ante un libro menos extenso de lo que es habitual en poesía, pero no por ello se trata de una obra menor.

La gravedad de la poesía de Juan C. Lozano en Naturalmente, amarte

Ya tenía ganas de reencontrarme con la poesía de Juan. C. Lozano, del que en su día dejé registrada mi admiración por su Soliloquio del auriga. Ahora, en la bella colección de plaquettes, Lunara Poesía, de Ediciones Frutos del Tiempo, he podido disfrutar de su reaparición con veintidós nuevos poemas, agrupados bajo el título de Naturalmente, amarte.  

Por las características de la colección, nos encontramos ante un libro menos extenso de lo que es habitual en poesía, pero no por ello se trata de una obra menor. Estamos ante la coherente y vivida evolución de su obra. Aquí reconocemos algunas constantes del autor, como la nostalgia de la juventud o el gusto por cierto culturalismo, su amor por las citas en sus lenguas originales, por los escenarios y los personajes míticos, sin mostrar reparo con lo más actual; así tienen también cabida las conexiones sentimentales con el cine, la música o alguna concreta actriz. Todo ello como puntuales elementos que encontramos en unos poemas que parten de los temas fundamentales, que son: el amor —como misterio y posible salvación— y el paso del tiempo —que inflige la dura nostalgia de lo efímero—. Pero ahora, este tiempo, a la vista de su exhibición devastadora, también se revela como irremisible avance hacia el declive anunciado, hacia la posibilidad de la apenas defendible vulneración. Y es que este poemario añade la incidencia de las circunstancias concretas sobrevenidas, como son la transitoria enfermedad del autor y el fatal envejecimiento de los padres. Son los demasiado constatables asomos de una demorada verdad, que no por prevista, puede resultar manejable, y que se convierte, de momento al menos, tan solo en una inútil extrañeza.

Sobre el amor, el autor nos habla de la dificultad de conocerlo: “Todo lo amado es enigma / que nos preserva”. Parece que el amor es promesa de salvación, que su motivo es la huida de nuestra zozobra: “Amamos porque siempre / llegamos tarde a casi a todo. / Porque hemos apagado / la luz antes de tiempo. / Porque hemos aprendido / a mantenernos donde cubre. / Porque hay puertas dolorosas / que se abren hacia dentro”… “Si amamos / es porque seguimos pidiendo / una señal para perdernos”. Y una de las manifestaciones del amor es la ternura, que aquí se reclama como último bastión contra los embates de la vida: “Solo la ternura permanece / como una bala en la recámara. / Solo la ternura reside / como fortificada razón… Basta la ternura, / tan poderosa como el dolor, / tan frágil como el tallo joven, / para resistir, / para comenzar / un día más / sobre la tierra“. Aunque: “Amar nos enfrenta al misterio / en luz erguida de destierros, / en tiniebla vertical / de abismos y de espejos”. No obstante, ese aparente equilibrio entre la dureza de la vida y su posible paliativo, el amor, se desvanece en el desolador poema que es Tierra quemada: “Sabes que la poesía / no se proyecta, / se hereda. / Sabes que el amor / ya no es salvoconducto /contra la muerte”. 

Ya estamos inmersos en una vida que acaba tornándose enemigo implacable, poderoso, al que hay que combatir desde el refugio del momento presente. En Oración, se dice: “Crea para mí un mundo / levantado desde el dolor”… “Crea un mundo para mí / desde la balanza de la pérdida / desde la raíz llameante del miedo, / desde la voluntad de los esclavos”. Ya que el mundo nos oprime, al menos encontrar una percepción propia, una alcanzada concepción donde el dolor y la limitación puedan dignificar y embellecer los últimos tramos de nuestra existencia.

Pero aún hay más. Está esa sensación de la vida como fracaso: “El fracaso ha sido / nuestro más sublime agravio. / Abrillantar el sable de la aflicción, / nuestra estrategia más elegante / mientras el tiempo nos pasa por encima”. Un fracaso que se constata al mirar hacia atrás: “Era cuando queríamos / cambiar el mundo / antes de que el mundo / nos cambiase. / Era cuando queríamos / apurar la vida / sin pensar que la vida / acabaría por apurarnos”. Es ese mirar hacia el amenazador adelante desde la contemplación de un presente al que uno se agarra muy fuerte con las armas disponibles: “Y siento un algo desordenado / al ver envejecer a mis padres, / cuando los veo alejarse de la vida / y de los recuerdos. / Me siento protegido / cuando aprieto a mis hijos / y ocupamos los tres / un lugar / en el mundo”. Y esa última y nueva bondad, cuando la vida nos conduce a un punto en el que hay que reinventarse para saber cómo han de mirarse los ojos de la madre arrasada por el Alzheimer: “Me pregunto que la poesía, / esa delgada línea que separa / la atracción y el abismo, / no estará en esos ojos / que ya no me reconocen / como hijo”. “Cuando te duermes / cogiéndome la mano / como si quisieras / encontrar / el camino de vuelta”.

Al leer por primera vez este poemario, sentí el placer estético de encontrarme con unos versos excelentes, llenos de imágenes poderosas y deslizamientos bien conseguidos, pero una segunda lectura y el ejercicio de profundización que supone la pretensión del comentario, me dejaron bastante tocado, tal vez porque me resultan muy afines esas crepusculares visiones a las que hoy, también a mí, me invita la vida, propias de una edad nuestra que conlleva ciertas cercanías. Hoy no podemos permanecer incólumes ante los versos que constatan el ya muy visible descendimiento. Para reponerme, me agarro a esta afirmación que Juan Lozano hacía en el blog de Frutos del tiempo: “La poesía, para mí, es un intento de detener el tiempo mediante la reflexión y la evocación. En saber, de antemano, que tenemos la batalla perdida está la grandeza, el esplendor trágico que nos anima”. 

Comentarios