En Un golpe de vida, Juan Cruz une el presente y el pasado de su vocación periodística

El periodista y escritor Juan Cruz
El periodista y escritor Juan Cruz.

Juan Cruz reflexiona mayoritariamente sobre el acto de escribir y sobre el ser periodista, todo eso que se perpetúa, que es esencia inextinguible del ser.

En Un golpe de vida, Juan Cruz une el presente y el pasado de su vocación periodística

Uno entra en los libros con cierta expectación, pero siempre teme al fracaso. Es fácil darse de bruces con la obra que nos resulta hermética o pretenciosa, tal vez fallida, equivocada o  redundante. Pero, humildemente, también podemos considerar si es que no la hemos sabido leer, si hemos acusado en ella el choque con nuestra estructura cultural reductora y preconcebida.

A menudo, esa expectación proviene de los buenos comentarios de otros, de las buenas críticas y, otras veces, de las propias experiencias anteriores. La que yo tenía respecto al último libro de Juan Cruz era la de de sus artículos, la de alguna novela que le había leído con el placer de haber encontrado una prosa apasionada y poética. Hay libros de una sola pieza, desde el principio hasta el final, y nuestra aceptación o desaprobación no precisa de terminarlos. Hay otros que, sin embargo, se componen de impulsos distintos y hay que atender su variabilidad, su vocación de pervivencia, de remedar a la vida en su carácter espontáneo, fluctuante, diverso. El último libro de este periodista y escritor, Un golpe de vida, lo he leído así: con esa expectación, con una decepción transitoria y, finalmente, asumiendo su carácter propio, reconociendo sus páginas relevantes, aceptando sus digresiones, pero no del todo algunas de sus defensas, producto de sus lealtades.

No es verdad que sea júbilo: es cansancio y miedo a que ocurra el cansancio final, el tuyo y el que comunican otros

Para el propio autor, este libro, que tiende a esa forma difusa del diario en la que se admite la frecuente evocación, también es una sorpresa: “Así que cuando el libro avanzaba se desbarató su impronta porque entró en él verdaderamente la vida. La vida verdadera”. Esta especie de manifiesto personal se inicia con la descripción de un presente, y es, en esa parte introductoria, donde he tenido la sensación de que se tendía demasiado al circunloquio. Allí se habla de la edad, del punto al que se ha llegado, de la jubilación forzada: “No es verdad que sea júbilo: es cansancio y miedo a que ocurra el cansancio final, el tuyo y el que comunican otros”.

El libro resulta meditativo y, en buena parte, muy ceñido al presente, mientras que yo había esperado un repaso por su trayectoria en el que brillase esa implicación en las descripciones poéticas de lo foráneo en las que Juan Cruz es maestro. Pero aquí mira, sobre todo – aunque, al mismo tiempo, testimonie su más cercana realidad -, hacia dentro. Solo hay unas pocas incursiones en el pasado que se centren en las singularidades ajenas. Como muestra de lo que pudo haber sido este libro, destacan algunos acercamientos a personajes de su vida ya desaparecidos. Nos habla reiteradamente de Vázquez Montalbán y también de Manuel Leguineche. Sobre este aventurero periodista nos dice: “No estaba solo, pero cuando un periodista deja de ejercer se le vacía la entraña, las ganas de vivir se diluyen, el mundo se convierte en una mesa camilla en la que no querría siquiera seguir jugando al mus”. Y también evoca a Rafael Chirbes, que fallece en esos días en los que él, en un retiro italiano, reflexiona sobre el acabamiento humano: “Es tan rara la muerte, es tan difícil entenderlo todo, entender la enfermedad, su desarrollo, la tristeza que hay al fondo del pasillo de vivir”.

Juan Cruz medita mayoritariamente sobre el acto de escribir y sobre el ser periodista, todo eso que se perpetúa, que es esencia inextinguible del ser

Juan Cruz medita mayoritariamente sobre el acto de escribir y sobre el ser periodista, todo eso que se perpetúa, que es esencia inextinguible del ser: “Esta costumbre de leer y de escribir sigue, como si fuera a la vez un gozo y una penitencia”. Y nos habla de su motivación: “Supe que escribía del mismo modo en que mi padre hacía fincas, para cumplir, para dejar hechas las cosas que estaban sin hacer”. O también porque: “Escribía y paraba el tiempo, para que no pasaran maldades en casa”.

Sobre su oficio nos dice: “No concibo la vida sin el periodismo”.  Y cree saber la diferencia de enfoque que ha de distinguir al periodista y al escritor. “Así que para hacer periodismo hay que estar dispuesto a despojarse de uno mismo y para ser escritor, o para escribir lo que le pasa a uno, debe uno vestirse de sí mismo”. Nos habla de sus inicios en Canarias, de la fidelidad de tantos años a El País. Y hablar de su periódico lo conduce a hacer una defensa de él, en unos tiempos en los que ha sido denostado por un movimiento político emergente, el de Podemos, por el que no siente ninguna simpatía ni confianza: “Ellos nacían libres y puros, nosotros ya estábamos contaminados, éramos casta, y nosotros éramos nosotros, los periodistas asentados, o acomodados, los que estábamos en El País, por ejemplo”.

No, no le gustan los nuevos tiempos de su profesión. Crítica a las redes sociales como chantaje social, periodístico, político, donde triunfan los anónimos, los insultos. E insiste en que no le gusta ese nuevo partido político: “Su modo de sugerir que solo ellos tenían la razón. Se encerraron en sus argumentos como si los demás tuvieran que ser mudos”. Cree que su actitud es intransigente, excluyente, coercitiva: “Si me cuestionas te hundo en el desprestigio, serás un reaccionario como los moribundos de los partidos viejos.” El problema es que, la desmedida lealtad al periódico que lo ha acogido tantos años, le impide reconocer la importancia de algunos medios periodísticos digitales, su superior libertad por su menor dependencia de unos costes que, en la prensa de papel, se han hecho insostenibles y precisan de recurrir a servilismos ante los accionistas y los anunciantes.

Hablar de Podemos lo retrotrae a tiempos antiguos, a aquellos en los que él también defendió posturas radicales, revolucionarias, que luego lo decepcionaron

Hablar de Podemos lo retrotrae a tiempos antiguos, a aquellos en los que él también defendió posturas radicales, revolucionarias, que luego lo decepcionaron – a él y a casi todos - ampliamente. “Y los progresistas de aquel momento, acuciados por el recuerdo unánime, por el pensamiento unilateral obligatorio, participábamos en asambleas para impedir el sonido de los otros con el ruido de nuestras convicciones”. Recuerda la tan fallida revolución de Nicaragua, su degeneración. Y, como ejemplo de la ceguera, de hasta los más inteligentes, como advertencia para tiempos actuales, reproduce la visión esperanzada de Cortázar en aquellos momentos, poco antes de morir, sin llegar a conocer la deriva corrupta de aquel régimen: “Prácticamente no se niega nunca al socialismo como ideología válida, mientras que se atacan y se denuncian vehemente los frecuentes errores de su práctica”. A Cortázar le molestaban las dudas (de Mario Vargas Llosa, de Octavio Paz, de tantos otros…): “Y lo expresaba con pena, esa rabia de los justos, y nosotros lo escuchábamos así, nos convenía”.

Al final del libro, el autor vuelve a la parte intimista, pero esta vez con más fuerza que al principio. Es en estos terrenos en los que Juan Cruz reedita su magnífica prosa poética: “Vivo en un sueño sobresaltado. Escribir sirve para que las palabras nos abriguen del frío”. Aquí adquiere preponderancia el dolor por los problemas físicos que sufre su hija Eva: “Eva otra vez, otra vez el ojo, el otro ojo. El dolor de nuevo, la noche en vela, el susto y el abismo eran como un terraplén lleno de riscos oscuros. Por ellos me deslizo como si fuera un sonámbulo”. Pero también está la enfermedad de su hermana. Él está lejos, en sus viajes, o está cerca, pero siempre ligado a los sentimientos de quienes quiere: “Un dolor es todos los dolores. Y no hay palabras para tanto dolor, no hay palabras”. Así, ya su pretensión es ser: “Dolor y texto a la vez, ser de veras lo que me hace y me deshace”.

Juan Cruz ha escrito un libro en el que, más allá de reducirse a una intachable coherencia, se ha dejado llevar por lo que tenía que decir. Y de ello ha salido un texto divagatorio pero nunca vacío, de reflexiones emotivas, de miradas casi terminales, de gratitud gozosa o de magnánima tristeza.  

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