El genio, la locura, la creación

Escritor. / RR SS.
Escritor. / RR SS.
¿Por qué existen los escritores? O mejor, ¿por qué los escritores tienen la irrefrenable manía, la necesidad irreprimible de mentir?
El genio, la locura, la creación

La aparición de una idea para alguna creación artística (una novela, una melodía, una pintura, una escultura) resulta siendo un secreto impenetrable; ese destello primitivo —y su posterior elucubración—, impulsado como por una chispa cósmica, no es sino un gran misterio. Algunos escritores —Zweig, por ejemplo— trataron de sondear qué es lo que ocurre en el espíritu del artista a la hora de crear, sin haber llegado hasta ahora a conclusiones definitivas (es probable que nunca las haya). Hace poco, Rosa Montero se embarcó en la misma búsqueda; su último libro, El peligro de estar cuerda, es la exploración de lo que ocurre en la mente de los escritores al momento de concebir esas mentiras que se transmutan en narraciones y poemas.

El 29 de octubre de 1940, Zweig pronunció en Buenos Aires una conferencia sobre el misterio de la creación (luego recogida en librito por la editorial Sequitur), en la cual vertió cantidad de ejemplos particulares —el Greco, Rembrandt, Mozart, Goethe, Balzac, Shakespeare— para afirmar que, de todos los misterios universales que pasman al ser humano, no hay ninguno tan insondable como el de la creación. Hablando ya propiamente de los escritores, Zweig relata una anécdota sobre Balzac. Un día este escritor trabajaba como un poseído en una novela, cuando alguien entró en su estudio y lo distrajo por unos segundos; Balzac se paró intempestivamente de la silla, miró al intruso y, como despertando de un sueño profundo, los ojos casi perdidos, le dijo: “¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto!”. El visitante lo miró perplejo, pues en la sociedad francesa no había ninguna duquesa con tal nombre. No podía ser más que uno de los hijos de la imaginación del creador.

¿Por qué existen los escritores? O mejor, ¿por qué los escritores tienen la irrefrenable manía, la necesidad irreprimible de mentir? La explicación más conocida ya por todos —casi un cliché— es que esta vida es insuficiente, pobre, y lo es más todavía para quienes, como los artistas y pensadores, tienen deseos de vivir más y más intensamente todo porque tienen conciencia de la limitación del tiempo y de sus cuerpos. A ello se agrega que el ser humano es esencialmente historia, relato: necesita saber su pasado, y si no lo puede conocer, necesita inventárselo a como dé lugar a través de fábulas, mitos o leyendas. Porque si no hay historia entonces es el vacío, la muerte. Y por esa afición natural a la narración, que va más allá de su vida real, precaria y mezquina, es que asiste al cine y al teatro, escucha música o lee novelas y poemas. O, mejor aún, los crea.

En su último libro, Montero añade otras explicaciones más de tipo científico (psicológicas, psiquiátricas, neurológicas) para hallar las causas de ese tipo de alucinaciones y manías fantasiosas que asedian constantemente a todas las personas, pero sobre todo a los creadores, y en particular a los escritores. La necesidad salvaje de escribir y, más todavía, de publicar lo que se escribe, es un asunto vital para que el escritor asimile la vida terrenal, para que se cosa a ella y la tolere. Y es que si no lo hace, el arte puede conducirlo al abismo: la locura, la muerte o la adicción. Sobran ejemplos. Piénsese solo en Nietzsche y Hölderlin, que terminaron locos, aislados de la realidad y el mundo tangible. O en Hemingway y Virginia Wolff, que se terminaron quitando la vida por marasmos de depresión o desentendimiento con la realidad. O en Faulkner y Fitzgerald, que se hundieron en los vacíos del alcohol… A otros les fue mucho peor, porque habitaron los tres abismos: padecieron esquizofrenia, luego acudieron a las drogas o al alcohol (o a ambos) y finalmente se suicidaron.

Es que el arte es realmente un acto de enfrentar demonios, un duelo con los fantasmas que a uno lo persiguen y no lo dejan reconciliarse con la vida. En el caso del escritor, este los combate con palabras, dándoles forma a través de ideas y relatos inventados. Sin embargo, el aserto —azas romántico— de que el arte (el buen arte) requiere sí o sí de esos abismos melancólicos de embriaguez o locura, no es más que un disparate que a lo largo de la historia solo ha traído miseria. Pues si bien el alcohol y las drogas abren ciertas puertas de la imaginación, el fantaseo y la introspección, mucho más temprano que tarde terminan destruyendo al creador y a su creación. Se puede concluir que todos ellos suplen con la locura, el vicio y la embriaguez un vacío espiritual que termina siendo insoportable para todo ser humano.

Pero por suerte también hay otro tipo de intelectuales y mentes brillantes: los que deciden no sumergirse en esos mares procelosos a los que arrastran la creatividad y la imaginación. Los que mantienen a raya su manía estrafalaria de genios. Los hubo y hay muchos: Einstein, Pasteur, Leonardo, Goethe, Victor Hugo, entre muchos otros. Y no es que tuvieran vidas totalmente pacíficas o ejemplares —aunque algunos sí que las tuvieron—, pero al menos se mantuvieron dentro de los márgenes de lo racional y moderado. Pasteur vivió una vida de brillantez intelectual y paz en el hogar; con los vaivenes que nunca faltan, su genialidad no lo llevó ni a la arrogancia ni al desentendimiento con el prosaísmo de la vida. Pero el caso de Goethe es todavía mejor. Este hombre, volcán de pensamiento científico y genialidad artística, se dio cuenta temprano de que las amarguras de la vida y los demonios del arte lo podían terminar despeñando hacia el barranco de la locura o la depresión, y entonces decidió que su voluntad por vivir, su pasión por lo vital, era más potente que su obsesión por comprometerse con la locura del arte. Y eso es lo que debería hacer todo maniático de la creación.

Porque esta vida, muchas veces gris, sórdida y limitada, merece la pena de vivirse. Para el artista, esta vida insufrible se vuelve sufrible solo cuando en ese vacío espiritual coloca algo que lo sostenga por siempre, hasta su muerte natural o involuntaria. Y ese algo no puede ser otra cosa que el amor, y el amor, en último término, es Dios. Es que, más que la misma vida, es el amor lo que vence a la muerte, a la idea de vacío y absurdo. García Márquez decía que el escritor escribe para vencer a la muerte, pero lo que en verdad la vence es el amor. Así lo canta bellamente Macedonio Fernández en uno de sus poemas, y además en cierta forma lo sabemos todos quienes hemos experimentado la dicha de amar. Cuando se ama, la muerte no acaece.

Y el escritor pelea con la muerte. Lucha con esa injusticia inexorable que el tiempo le tiene reservada para algún momento. Pero finalmente es la sensación de lo perecedero lo que lo impele a crear, a vivir, y la inconmensurabilidad del arte, su misterio, con su respectivo resultado prodigioso, terminan resultando atractivos, pues como concluye Zweig —adelantándose varios lustros a lo que Vargas Llosa diría en torno a la vocación deicida del novelista—, es ese ímpetu creacional, esa magia interna que se rebela contra lo finito, ese anhelo de re-crear el todo, el arte que todo lo vence —espacio y tiempo—, lo que trata de unir al hombre con el Eterno, con Dios. @mundiario

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