Franz Kafka, egoísmo y bondad de un hombre indefenso

Retrato del escritor praguense Franz Kafka
Retrato del escritor praguense Franz Kafka.

“Franz no sabe vivir. Es incapaz de vivir. Él no se refugiaba en la mentira, en el entusiasmo, en el optimismo o el pesimismo, en una convicción”.

Franz Kafka, egoísmo y bondad de un hombre indefenso

Por muchos testimonios de que dispongamos, nunca se puede conocer precisa y exhaustivamente a un ser humano. Y ello es porque, para nosotros, conocerlo supone el sometimiento a unos límites, a una cerrada certeza que, fundamentalmente, debe basarse en la ausencia de una inadmisible contradicción. Necesitamos esa simplicidad. Pero nadie es así. Kafka habló mucho de sí mismo, en sus numerosísimas cartas, en sus diarios. En esos textos, no pretendía ocultarse o engañar a nadie. Sus cartas —especialmente las escritas a Felice, pero, también, en algunos periodos, las de Milena— son un recipiente que contiene siempre sus lamentaciones. Con ellas pretendía seducir a esas mujeres con el encanto de su debilidad, de su torpeza vital, como si quisiera encontrar recepciones maternales. Pero el escritor checo también hablaba de sí mismo, indirectamente, en sus obras. En ellas desplegaba sus visiones más funestas, su sensación de indefensión ante el incomprensible poder absoluto de la vida.

Kafka se creía muy poca cosa. Tenía complejo de estar demasiado delgado y de tener un carácter débil. Ante quien más insignificante se sentía era ante su padre: “Tú, en cambio, eres un verdadero Kafka en fuerza, salud, apetito, potencia de voz, talento oratorio, autosatisfacción, superioridad mundana, perseverancia, presencia de ánimo, experiencia y cierta amplitud de miras”. A su padre lo odiaba porque sabía que nunca obtendría de él la aprobación de su singular ser. Se sentía perseguido por su sombra censora: “Dondequiera que viviera me sentía anulado, sentenciado, abatido”. Era una relación imposible. No obstante, era también capaz de quererlo en aquellos instantes en que quedaba suspendida esa confrontación: “Sucedía raras veces pero era maravilloso. Por ejemplo, cuando te veía en el negocio dormitar un poco después del almuerzo; o cuando los domingos llegabas hasta nosotros rendido de fatiga, bajo el fresco estival; o cuando mi madre estaba terriblemente enferma, y tú, temblando de llanto, te aferrabas al cajón de libros; o cuando estuve la última vez enfermo y tú llegaste silencioso a mi habitación…y, por consideración, me saludaste solo con la mano. En esos instantes se echaba uno a llorar de felicidad…”

No obstante, entre lo que Kafka manifiesta en sus escritos, y lo que dijeron de él quienes lo conocieron y amaron, había una enorme divergencia. Su amigo Max Brod, a quien debemos, por esa famosa decisión de no quemar sus manuscritos, el acceso a una obra tan importante en la literatura mundial de todos los tiempos, escribió una sentida biografía, en la que retrataba al escritor de este modo: “He advertido que los cultivadores de Kafka, que solo lo conocen por sus libros, tiene una imagen totalmente falsa de él. Creen que también su trato debió haber resultado triste, desesperado. Todo lo contrario. Le hacía bien a uno estar con él. La lentitud de sus pensamientos, que exponía casi siempre en tono festivo, lo convertía en una de esas personas más interesantes que he conocido, a pesar de su modestia y su calma.  Solo se sentía desorientado y desvalido consigo mismo, impresión esta última que, a casusa de su autodominio, daba muy pocas veces en su trato personal”. Max Brod lo compara con un santo o con alguien que va camino de serlo. Se deduce de su testimonio, y de otros similares, que Kafka se comportaba de forma muy considerada con los demás: “Kafka poseía en grado sumo un sentido de la justicia, un amor a la bondad, una honradez llana, totalmente desprovista de pose”.

Esa actitud de contenida cercanía le parecía la correcta, tal vez la justa, pues sus percepciones íntimas eran demasiado dudosas e implacables como para esgrimirlas a sus allegados y hacerles daño. Esto es lo pensaba de ellos: “No puedo vivir con otros seres humanos, odio incondicionalmente a todos mis parientes, no por ser mis parientes, no porque sean malas personas… sino simplemente porque son las personas que viven más próximas a mí”. No soportaba esa invasión de sensibilidades distintas que no comprendían su monacal necesidad de escribir. “Odio todo lo que no se relacione con la literatura, me aburre... Los sufrimientos y las alegrías de mis parientes me aburren a morir. Las conversaciones quitan a todo lo que pienso su importancia, su seriedad, su verdad”.

Y es que la lucha mayor que tuvo en su vida fue la de encontrar tiempo y espacios despejados para escribir. Sentía la literatura como una vocación casi religiosa, o como una necesidad psicológica, un modo de ser puramente él. Su padre le obligó a estudiar Derecho, pero también hubiera querido que le ayudase en la fábrica. “Ese esfuerzo inútil en la fábrica conduciría fatalmente al aniquilamiento de mi existencia, que aún sin ese suceso se va limitando más y más en el tiempo”. Trabajó durante un tiempo en Assicurazioni Generali, pero en la empresa privada el horario era de mañana y tarde, así que finalmente consiguió un puesto de funcionario en una entidad pública, también de seguros, que le permitía tener más tiempo para escribir. Aun así, no era mucho. Lo hacía de noche, hasta las dos o las tres de la madrugada, después de haber dormido algo por la tarde, tras haber estado: “Desempeñando tareas burocráticas, deshonrando de esa manera la gran creación de Dios: el tiempo”. Le hablaba a Felice sobre “el mundo enorme que tengo en la cabeza”. En su diario anotó: “Escribir como si fuera una oración”. O en una carta insistía en esa ineludible vocación: “Mi forma de vida está encauzada única y exclusivamente hacia a escritura. El tiempo es breve, las fuerzas, escasas, la oficina, un horror; la vivienda, ruidosa, y es preciso intentar abrirse paso mediante una vida bella y recta”. Finalmente, la tuberculosis que casi parecía provocado por sus necesidades, psicológicas le libró a la vez del secuestrador trabajo y de casarse con Felice.

Max Brod sigue desmontando la imagen tétrica de Kafka: “Cuántas noches hemos pasado juntos en teatros, cabarets y tabernas acompañados de lindas muchachas. La creencia de que era algo así como un monje del desierto y un anacoreta es falsa. Reclamaba  demasiado de la vida, no demasiado poco; reclamaba lo perfecto; lo mismo en el amor….y ello lo condujo más tarde a alejarse completamente de los amoríos, a encarar los asuntos eróticos desde su faz más grave, a no contar jamás un chiste indecente ni a tolerar que fuera contado en su presencia”. En relación a su vida sexual, después de diez días de intimidad con Felice en un balneario, él mismo enumera sus escasos contactos: “Excepto en Zuckmantel, nunca hasta ahora había tenido intimidad con una mujer. Luego también con la suiza en Riva”. Con “la suiza” fueron diez días en un sanatorio. Lo de Zuckmantel probablemente fuera esta experiencia que le había relatado a su amigo: “Fuera de esos momentos tengo tal necesidad de buscar a alguien, alguien que al menos me roce con una caricia amable, que ayer estuve en un hotel con una prostituta”.

Excepto la última, truncada por la muerte —la que tuvo con la actriz polaca Dora Diamant—  ninguna de las otras relaciones amorosas que vivió se sostuvo por un trato prolongado y estrecho de convivencia personal. Con Felice Bauer, que vivía en Berlín, apenas hubo una física relación, salvo en esporádicos encuentros y en la fase en que debían presentarse a sus familias y amigos para comunicar su —finalmente— fallido compromiso matrimonial. Con la amiga de Felice, Grete Bloch, también hubo una relación fundamentalmente epistolar. Por último, con Milena, tampoco se produjeron apenas encuentros y sí muchas cartas.

Kafka confiaba en sí mismo más como escritor que como persona. O bien creía más en las posibilidades de expresión profunda y exacta mediante el elaborado y lento acto de la escritura que con la torpe espontaneidad de los encuentros. Como dice Elias Canetti, en su estupendo ensayo, El otro proceso de Kafka: “Sentía que necesitaba una seguridad lejana, una fuente de energía que no sumiera su sensibilidad en la confusión a causa de un contacto demasiado próximo, una mujer que estuviera a su alcance sin esperar otra cosa de él que sus palabras”. Esta correspondencia no se agota en sí misma, sino que forma parte de su obra y es, a la vez, un ejercicio con el que intenta esclarecerse. De alguna manera, utiliza a esas mujeres que le sirven para escribir. “Elogia a Felice cuando ella ejecuta sus instrucciones, un elogio que suena a amor pero esto se convierte en una forma de subordinación y en que él espera de ella obediencia”, nos dice Canetti.

Con Milena Jesenská, la relación epistolar fue distinta. Se conocieron brevemente en un café de Praga, pero ella vivía en Viena. Siempre la distancia, la relación ideal para él. Hasta su siguiente encuentro le estuvo escribiendo de forma apasionada (a veces, dos, tres cartas por día), a pesar de reconocer que no se acordaba de cómo era su rostro. En ese segundo encuentro de cuatro días, fue absoluta e inéditamente feliz. Le comentaba ella a Max Brod que, en esos días, únicamente en esos días, sintió que el miedo existencial que sentía Kafka, le desapareció. Pero luego hubo otro breve encuentro del que ya no salió tan satisfecho. Ella lo quería, pero no estaba dispuesta a separarse de su marido, a pesar de que supiera que la engañaba cien veces al año. Además: “No podía aceptar esa vida que, eso lo sabía, iba a ser, a perpetuidad, del más riguroso ascetismo”.

Pero si, con Milena, fue ella la que antepuso la barrera de la simple aunque profunda y tierna amistad, con Felice había sido distinto. Durante mucho tiempo, el escritor se debatió entre la cierta posibilidad de casarse con ella y el terror que sentía de imaginarse en aquella nueva situación: “Yo no cedo nada de mi exigencia de una vida fantástica, organizada solo para mi trabajo; ella, sorda a todas mis súplicas mudas, prefiere la mediocridad, la vivienda cómoda, interés mío por la fábrica, comida abundante, acostarse a las once de la noche, habitación con calefacción”. Desde luego no se imaginaba haciéndola feliz: “F estuvo aquí. Viajó treinta horas para verme. Debí habérselo impedido. Tal cual me lo imaginé es muy infeliz, fundamentalmente por mi culpa”. Necesitaba la independencia, la soledad: “Escribir significa abrirse hasta el exceso… Por eso nunca es suficiente la soledad cuando se escribe, por eso cuando se escribe nunca reina el suficiente silencio alrededor, la noche nunca es suficientemente la noche”. Y aún más: “A veces he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en hallarme en lo más hondo de un gran sótano cerrado provisto de los utensilios de escribir y una lámpara. Me traerían la comida y me la dejarían en la puerta exterior… ¡Lo que escribiría entonces! ¡De qué profundidades lo arrancaría!” (Aunque, al final de su vida, a Dora sí que le permitiría estar en su cuarto). Con Felice, llegó a anunciar su compromiso dos veces, pero luego se arrepentía. Pretendía disuadirla con comentarios como este: “No te entregues a engaño, Felice. No podrías vivir junto a mí ni dos días”. O descalificándose a sí mismo: “Al fin al cabo, eres una chica y quieres a un hombre, no a un gusano blando en el suelo”. Seguía viéndola, pero: “El sábado veré a Felice. Si me ama, no lo merezco”. Cuando rompió su compromiso y murió en las siguientes semanas el padre de ella: “He hecho desdichada a Felice, he contribuido a la muerte de su padre”. Kafka, en su irrenunciable egoísmo, no dejaba nunca de ser consciente del mal que podía causar. Antes, también había intentado intimar por carta con Grete Bloch, la amiga de Felice que se había ofrecido como mediadora.  

No se conservan las cartas que Felice o Milena dirigieron a Kafka, pero, de esta última, sí que disponemos de las que remitió a Max Brod y también del artículo necrológico que publicó dos días después de su muerte. Ahí se manifiesta el extraordinario afecto y la sutil admiración que sentía por su amigo escritor, que incluía la constatación de sus mundanos defectos: “Franz no sabe vivir. Es incapaz de vivir. Él no se refugiaba en la mentira, en el entusiasmo, en el optimismo o el pesimismo, en una convicción, nunca se ha refugiado en un asilo protector. Es como un hombre desnudo entre gente vestida”. Pero sí, lo admiraba: “Sus libros son admirables. Él más admirable aún”. Hasta el punto de afirmar: “Todos los seres humanos estamos enfermos y él es el único sano, que comprende y siente correctamente, el único hombre puro”. Y sentía que su obra desarrollaba hasta el extremo su parte más oscura: “Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos”.

En su último año, ya agravada la tuberculosis que lo mataría, convivió con Dora. El testimonio que dejó esa mujer de él, también contradice algunas de sus instauradas imágenes: “Tenía por lo general una manera muy viva de hablar, y le gustaba hacerlo. Su forma de expresarse en el curso de una conversación era tan plástica como sus obras”. “Kafka estaba siempre de buen humor. Le gustaba jugar. Era un compañero de juegos nato, siempre dispuesto a cualquier broma. No creo que las depresiones fueran su característica más acusada. No se sucedían con regularidad”. Otra cosa era cuando se sentía impelido a la escritura: “Kafka tenía que escribir porque la escritura era el aire que necesitaba para vivir. Lo respiraba los días en los que escribía. Cuando se dice que estuvo escribiendo durante catorce días, significa que no paró de hacerlo durante catorce días y catorce noches. Por lo general, antes de empezar, deambulaba torpe y descontento por la casa. Entonces hablaba poco, comía sin apetito, no se interesaba por nada y se mostraba muy abatido. Quería estar solo”. Y es que tenía dos vidas: “Su vida interior era inconmensurablemente profunda e insoportable”.

Pero, a veces, esa necesidad de escribir confluía con la luz o el alivio. Dora nos cuenta la anécdota. En un parque de Berlín, Franz vio a una niña llorando porque había perdido su muñeca. Para consolarla, se le ocurrió decirle que había tenido que marcharse por alguna urgencia, pero que le escribiría una carta todos los días. Cumplió con ese compromiso. Durante muchos mañanas le llevó a esa niña las cartas que supuestamente le estaba escribiendo su muñeca y que él componía sin falta, como uno de las mejores posibilidades de redimir la oscuridad de su compulsión literaria. Es este un rasgo con el que me gustaría quedarme, el de un hombre al que se le puede amar por ese esfuerzo de bondad, limitado por sus contradicciones, por sus necesidades psicológicas, por su íntima, terrible convicción de la pequeñez y la indefensión del ser humano ante la propia naturaleza y el todopoderoso mundo. @mundiario

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