Feminismo: Aliados

Feminismo
Destello violento de rosa. / Paula Esfra

Es notorio que en tiempos de convulsión política se afiancen las desigualdades y se desembarace el pensamiento de aquellos cuyo murmullo no ha de importar.

Hay temas que se asumen por combatientes si son dados a rebatir agravios de lo íntimo, o a limitar la realidad si su expresión concluye por inhibirlos. Éstos ahondan con frecuencia en códigos que se tienen por dialécticas, y actúan arbitrariamente según van censurando la opinión ajena. (Sólo consideremos las diligencias que se extraen de las redes sociales, o de aquellos medios pospuestos a la veracidad, en pos de lo exclusivo: la fórmula de edición es despótica y de reacción, exenta de moralidades y de responsabilidad comunitaria).

Si acaso los devenires de la levedad encabezan la excusa de los ambiguos, tan rancios y desdeñados como los primeros, y por defecto más peligrosos y reaccionarios.

Lo cierto es que hoy ninguna batalla robustece tan sobremanera como aquellas que se afrontan contra la memoria general de un modo masivo y enfurecido, sopesando de cerca medievalizarse en torno a ella. Son las mismas que desean atribuir sus “preceptos” al prójimo por decisión propia, sin que les importe que haya quien disienta de sus mandamientos y caciquismos, y por cuyo discurso vagan lenguajes considerados de “la tradición”. Si acaso los devenires de la levedad encabezan la excusa de los ambiguos, tan rancios y desdeñados como los primeros, y por defecto más peligrosos y reaccionarios.

Hay cosas que no se demoran en denotar que un evidente progreso ―o bautismo de la integridad moral― puede a veces enraizarse en torno a lo ilusorio. Esa conducta es reactivada ahora por el eurobarómetro, donde las actitudes ante el feminismo no son esperanzadoras: el 44% de los hombres sitúa el destino de la mujer en la tarea doméstica y, lo cual es más gravoso, el 43% de las mujeres se posiciona dentro de la misma opción.

No hay estorbo que estime por abolirse si se lo practica, aun si su índole discurre bajo los juicios íntimos de la normalidad.

Asimismo, ambos porcentajes coinciden en que el hombre debe sustentar la casa, y sólo uno de cada tres concibe de sentido común que en su alrededor se gesten “redes” declarada y abiertamente feministas. El hecho nos desprestigia, y no debe avenirse impune.

Es notorio que en tiempos de convulsión política se afiancen las desigualdades y se desembarace el pensamiento de aquellos cuyo murmullo no ha de importar, o poco si acaso la sombra de los reaccionarios surge al mínimo estallido. (La historia misma está repleta de máscaras que se agazapan bajo la rectitud, y lo cierto es que éstos jamás asisten a la liberación de su estribo, por mucho tiempo que se los espacie: los más recientes casos son los de Harvey Weinstein y Kevin Spacey, o de los que entreveran la duda o justifican la violación de “La Manada”). No hay estorbo que estime por abolirse si se lo practica, aun si su índole discurre bajo los juicios íntimos de la normalidad.

Hoy más que nunca precisamos de aliados que aborden el feminismo como un derecho humano intergénero y no como un privilegio engendrado entre códigos sectarios.

Cierto es que a la memoria la precede un pasado sin fortuna, cuya historia debe ser combatida ante la deuda. Desagraviarnos no ha de servir si se aísla la voz de unos pocos en favor de otros. De igual modo el hostigamiento de muchos que, ensimismados por denigrar, expanden su amplitud hacia los demás. Los datos que grava el eurobarómetro son señal voluntaria del rechazo y hastío que aún es sentida hacia la materia de igualdad. Hoy más que nunca precisamos de aliados que aborden el feminismo como un derecho humano intergénero y no como un privilegio engendrado entre códigos sectarios: las equidades morales no deben perderse en la disparidad, sino integrarse con su voz inextricable y superior, ejercida sobre la ciudadanía, y abierta a la razón universal.

No es difícil pensar que aquel 44 y 43 por ciento de hombres y mujeres también recelen de los derechos de los niños o del colectivo LGTBIQ, de las oscilaciones de la raza y las libertades del individuo, de la religión o del albedrío de conciencia, y un gran etcétera.

La posibilidad es tan hacedora de hallazgos como cualquier laboriosa ideología, si acaso ésta no comprende siempre un entreverado simulacro de la costumbre.

Aun así, entre movimientos, reivindicaciones y regulaciones, la carta será de mayor impacto, en el caso del feminismo, si es el hombre quien la promulga. Por muy pusilánime que se oiga, atestiguarán: “Es un hombre, y habla como ellas”. Y al fin, permisivos ante el “quizá” ―pocas palabras como esta nos integran y abren la puerta de un modo tan arduo―, surgirá la duda de la entraña: “¿No será que, entonces, quizá tenga razón?”. Y luego: “¿No será que quizá, y sólo quizá, vastamente quizá, tenga razón? La posibilidad es tan hacedora de hallazgos como cualquier laboriosa ideología, si acaso ésta no comprende siempre un entreverado simulacro de la costumbre. Y lo cierto es que el pasado no sólo debe permanecer para reinterpretarse o disidir de él, sino también para liberarnos de toda ambigüedad: deliberar, con o sin fortuna, es la naturaleza que más nos compete. El resto de supuestas “normatividades” sólo nos desapegan de la realidad actual para apegarnos a la edad ya transcurrida, donde los puentes se tienden de madera quebradiza y de tersura de destierro. Los feministas precisamos de aliados, y que así no se propague el tesón de lo que otros imaginan: un pilar macabro que todavía sustenta el pensamiento de muchos, ajenos a la hora de hoy.

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