Falso culpable, la maestría de Hitchcock para retratar el alma de sus personajes

Cartel de la película de Alfred Hitchcock titulada Falso culpable.
Cartel de la película de Alfred Hitchcock titulada Falso culpable.

Desde el primer momento, el pulso narrativo es magistral. Los planos componen imágenes profundas, plenamente expresivas. La fotografía en blanco y negro acompaña la pesadumbre.

Falso culpable, la maestría de Hitchcock para retratar el alma de sus personajes

Para algunos, Falso culpable (1956, Alfred Hitchcock), es una obra menor dentro de la filmografía del afamado director inglés. Para otros, está entre sus cuatro o cinco mejores logros. Los primeros parecen alinearse con el público que le dio la espalda a una película que abandonaba la premisa del suspense. Hitchcock se lo temió, y por eso, esta vez, su cameo estuvo lleno de contenido. Antes de empezar la narración, aparece su oronda silueta lejana, ennegrecida por el contraluz, y advierte a sus seguidores que lo que les propone esta vez es un caso real.  Y añade otra consideración: la de que, pese a que los hechos son verídicos, estos son más extraños que los que había presentado antes en sus películas de ficción. Y es que sabemos que la inverosimilitud no es fácilmente aceptable, pese a que nos juren y comprobemos que aquello que nos cuentan sea exactamente así.  

Para mí, Falso culpable es una de sus muchas magistrales películas. Es distinta, sí, no se exhibe en ella el malabarismo de la intriga, ni la ardentía de la acción, pero muestra plenamente otras de sus virtudes, como es la de saber retratar perfectamente los sentimientos de los personajes a través de la imagen, de los detalles, captando ese rastro involuntario que cada uno de nosotros vamos dejando en nuestro transcurrir. La elección de Henry Fonda como protagonista da plenamente en la diana. Su rostro, cada ademán, sus andares, denotan la aparición de un hombre corriente al que un terco error lo hace descarrilar de su vida, más o menos controlada, hasta someterlo a la violencia de una oscuridad que no le corresponde.  Estamos ante alguien al que calificaríamos como hombre modélico, un ciudadano que, después de su jornada de trabajo como contrabajista en una orquesta que ameniza las veladas de los burgueses, transita de vuelta a casa por la tristeza de los metros y los trenes, para darse a su familia en amor y comprensión.

Efectivamente, las coincidencias que llevan a ese hombre hacia su desgracia son excesivas: su parecido físico, el que acuda a la misma oficina de seguros que el atracador, el que abulte con su mano el bolsillo del abrigo como si quisiera sugerir la existencia de un arma, el parecido de su letra, el lapsus idéntico que comete, y el que quienes podrían aportarle sus mejores coartadas hayan muerto. Pero todo eso fue verdad. A estos inconvenientes, habría que sumar el de que a la justicia podría achacársele una grave anomalía: al acusado se le exige demostrar su inocencia más que a la acusación hacerlo con su culpabilidad.  

El daño que acusa ese ciudadano, al que confunden con un atracador, es enorme. En principio, Manny Balestrero es un hombre afable, capaz de una sonrisa sincera, aunque propenso a cierta circunspección. Un hombre entregado a su mujer, a sus hijos, privadamente acuciado por los problemas de una precaria economía familiar que, a la postre, se convertirán en el motivo y las sospechas del calvario por el que tendrá que pasar. De pronto, la calidez de los afectos, el refugio del hogar, todo lo que le alivia de sus problemas económicos queda lejos o manchado por una nueva cotidianidad. El antiguo papel asignado en la vida se desprende y hay que empezar a interpretar un personaje odioso, tremendamente ajeno. Es imposible. Sus pasos, sus gestos, en la comisaría, en la prisión, denotan la extrañeza de un hombre desubicado. El rostro de Fonda va ganando enteros en su aterrorizada perplejidad. Su actitud es la de la impotencia, la de la triste sumisión. Solo hay un momento en el que le puede la ira, una palabra más fuerte, un “no” indignado, ante la pregunta de si toma drogas. El infernal recorrido de sus traslados penitenciarios lo vemos a través de su cabizbaja mirada, que solo se centra en los pies. Intenta esconderse de esa infligida vergüenza, de esa humillación. Apenas explora ese mundo que no se merece, los detalles de esa pesadilla tan vívida.

Desde el primer momento, el pulso narrativo es magistral. Los planos componen imágenes profundas, plenamente expresivas. La fotografía en blanco y negro acompaña la pesadumbre en la que se inserta el protagonista y su familia. La alegre radiación del sol apenas se vislumbra en una escena. Cada detalle recalca lo ominoso de esa larga situación. Cada ironía es terrible. Cuando la pareja va en busca de quienes le servirán a él de coartada, la noticia de la muerte del señor Lamarca la reciben de unas niñas indiferentes, bulliciosas, habitantes de una remota alegría. Al principio de la película, cuando aún nada ha sucedido, Balestrero sale del local donde trabaja y detrás de él vemos una pareja de policía que parece como si lo escoltara. Es uno de esos guiños del maestro. Aquellos que ahora lo protegen del mal luego lo vigilarán. Aunque es cierto que los policías que lo interrogan en la comisaría se muestran en todo momento inflexibles, pero también amables. Las posibles tintas contra el sistema están cargadas muy selectivamente.

La familia recibe el golpe con la lógica estupefacción. Primero es la angustia de una ausencia inexplicada. Luego su reclusión, y más tarde la incertidumbre de una poco halagüeña sentencia judicial. Pero quien se derrumba es la esposa, que cae en una paranoide depresión. Esta percibe de forma demoledora una adversidad sin fisuras, a la vez que se siente culpable de todo lo sucedido. “Se han unido todos, es inútil, nos aplastarán”. Se evade de toda relación. “No comprendes que estoy lejos de todo el mundo”, le dice a su marido.  El diagnóstico del psiquiatra es claro: “Su cerebro sufre un eclipse. No ve las cosas tal como son. Ella vive en su mundo. Sabe que vive una pesadilla, pero no le sirve de nada. No puede salir de ella”. Le recomienda que elijan un buen sanatorio mental.

Con el personaje de la esposa enloquecida, Hitchcock se acerca a esas psicologías femeninas que tanto son de su gusto, a esos seres fantasmales, hipnotizados, como las protagonistas de Vértigo o Marnie la ladrona. Aquí, en Rosa, la mujer de Balestrero, anticipa aquel tono misterioso, el personaje secreto, la mujer envuelta en su enigma. En la escena en la que ella lo golpea en la frente con un cepillo, causándole una herida, se superpone la repentina grieta en el espejo, como signo de una quiebra desgarradora.

Le conviene a la historia que estamos siguiendo que termine con el terrible vacío, con la infranqueable distancia en la que se halla Rosa ante su desolado marido. Solo los rótulos finales aclaran la feliz —aunque tardía— resolución de esa psicosis. La definitiva fidelidad a lo real pervierte un desenlace que había resultado pertinente, que no contradecía el poso de esa injusta pesadilla. La buena noticia de que se hubiera encontrado al verdadero atracador no resucitaba la lucidez de Rosa. Tuvieron que pasar dos años para que tuviera efecto en ella aquel momento de revelación de la verdad, aquella ansiada y dolorosa escena. Los dos hombres se cruzan en la comisaría, mientras intentamos extraer el parecido que los ha unido y que, ahora, resulta tan lejano. En sus expresiones confrontadas, encontramos la de un hombre piadoso, insertado en un entorno cordial, frente a la de otro hombre, dañino, en la que intuimos el resultado de una larga y poderosa oscuridad. @mundiario

 

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