Evanescencia jurásica

Dinosaurios de Disney.
Dinosaurios de Disney.

A estas alturas, después de tres días de estar encerrado y capturado por no sé quién, ya se me había hecho costumbre andar a salto de mata todo el tiempo salvando el pellejo... / Relato.

Cada treinta minutos liberaban al dinosaurio. Yo no estaba muy de acuerdo con este acontecimiento, me causaba mucha molestia volver a correr por todo el parque, esquivar al reptil, esconderme en recovecos y matarme de miedo cada vez que estaba por comerme. Naturalmente, esto es absurdo, pero cierto.

A estas alturas, después de tres días de estar encerrado y capturado por no sé quién, ya se me había hecho costumbre andar a salto de mata todo el tiempo salvando el pellejo. Treinta minutos eran muy pocos para descansar, porque en dos horas ya la mugrosa iguana había salido dos veces, gruñendo y sacando su infernal alarido. Válgame Dios, y yo que no supe cómo me metí en esto. Solamente recuerdo de mi vida pasada, si acaso tuve porque ahora lo dudo mucho, que estaba parado en una esquina de la ciudad a la espera de mi taxi y de repente, bolas, que se estaciona una camioneta negra, salen unos tipos al modo gorila y zúmbale, me agarran para entambarme. A partir de ese momento, cada acción se remite al parque, al terreno baldío adjunto a éste y a la serie de casas que se aglutinan al borde de la colina. Tales casas son como habitaciones grandes, pintadas por fuera de colores como verde, naranja, amarillo y azul, Por dentro, la pintura es amarillo tenue con decorados típicos de un hospital: cuadros de paisajes campiranos y sillones sobrios en donde las personas nos ponemos a descansar después de la corredora. Incluso hay un dispensador de agua eléctrico, el cual hasta la fecha no sabemos quién ni a qué hora lo cambia cuando se acaba el líquido. Así, extrañamente, he pasado estos días.

Lo que aún no acaba de convencerme, porque no lo entiendo, es cómo las personas que están aquí y corren conmigo, o se van para otros escondites, aún no logran descifrar lo que sucede. Falta tiempo, disponemos de veintinueve minutos entre lo que sale el dinosaurio y de repente desaparece, para lograr entender la situación. Por un lado, la horripilante y colmilluda iguana sale como loca desde la parte de entrada del parque, observa quiénes estamos ahí, corre tras el que detecta más vulnerable y trata de apresarlo; no obstante, esto no sucede. Ninguna vez ha tenido la certeza de apresar a cuantos estamos corriendo. Pareciera que sus cálculos son errados cuando se dispone a comernos con sus enormes fauces. Siempre es una atroz pesadilla. De repente despertamos y nos encontramos en el parque siendo de noche. Los pájaros, en los últimos piaderos, anuncian la llegada del Tiranosaurio. Las urracas graznan alocadas, como envueltas en un frenesí, y salen despavoridas. Los loros se arrancan el plumaje, asustados, del dorso. Nosotros comenzamos a dar círculos, vemos por dónde es más fácil arrancar y corremos. El reptil da atisbos de no ser inteligente, porque por más grande que es, no logra memorizar las acciones de escape que hacemos. En mi caso, primero corro por el temor, pero después me detengo y veo qué hará el iguanón emplumado (sí, porque tiene leves plumas en su espalda y pecho). Acto seguido me escurro por entre los árboles, trepo de un salto un muro de dos metros y caigo en el solar baldío adjunto. Ahí nada más hay plantas silvestres, algunas palmas cocoteras y hojarasca de almendros. Enseguida, me escabullo sigilosamente hasta ver las casas con forma de hospital y me escondo. El tremendo reptil no hace más que seguir gruñendo –porque nunca hace el intento de querer buscarme– y esperar… pero más vale pájaro en mano que ciento volando y yo me aseguro de eso, porque no salgo hasta que ya no oigo nada. De repente escucho el siseo de las otras personas y eso es síntoma de tranquilidad. Algo me dice que esto es una ilusión.

Ninguno de mis compañeros había hecho el propósito de escapar. Lo comprendí cuando uno de ellos dijo a otro: “Bueno, ahorita que se vaya, ya podremos descansar un buen rato”. “¿Un buen rato?”, me pregunté. ¿Cómo era posible que dijera eso si tan solo teníamos media hora para descansar y de vuelta nuevamente tratáramos de escapar de la bestia? Eso no es lógico. Pero luego me dije que ellos tenían el mismo tiempo que yo, así que a intervalos de 29 minutos descansábamos, medio dormidos, entre lo que oías a un pajarraco o los ladridos de una jauría, se te iba el tiempo. Lo más curioso es que si solo teníamos el tiempo establecido de media hora, ¿cómo chingados no nos sentíamos mal por no dormir lo necesario? O bien, si yo ya tenía tres días en el reclusorio del parque y la casa, haciendo siempre lo mismo, ¿por qué no veía nunca el sol, o al menos la mirada del día? Cada vez que lo pienso, me siento más confundido.

Al cuarto día de actividades, el primer recuerdo que tengo es el alarido del dinosaurio a la entrada del parque. Luego de eso, solo recuerdo haber caído después de tropezar con una raíz de un álamo y el aroma fresco de tierra cuando está mojada. Siguiente recuerdo: otra vez el dinosaurio en la entrada y yo trepando el muro de dos metros. Para mis adentros, me decía “sigue corriendo, sigue corriendo, Moctezuma”, y fue ahí cuando reparé en el asunto y me dije: “Lo tengo, no voy a correr”. Bastaron unos segundos catastróficos –en medio de aquella locura donde el inmenso T-Rex corría tras los compañeros, derribando árboles y mostrando las morada encías– para darme cuenta que era el momento de hacer algo o morir en ese inmenso círculo de repetición infinita en que estaba. “Matar o morir, venga”, me dije.  Agarré toda la fuerza que pude, que se contenía en mis pesadas piernas, y logré detenerme. Cabe decir que el reptil en ese instante correteaba a otra persona y no me había visto. Este detalle me ayudó a sembrar aún más la idea; así, pues, se me ocurrió correr atrás de la iguana y no dejar que me viera. Ya iban al menos unos veinte minutos desde que salió, así que faltaba poco para que “desapareciera”, y mi objetivo era aguantar y así saber qué sucedería.

En realidad, nadie lo pensó así. Por un momento pensé en decirle a Juventino –el hombre que me había hablado por primera vez– el suceso; sin embargo, no me fié y seguí adelante. ¡Válgame Dios! Corría tras el T-Rex y al menos me sacaba unos veinte metros de ventaja. Todo dependía del camino que los otros eligieran, así, de súbito, podría avanzar en línea recta o cambiar a derecha o izquierda sin previo aviso. Rogaba a los cielos que no se detuviera, pero también ya mis piernas comenzaban a flaquear de cansancio. ¡Y todavía faltaba las otras salidas de media hora! Procuré no pensar en eso para no fatigarme mentalmente, así seguía tras el iguanón desgraciado.

Me preguntaba en qué momento se terminaría todo esto. Realmente me sentía derrotado, sin ganas de seguir, pero había algo muy en el fondo que me decía “sigue, sigue, Moctezuma”.

Pasamos unos columpios y el sonido de los pesados pies de la bestia era como un trueno constante, arrebatando todo lo que había a su paso. Los compañeros, incluido Juventino, corrían alocados; pero no fue hasta ese momento que él, precisamente él, me vio y comenzó a gritar como loco: “¡No corras atrás de él! ¡No corras atrás de él!”, entonces los otros escucharon y se detuvieron –incluido el T-Rex, quien se dio la vuelta en un pispás hasta quedar frente a mí.

¿Por qué estaba sucediéndome esto?

Repentinamente las acciones se habían  transformado: ahora no solo era el reptil, sino ellos quienes corrían hacia mí. Impávido, y estático en fracciones de segundo en donde me congelé de pavor, no supe qué hacer. De pronto, reparé y ellos estaban muy cerca, así que por instinto corrí hacia atrás. Y allá venían tras de mí, enfurecidos, con el rostro encabritado y duro. Más valía que le apurara, porque no sabía qué iba a pasar…

El miedo seguía en mis piernas. La noche se hacía gigante en cada paso. Las urracas graznaban como anticipando mi funeral.

Se escuchó el sonido de un pito, grave, fuerte y hondo, retumbó el suelo y los aires. Sentí que pululaba, mis pasos cada vez eran más pesados, mi lengua como la arena, y en el estómago, un dolor ácido que me carcomía hasta el fundillo.

Ya sentía que el momento llegaba… ese caótico instante en que separa la vida de la muerte, como una raya invisible donde eres juzgado y no sabes adónde vas a ir. Me imaginaba un barranco, prefería eso, a ser comido por un Tiranosaurio y el séquito de locos que iban con él. ¡Por Dios! ¿Acabará esto? No lo sé, porque ahora estoy llegando a la entrada del parque y está la inmensa puerta por donde sale la bestia, no hay escapatoria, no hay resquicio por donde pasar, no hay hendidura por la que desaparecer… así que paso de largo y sigo en la corredera para dar la vuelta al parque, lo cruzo –vienen con los dientes de fuera hacia mí, babeando de hambre–, salto el muro de dos metros, me hallo en el baldío, mis pasos son piedras, hacen crujir la hojarasca, pero al fondo veo las casas de colores y alargo las zancadas… no falta mucho, ya merito…

Llego adonde dije, ahí vienen tras de mí… me pregunto por qué chingados un reptil tan grande no me alcanza si es más rápido, pero mi cerebro sigue activando el miedo y eso me hace correr; me doy cuenta que ya pasó la media hora y el reptil no desaparece –ni ellos–, ni yo, porque mis piernas ya se mueven por sí solas y están doloridas, pero no se rajan, parecen sapos en tiempos de abundancia de río.

Desperté a medianoche. Una luz mortecina provenía del baño. Me incorporé del camastro como pude y adormilado fui a orinar. Mientras lo hacía, comencé a recordar la manera en que llegué aquí (a este cuarto), pero no pude. Había un bloqueo, algo me estaba oprimiendo el cerebro, seguramente, tal vez me dieron una pastilla o irremediablemente lavaron mi cerebro. Los únicos detalles que recuerdo son el tiranosaurio y que los demás compañeros se volvieron locos, que iban tras de mí con la boca de fuera y el enorme reptil afilaba sus filosos dientes; pero nada más. Ahora estoy aquí, sin  más, como abandonado y solo.

Tras el incidente de los excompañeros y la iguana jurásica, decidí meterme a las casas y me encerré en el rincón más escondido. Tenía tanto sueño, que dormí no sé por cuánto tiempo; pero al cabo de un buen rato, desperté y era de noche, y llovía a cántaros. Situación nueva porque un aguacero así no había sucedido en el tiempo que he estado en este lugar.  Debo decir que el sonido tintineante, que se produce en el contacto de las gotas con las hojas de los árboles, me tranquiliza.

Afuera, no se oía más que la lluvia. Adentro, solamente la televisión de antena abierta. No había más que ver que anuncios comerciales en donde promocionan productos para el hogar. Lo más entretenido es ver cuando hacen funcionar los productos, ejemplificando la acción con situaciones escenificadas y magnificando los beneficios que puedes tener. Me sentía tan aburrido que esos instantes prefería seguir en la acción con el tiranosaurio y los locos de mis excompañeros, pero al recodar la sensación de locura y correteo, se me quitaban las ganas. ¡Válgame Dios! Ya no me quedaba nada. Estaba encerrado y solo.

Estaba tan desesperado que decidí salir. En el acto, la lluvia cesó, como si alguien hubiera cerrado la llave del agua. Caminé por el patio baldío y montones de luciérnagas rondaban el aire. El frescor de la lluvia había despertado a los sapos, quienes graznaban gravemente. Seguí caminando y llegué al muro, me trepé y en un segundo estuve del otro lado, en el parque. Ahí, ningún ruido. El silencio era desesperante. 

Di una vuelta al parque con la intención de saber dónde estaban los otros. Ningún movimiento se vislumbraba. De pronto, un conejo blanco pasó dando saltos estremecidos. Luego, un gato blanco apareció y se quedó pensativo, frente a mí. Cuando lo miraba, escuché un sonido agudo, como cuando una puerta se está abriendo y rechina, que provenía de la entrada de la puerta principal. Miré y se estaba abriendo. Sin pensarlo, comencé a correr, entre emocionado y temeroso, pero era más fuerte mi deseo de salir.  Corrí como nunca mientras la puerta seguía abriéndose y cuando estuve cerca, pude ver que todo estaba negro. Antes de entrar, me detuve en seco. Por un segundo, miré atrás y todo seguía igual. Devolví la mirada al frente y seguía con el fondo negro. No pude más y avancé con el terror en la cara. Caminé unos cuantos metros. Sentí que pisaba agua, como un leve charco. Pero lo más increíble es que había, muy al fondo, unas leves tiras o hilos verdes, los cuales, en cuanto me acerqué más, pude notar que eran dígitos numerales y signos de texto como paréntesis, corchetes, comas, puntos y comas y otras tantos más que se perdían en la infinidad. Y mientras continuaba avanzando,  me quedaba sin voz, sin vista, sin aliento, sonido ni tacto. @mundiario

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