El tío Camuñas

El-hombre-del-saco
El hombre del saco.

Acabo de terminar un tochazo de 586 páginas titulado “El Visitante” de un tal Stephen King quien, por lo que sé, es uno de los autores más leídos en todo el mundo

Siempre he oído y leído decir que un libro –-fuere cual fuere – resulta harto estimulante y en todo momento puedes aprender que todo en él es susceptible de aprendizaje y traslado imaginario a mundos y situaciones totalmente ajenas y desconocidas a uno. No les falta razón a quienes tales afirman. Ni un ápice de razón… Otra cosa bien distinta es lo que aprendes, sobre todo si son autores desconocidos para el lector. Al menos para este lector que es contumaz y pertinaz lector. Lo que te ilustra y satisface y lo que te resulta plúmbeo y denso, cuando no una verdadera patochada como la que intentaré relatar en estas cuatro letras y que, de seguro, alguien me discrepará y me pondrá en el candelabro - (si, candelabro, que es lo mismo que candelero a pesar de las risas zotes que oye uno cuando alguien dice “está en el candelabro”. ¡Dejemos constancia de ello!) - ardiendo en él en eternas llamas cual ánimas en orco.

Tanto así que, de faltar un libro en la pila que se forma en mi escribanía es como si me faltara algo que impedirá un día agradable, pleno y provechoso. Aunque solo sea para llevarlo en la mano de aquí para allá , donde quiera que uno vaya y aun sin leer ni un renglón a falta de continente apto para mi irresoluta comodidad fuera de mi habitual refugio.

Y es que uno no compra libros, los retira de su biblioteca favorita (Depósitos del Sol), con mucho cuidado de apuntar un recordatorio de cuándo he de devolverlo, a fin de que no me endiñen un multazo de días sin género, en consonancia con el retraso de entrega.

No compro libros no tanto por vil tacaño en soltar la pasta (que también) como porque no acabo de ubicar dónde ponerlos. Además, no me molesto en escribir el título y autor de aquellos que he leído. Y me pasa lo que me tiene que pasar: que muchas veces cojo el mismo que leí hace tiempo y suelto algo así como “mecaguen, que éste ya lo he leído”.

Suelen ser libros de recomendación amiga (¿amiga?). De esos que te dicen ‘leelo y ya me cuentas’. Los leo pero mejor no contarle, en ese caso les contaría – y cantaría– las cuarenta en buenos bastos. En la inmensa mayoría de los casos, que no en todos, por supuesto.

Otra característica en el firmante es que, por más rollazo que sea el tocho retirado, me lo leo hasta el final. Para mi que es puro masoquismo cultureta. Semejante a los que portan cilicios puosos y azotainas con látigo de siete puntas en las espaldas a fin de quedar mejor con sus dioses. Algo así me temo.

Acabo de terminar un tochazo de 586 páginas titulado “El Visitante” de un tal Stephen King quien, por lo que sé, es uno de los autores más leídos en todo el mundo y que, un servidor, por una de esas, jamás había leído. Llevado por el ¿buen gusto? de la muchedumbre, supongo. De hecho acabo de terminarlo, lo tengo en mi mesa camilla, y detesto haberme tenido que tragar todas las páginas por mor del masoquismo anteriormente expuesto. Digo yo. O porque... ¡ya puestos!

Como algunos de los lectores, que de una u otra manera tienen a bien leerme, saben, hay libros intocables cuya critica mala de ellos es pura apostasía. Y yo apostato. ¡Ea! Y que sea lo que Dios quiera.

‘Cien años de soledad’ (que necesitaba cuadernillo aparte para aprenderme toda la casta Buendía), a pesar de que García-Márquez tiene otros que me encantan. Sin necesidad de ponerle apellidos a sus obras (realismo mágico o algo así). ‘Cuando eramos jóvenes e indocumentados’ me encanta, y es de Gabriel. “El Quijote” - con perdón – tampoco es santo de devoción. Con más perdón. “Luz de agosto” de Faulkner me lo tuve que leer en el bachillerato. No tenía otra. Y así un poco de sucesivamente. Solo un poco. Pero, oiga, el Visitante, del King ese, se lleva la palma. Que uno recuerde en este momento, pues seguro que hay cientos.

Por si usted no lo ha leído todavía, ya que me parece que es el último de tan excelso autor residente en Maine, la cosa al principio puede prometer. Asesinatos de niños y niñas de manera infame , depravada y tan en boga en las noticias cotidianas de hoy mismo (por lo visto y presuntamente, un cabrito en aumentativo de veintiún años, papá de un bebé de dos meses, le ha soltado una paliza al indefenso que en la UCI está todavía el pobre. Indignante y revuelvetripas).

Un incansable inspector Ralph, Billy y no sé cuántos más detienen a un entrenador de beisbol por presunto asesino infanticida de nombre Terry. Y hediondo, porque además les mete un trozo de madero sin pelar por el orificio anal.

Dale que dale a los archivos policiales, a las huellas digitales y ese ADN redentor e infalible, lo meten en chirona, lo llevan a juzgar y, alguien del gentío se carga al pobre entrenador entrando en el juzgado. Dale que dale a la descripción paisajista de los valles de Ohio y otras partes del medio oeste americano para llegar a la conclusión final del responsable verdadero de tales desafueros psicopáticos.

Y desvelaré el secreto de tal éxito del tal King. Vaya que sí. Ni más ni menos que “el hombre del saco”. “El Cuco” en México DF y alrededores. Un cromo inintercambiable por todo el oro que exista, vamos. Más tonto un servidor que se ha zampado 586 páginas en editorial Plaza&Janés por puro masoquismo y falso amor propio.

Sirva, si es que puede servir, en mi necia defensa que, ni por un momento podía pensar que era “el hombre del saco”, “el Coco”, “el tío Camuñas”, “el Cuco”. O la santa madre que parió al tal King y a todos esos hombres malos con los que me asustaban de niño si no me comía el colacao con leche enterito y sin rechistar. ¡Léanlo... léanlo! Y ya , si eso, me cuentan. Sin bastos y sin cuarenta, a poder ser. @mundiario

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