El reflejo y la inmersión

Portada de Un árbol en otros.
Portada de Un árbol en otros.
Si hasta ahora tenía a la poesía puesta al servicio de la vida, en 'Un árbol en otros' es la vida la que está puesta al servicio de la poesía.
El reflejo y la inmersión

Cuando recibí Un árbol en otros, de Alberto Chessa, sentí una mezcla de curiosidad e inquietud.

La curiosidad la despaché pronto. Tan solo con desplegar el libro rápidamente, como quien abre un abanico en un día caluroso, supe, a ciencia cierta, que tenía ante mí un buen libro de poesía.

La inquietud llegó después -en mi recorrido como lectora-, al verme sorpresivamente inmersa en los otros. Porque este es para mí el tema fundamental de Un árbol en otros: el reflejo y la inmersión y, como diría María Zambrano, «la vida con todos los riesgos que la acompañan».

He asistido a las extensiones de este bosque y me he sentido parte de él. He visto la genealogía de mi propio árbol a través de la particular genealogía que desprenden estos versos de Alberto Chessa.

Así es: Un árbol en otros se expande y se percibe, aunque resulte paradójico, próximo al tiempo que remoto. Por tanto, los poemas que lo sustentan son puramente existencialistas, ya que dicen mucho del ser y de ser en una lograda refracción que se va expresando a través de los relojes (ah, sus manecillas siempre diestras), la importancia de las casas y, sobre todo, de los espejos. El poeta recurre a estos últimos con una frecuencia sutil, y no siempre es necesario nombrarlos. Pongo como ejemplo el titulado «Aftershave»: «Que si el calor, / que si la piel, / que si el picor molesto… Cada verano me rasuro la barba/ por ver si reconozco lo que había detrás. /… y para calcular qué tiempo queda/ para que al fin mi padre/ se adueñe de mi cara por completo».

Alberto Chessa ha elaborado minuciosamente, sin perder detalle, como buen observador que es, un libro en el que confiesa con plena libertad los acontecimientos más importantes de su vida. Hallo aquí un viaje al pasado y al presente en el que se valora más lo que se tiene que lo que falta. Nos dice en el poema epilogal: «Vuelvo otra vez al círculo del que jamás me he ido», y confiesa en «Manan los nombres»: «Creo en tu cuerpo y lo acaricio y toco/ como las yemas se deslizan/ por la extensión cerrada de un piano, / tentando los sonidos, / ensayando la noche, / dejando que la música se nazca/ en continuo presente.»

El poeta remueve las cenizas de su infancia y de su  adolescencia. Las esparce porque este hombre ha logrado enlazar sus raíces -antes aéreas- con las de Victoria, la mujer con quien convive y ama. Y se siente bien así, mirándose a sí mismo adulto y responsable ante el hechizo que le provocó el nacimiento de Lucía y Alicia, sus hijas gemelas. Y en su asombro, se cuestiona: «… ¿Habrán sabido ya que la tristeza/ del singular jamás irá con ellas?... ». Y atento al devenir, se asienta en el ahora, y retrocede, a modo de flashback: «…Estaba por entonces tan lleno de palabras por decir, que/ casi no me cabía un adjetivo más en el cuerpo. Me parece/ que ya en aquellos días intuía que el poeta es un invento/ sin futuro.» Estos versos pertenecen al poema «Escombreras Lady», en el que el poeta establece un paralelismo con la canción setentera «Formentera Lady», del grupo King Crimson. Tanto el poema de Chessa como la canción de Crimson destilan cierta melancolía. Solo es cuestión de dejarse llevar por los caminos.

A mi juicio, este libro es realmente hondo, reflexivo y conmovedor, y también comprometido, porque Alberto Chessa, siempre atento al dolor ajeno, se rebela contra las injusticias cotidianas, las crueldades y los abusos de nuestro sistema capitalista,  asumiendo incluso una autocrítica honesta y veraz. Estoy pensando, especialmente, en los poemas «Una espina clavada»,  «Nieto de comunista» e  «Iluminados por el arcoíris».

Os aseguro, sin duda alguna, que la poesía de este ramaje queda muy alejada de sensiblerías, sentimentalismos vacuos y tendencias del momento. Considerando que la vanguardia es un arte del presente y del futuro, debo afirmar que Un árbol en otros sí es un poemario vanguardista. Sin ser un libro unitario, sí llega a alcanzar una unidad de fondo. Y esta proviene de la voz de quien lo ha escrito. Es así por lo que dice, por la manera en que lo dice y, ¡Ojo!, por lo que no se dice.

Y es que un buen poeta demuestra que lo es con su talento, su esfuerzo y su misterio. Y digo misterio, porque si bien Alberto no es un poeta hermético, sí busca en toda su obra la complicidad del lector avezado. Para ello, y concretamente en este libro, creo que las citas y los títulos son muy significativos, pues actúan como pistas o claves que nos permiten rastrear vías o rutas de acceso al significado oculto o velado de sus poemas más complejos.

Os hablo de un poeta muy capacitado para imantar al lector. Alberto Chessa nos ha vuelto a sorprender con su potencia verbal, su lenguaje intenso e imaginativo y su resuelto dominio de la ironía.

Alberto Chessa. / Victoria Sancho

Alberto Chessa. / Victoria Sancho

Alberto Chessa nació en Murcia en 1976. Poeta y traductor, es licenciado en Filología Hispánica y diplomado en Cinematografía y Artes Audiovisuales. Reside en Madrid (concretamente en Lavapiés), lugar en el que desempeña su labor de traductor y, eventualmente, de locutor.

Es autor de los libros de poemas La osamenta, con el que obtuvo el accésit del premio Adonáis (Rialp, 2011), y en la radiografía apareció LA PIEL (Huerga y Fierro, 2013), La impedimenta (Huerga y Fierro, 2017), con el que quedó finalista del Premio Nacional de la Crítica, Anatomía de una sombra (en preparación) y Un árbol en otros, recientemente publicado por La estética del fracaso, editorial que acaba de comenzar su andadura, y con buen pie, lo cual me alegra enormemente.

En su labor de traductor, suya es la primera traducción al español de la novela Sweeney Todd. El collar de perlas, publicado por (La Biblioteca de Carfax, 2017), además de otras muy interesantes como son El pescador, de John Langan (La Biblioteca de Carfax, 2018), Mi primer verano en la sierra,  de John Muir (Relee, 2019), o Querido Waldo, Correspondencia entre Emerson y Thoreau (Relee, 2018), libro, por cierto, que he leído a fondo, y me ha transportado cálidamente a otra época, a otros lugares, a otros nombres. Es responsable de la versión al inglés de varios poemas de Miguel Hernández en la antología bilingüe Poet of the inmense majority.

Asimismo, es autor de Alfabeto Angelopoulos, ensayo escrito y audiovisual, publicado en 2015 por la Editorial Círculo de Bellas Artes. Forma parte de varias antologías, la última de ellas Del tópico al eslogan, publicada recientemente por Visor, en edición de Luis Bagué Quílez y Susana Rodríguez Rosique.

Como periodista ha colaborado en diversos medios, y algunos de sus poemas han sido publicados en varias revistas literarias como El coloquio de los perros, Piedra de Molino, Empireuma o nayagua. Es uno de los diecinueve poetas entrevistados en No dejemos de hablar (Editorial Polibea).

— Alberto, en tu nota biográfica sueles destacar que resides en Lavapiés. ¿Por qué?

— No te negaré que hay algo de coquetería en ello. Existen demasiados cientos de miles de personas que declaran su residencia en Madrid; alguno tendrá que hacerlo en uno de sus distritos. Pero también gravitan dos motivos menos mundanos. El primero tiene que ver con la propia noción que yo albergo de Madrid, que no es la de una megaúrbe mezquina con sus lugareños sino, al contrario, la de una ciudad muy de barrios, cada uno con su singularidad y su genio y en donde es perfectamente posible hacer la vida (¡menuda expresión: hacer la vida!) en un damero acotado de calles, pequeños negocios y un vecindario poblado de rostros familiares. Eso es Lavapiés, el lugar donde yo llevo casi veinte años seguidos afincado. Eso, y también eso otro que respalda mi reivindicación de este barrio: el hecho de que, día a día, circulemos por sus arterias en torno a veinte etnias diferentes, con sus lenguas y sus costumbres, y que ello tenga lugar de un modo pacífico, no diré que plenamente integrado (porque para eso aún harán falta una o dos generaciones) pero sí respetuoso, sin conflicto aparente. Como la mayoría, yo crecí en una burbuja: mi mundo era en exclusiva blanco, católico, español, más o menos acomodado. Nunca olvidaré la condición más alienígena que exótica que investía al único compañero de origen chino y a la única compañera de origen peruano que tuve en el colegio. Esto es algo que mis hijas jamás entenderán, y no sabes lo que me alegro de que así sea. 

— Asimismo, me llama la atención el juego de pares y dobles, la manera en que has compuesto este libro: 50 poemas, dos en cursiva, doble dedicatoria, dos citas para comenzar y dos para finalizar… En cambio, el libro no está fraccionado, y los poemas se suceden en una sublime anarquía.

— Gracias por lo de «sublime». La anarquía es consecuencia del orden cronológico, el único que impera en la concatenación de los poemas, con la salvedad de esos dos en cursiva, el primero y el último, que desde su origen fueron concebidos con indudable vocación de preludio y coda. En cuanto al juego de simetrías y duplicados, sí, lo confieso: soy un enfermo. Es superior a mí la tentación de establecer paralelismos, de jugar con los números (del total de composiciones, pero no solo: también de versos en cada poema), de sembrar de correspondencias arcanas la estructura del libro, al extremo de perder (porque es perder) muchas horas en esta suerte de arcaduz cuasineurótico. Apenas nada de ello, por no decir nada, tiene importancia alguna para el lector. En mi caso, si no lo hago, siento que tiembla la tierra bajo los pies del libro. Y lo peor de todo es que, como todas las taras, esta mía también crece con los años.

— Tu poemario se cimenta en una diversidad de registros rítmicos, desde el soneto hasta el versículo, pasando por el poema en prosa. A mi entender, paradójicamente, esta apariencia heterogénea no provoca en el lector una sensación de extravío, sino todo lo contrario. ¿Cómo se logra esto?

— Pues no lo sé. De hecho, te confieso que me sorprende lo que dices, eso de que no te provoque «sensación de extravío» la heterogeneidad formal (¡y temática!) del libro, pues es algo que me aguijonea desde que lo di a imprenta. Con lo cual, te confieso asimismo que tus palabras me tranquilizan un poco. Lo único que sé, Ada, es que, por una ley no escrita (que yo sepa), en el canon actual tiende a estar apostrofado el libro misceláneo, híbrido, polifónico. Y lo mismo vale al contrario: el poemario llamémosle conceptual, monolítico, monocorde, reporta un prestigio casi automático, connatural diríamos. Como señalas, en Un árbol en otros (el título ya da una pista sobre su naturaleza proteica) hay verso y prosa, endecasílabos rimados y versículos libérrimos, canto y cuento. Mi profesora de Griego en el instituto, Conchita Morales, que era extraordinaria, nos secuestró el ánimo el primer mes de clase por culpa únicamente del comienzo del comienzo de la Ilíada, aquel «Ménin áiede, zeá» que suele verterse más o menos como «Cuenta, oh musa» y que ella restauraba así: «Cuenta cantando, oh musa» (y dan ganas de seguir: «la cólera funesta del pelida Aquiles...»). Aún puedo verla enfatizando el matiz: «Ni cuenta ni canta: ¡cuenta cantando!». Bueno. Pues eso. Que las reclamaciones, al señor (¿señora?) Homero.

— Veo en Un árbol en otros un evidente contenido social en algunos de los poemas, como también en tus libros anteriores, pero de ninguna manera incurres en el mensaje panfletario ni en la consigna.

— Gracias de nuevo. Menos mal. El panfleto y las consignas tienen su lugar, y desde luego este no ha de ser un libro de poemas. Otra cosa bien distinta es que uno tenga de forma más o menos recurrente la necesidad de embozar en grito su voz, de revestirla de denuncia, de querellarse en verso contra ciertas disposiciones que consiguen soliviantarle. En Un árbol en otros es cierto que hay más juicio sumario que en los libros anteriores, más propensión a poner en tela de juicio una serie de apriorismos y a censurar conductas que son de difícil justificación. Para no erigirme en Torquemada (o, más bien, para librarme de la chamusquina de la hoguera) suelo aplicar un cierto humor irreverente o, como poco, una ironía amarga, distanciadora, de retórica baja, sin énfasis (o sin demasiado énfasis, al menos). De ahí que me tome a mí mismo casi siempre como blanco predilecto de bromas y regañinas; que me elija a mí, con más frecuencia que a ningún otro, para ocupar el puesto del reo.

— De alguna manera, ¿conviven en tu poesía los escritores a quienes traduces?  Es decir, ¿se quedan grabados en tu pensamiento? Citas, en este libro, a Henry David Thoreau, a John Langan y a John Muir.

— Sí, y a Amelia B. Edwards y a Miguel Hernández (a quien me aventuré a traducir al inglés), y también incluyo una alusión a Sweeney Todd. Pero, si me permites, son dos preguntas muy distintas las que me haces. Voy con la segunda. ¿Se quedan «grabados en mi pensamiento» los escritores que traduzco? Sí, por supuesto, cómo no. Solo quien haya contendido con esta tarea de verter un texto a otra lengua sabe a ciencia exacta (a letra exacta) cómo se llega a entrañar la obra. Hasta el punto de que a veces me tienta volver a traducir lo que ya traduje solo por enredarme de nuevo entre sus páginas. Ninguna lectura es más penetrante que la del traductor cuando está de servicio. Cuando escucho o leo a algún actor hablar de la orfandad que siente hacia aquellos personajes que ha ido encarnando a lo largo del tiempo, y consecuentemente dejando en la estacada, no puedo por menos que evocar a mis criaturas, mis traducciones. La otra pregunta (si conviven en mi poesía los autores que versioné en otra lengua) me temo que vas a recibir una contestación decepcionante: supongo que sí, pues de todo se nutre la poesía, pero no soy capaz de determinarlo. En cualquier caso, cuando estoy enfrascado en una traducción no escribo poesía. De suerte que si algo de la traducción se trasunta después en algún poema, será más bien a modo de palimpsesto.

— Advierto un paralelismo entre tu poema «Aftershave» y «Afeitándome», de Robert Lowell.

— No era consciente, la verdad. Sí, puede que haya concomitancias por el motivo del afeitado, pero me parece que pretendimos cosas muy distintas Lowell y yo. En cualquier caso, toda comparación con él dignifica mi trabajo, faltaría más. Su confesionalismo nada ramplón me ilumina en cada relectura de su obra. Y hay algo en este libro mío que quizá explique por qué te ha recordado a Robert Lowell. Se podría resumir en la siguiente fórmula (tómala con la precaución con que se debe tomar toda fórmula): si hasta ahora tenía a la poesía puesta al servicio de la vida, en Un árbol en otros es la vida la que está puesta al servicio de la poesía.

— En Speculum Majus hablas de tus hijas, de la indiferencia que muestran al verse reflejadas en un espejo. La cita que precede a este poema es del dominico Vincent de Beauvais, autor de una enciclopedia que lleva el mismo título que tu poema. Dividida en tres partes, la tercera, «Speculum historiale», trata de personas que realmente han vivido. También de figuras imaginarias. ¿Haces referencia concretamente a esta parte?

— Sí, la obra de Vincent de Beauvais se asoma a este poema desde el otro lado del espejo mayor. Esta enciclopedia redactada en el siglo XIII es, en su totalidad (no solo la tercera parte), una delicia para el lector partidario de conculcar los deslindes entre realidad e imaginación, lo histórico y lo legendario, los hechos y la ficción, la química y la alquimia. Me tengo por tal, lo confieso.

— Me gustaría, si quieres, que desvelases, aunque sea un poco, la relación que estableces entre tu poema Tango del miedo y la cita que le precede: «Eres linda y hechicera, / eres linda y hechicera/ como el candor de una rosa.» Por cierto, ¿la malagueña…?

— Claro: «Malagueña salerosa». Lo que ocurre es que yo cada noche lo corrompo por «Madrileña salerosa», que es lo que son mis niñas: madrileñas (y con esto parece que volvemos al principio, ¿verdad?, a Madrid). Esta canción ha devenido una nana en mi día a día (como digo, en mi noche a noche). A Lucía y a Alicia les entusiasma eso de «Y decirte niña hermosa», que es el verso que sigue a los que has recordado tú y cito yo en el poema. El «Tango del miedo» es, de hecho, una jaculatoria luctuosa pero en clave de arrullo, con una muerte a la que no en vano humanizo y hasta aniño (la llamo Muertita), como si me apiadara de ella… al mismo tiempo que le pido árnica. Y algo así es también la crianza de un hijo, de unas hijas pequeñas en mi caso. Por cierto, me encantó que la tarareáramos, tú y yo, en la presentación del volumen en la librería Códex de Orihuela. La próxima tenemos que cantarla entera y a voz en cuello, como en un karaoke. ¡Inventemos el lirikoke!

                                               MANAN LOS NOMBRES

                                                                                   mojado todavía

                                                                                   de sombras y pereza

                                                                                                                                                                                    Ángel González

Creo en tu cuerpo,

en la arcilla y el barro de tu vientre,

en la cavidad donde se refracta

el exterior que nos circunda,

mientras relleno el tiempo de la espera

con migajas de pan en cada verso.

Creo en tu cuerpo ayer y esta mañana,

porque también a mí me da escondrijo

y me recuerda que seremos vida,

que todo sigue oculto en lo visible

y todo lo visible aguarda

su solución,             

su clave,       

santo y seña.

Ajenas en el puro ser,

aún nadies,

nuestras dos diminutas odiseas

¿dejarán para siempre un vestigio o una ruina

en el cuévano de ese vientre?

¿Habrán sabido ya que la tristeza

del singular jamás irá con ellas?

¿Nos enseñarán a nosotros

a convivirnos con el miedo?

Creo en tu cuerpo y lo acaricio y toco

como las yemas se deslizan

por la extensión cerrada de un piano,

tentando los sonidos,

ensayando la noche,

dejando que la música se nazca

en continuo presente.

Cuando asomen por la bocana

esas dos manecillas sin reloj,

mar todavía sin orillas,

vivir quizá les quedará muy grande,

inmenso muro para un verso incipiente,

estatuas que irán tomando rostro

en la caja vacía de un museo.     

Todavía no saben

que acabarán el viaje en el origen,

que solo hay una forma de apearse en la vida

y es manchándolo todo,

como se esparce el vino de un vaso derramado,

como manan los nombres

cuando se dicen en voz alta.

Creo en tu cuerpo,

en Alicia,

en Lucía.

Me creo de tu cuerpo

y con eso me basta

                                               SPECULUM MAJUS

ille extendens ceruicem silentio vitam postposuit

                                                                                   Vincent  de Beauvais

Tomo en brazos a Alicia y a Lucía

(acaban de cumplir un año)

y las confronto ante el espejo.

Así va dibujándose a la vida

vuestro rostro —fabulo a media voz—.

Como si devanase sin esfuerzo

un estambre cercano de futuros.

Como crece una piedra.

Su indiferencia (miran para otro lado, quieren

bajarse, dejarme solo en este juego que no entienden)

me recuerda a mi gato Chispo.

También a él, de adolescente,

lo obligaba a encararse con su imagen,

exactamente con el mismo éxito que ahora con mis hijas:

dos criaturas con piel de nieve

y una enfática glosolalia

que andan a la altura de los zócalos

y me están enseñando a aprenderlo todo por primera vez.

Por ejemplo que la felicidad y el tormento

caben juntos en el mismo zapato y la misma noche.

            la luna es una rana

            la rana es una runa

            la runa es una lana

            la lana es una runa

Pero yo sigo enfrente del espejo,

con Lucía y Alicia en cada hombro,

lo mismo que hace más de un par de décadas

me asomaba buscando una respuesta de mi gato.

Cualquier respuesta, nada hubiera sido decepcionante:

sorpresa, burla, miedo, irritación,

todo menos aquella languidez,

esa apatía, esta indolencia de mis hijas ante su imagen,

que al cabo logra que la vista vire a mi propio reflejo

y recuerde con ello, una vez más,

que los mañanas también tienen memoria.

¿Quiénes sois? ¿Qué diablos o diablesas sois vosotras

a este lado y al otro? —mascullo mientras me voy auscultando la dentadura

y un hielo me recorre el alma hasta los pies.

            la lana es una luna

            la runa es una lana

            la rana es una runa

            la luna es una rana

AFTERSHAVE

                                                Error nº 4: El 'after shave' tiene que picar.

                                                                                     Icon, 10—VI—2016

                                                                                   A Juan de Dios García

Que si el calor,

que si la piel,

que si el picor molesto…

Cada verano me rasuro la barba

por ver si reconozco lo que había detrás.

…Y para calcular qué tiempo queda

para que al fin mi padre

se adueñe de mi cara por completo

TANGO DEL MIEDO

                                                                       Eres linda y hechicera,

                                                                       eres linda y hechicera

                                                                       como el candor de una rosa.

                                                                                   Elpidio Ramírez & Pedro Galindo

                                                                                              A Lola López Mondéjar

Ya nos vamos, Muertita, conociendo.

No diré que te extraño,

pero sí que se me hace a veces raro

no verte mucho el pelo.

Cuando menos lo espero te arrebujas

entre espejos de sombras,

o bien junto a la puerta te demoras

como al alba la luna.

Pero una luna, Muerte…, ¿qué diría?

Una luna arbolada.

Un Adán sin Edén, jardín de lamias

con un Dios masoquista.

Lo que daría yo por olvidarte,

ya que al revés no ocurre.

Por desnucar a todos tus querubes

que vienen a soñarme.

La vida duele muchas veces, Muerte;

puede que no lo sepas.

Pero más duele, amiga, que me quieras

hasta desconocerme.

¿Sueña acaso una piedra con ser crómlech?

¿La luz con envinarse?

No me dejes contigo, no me abraces.

No me arcilles el nombre.

Tu voz, tu silabario de ceniza

son todo cuanto soplas.

Quédate con el mar, dame una ola.

Una ola más, Muertita

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