El poeta que nunca se fue

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El poeta Ángel González.

Aquella tarde lo encontré por casualidad, que es como se descubren los verdaderos y más valiosos hallazgos: los tesoros.

El poeta que nunca se fue

Homenaje a Ángel González en el décimo aniversario de su muerte.

 

Lo conocí una tarde de enero. Me acuerdo perfectamente porque hay encuentros que perduran en el tiempo, que se resisten a ser engullidos por el agujero blanco del reloj. Tendría yo diecisiete años y andaba perdida, doliente, enfebrecida, en fin, como se anda a veces en esa época inolvidable llamada adolescencia. Aquella tarde lo encontré por casualidad, que es como se descubren los verdaderos y más valiosos hallazgos: los tesoros.

Buscando entre los anaqueles de una estantería, en la librería de mi barrio, un ángel me abrió las puertas de su obra y un torrente de versos cayó sobre mí como una manta en mitad de la nieve. Así que, aquel poeta se vino a mi casa y me contó, pausado, muchas cosas mientras, al pasar las hojas de su libro, exhalaba el humo de uno de sus cigarrillos.

Y así fue como Ángel González me habló del amor, de la tristeza, de la supervivencia, del sueño, de la vida y del bello abismo al que pueden conducirte las palabras cuando están escritas desde la sencillez. Supe entonces que “para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho” y entendí un poco más el mundo desde mi recién estrenada existencia. Como si en aquella tarde de enero cupieran todas las tardes que habían de venir. Como si en el interior de mi corazón habitase para siempre un sabio con pantalón de tergal. Que, por cierto, nunca más se fue.

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