El loro del Cardenal

Un loro. / RR SS
Un loro. / RR SS
Todos ustedes habrán oído hablar alguna vez de los arraigados sentimientos que llegan a desarrollar estos pájaros cuando conviven con alguien que les prodiga atenciones o afectos. / Relato literario

Realmente no fue aquella una travesía aburrida. Viajaba con nosotros un preste holandés que llevaba consigo un curioso acompañante. Se trataba de un jaco africano, animal de compañía que había obtenido en herencia en un cargo que dejaba atrás como secretario del Cardenal de Ámsterdam.

El animal disponía de una inteligencia casi humana a juzgar por las habilidades que consiguió mostrar durante el paso a las Indias. Como el gallo de Luciano, a fuerza de estar entre los hombres, había aprendido a hablar como ellos, e incluso se había contagiado de sus sentimientos.

Según nos confesó el hombre de Dios, el Cardenal se hacía acompañar por el loro en las prolongadas liturgias de la catedral, de tal forma que en pocos años, y a base de la repetitiva insistencia propia de los oficios religiosos, aquella extraña criatura había llegado a empaparse de tan amplísimo repertorio de jaculatorias, invocaciones y alabanzas a Dios, que daba gloria ver cómo desde maitines al rezo de últimas, no hacía falta en el barco ni fraile ni capellán que con más puntualidad y tesón anunciase los momentos de retiro espiritual, que mañana y tarde se sucedían en los días interminables de la larga travesía.

Todos ustedes habrán oído hablar alguna vez de los arraigados sentimientos que llegan a desarrollar estos pájaros cuando conviven con alguien que les prodiga atenciones o afectos. A pesar de todo, es difícil imaginar lo grotesco que puede llegar a ser un pájaro gris, encaramado en una jarcia y pasando con absoluta naturalidad de una rotunda pronunciación holandesa al desgrane literal de los más pontificios latinajos.

Aunque el Cardenal de Ámsterdam había abonado un potosí para hacerse con el loro, lo cierto es que valía su peso en oro, o quizá más, sobre todo después de la intensa purificación religiosa a la que el prelado lo sometió con la intención de erradicar de su memoria toda la jerga portuaria y marinera que guardaba el jaco en su cerebro de su existencia anterior. Pero la extraña naturaleza, que nos sorprende constantemente, habría de dar alguna sorpresa al curial depositario de tan valioso regalo.

Debieron ser los aires marinos del puerto de Rotterdam los que obraron el prodigio pues, al poco de abandonar el loro su domicilio y escuela habitual en los lúgubres santuarios de las tierras flamencas, nada más rozar sus plumas el viento salitroso de los altos parajes, recuperó la memoria y se despachó incontrolado en tal bacanal de palabrotas, que fue necesario sujetar por la fuerza al ministro de Dios para que no retorciese allí mismo el gaznate del pájaro, suceso trágico del que habría de arrepentirse siempre, a juzgar por lo que luego sucedió. ¡Ah, qué imprevisibles pueden llegar a ser los designios del cielo!

Embarcamos para Indias, como dije, en el puerto de Cádiz, y como era costumbre en aquellos días, en todos los fletes que salían hacia el Nuevo Mundo solían embarcarse compañías de religiosos con el fin de evangelizar las lejanas repúblicas de indios. Los buenos frailes se repartían, entonces, los oficios que se celebrarían a bordo a diario, y a los que debía asistir obligatoriamente toda la marinería.

Pues bien, volviendo al prodigio de inteligencia que cabía en la cabeza del pájaro africano, paso a contarles lo que ocurrió cuando hacíamos la primera semana de travesía, dejando a sotavento la más occidental de las Azores.

El padre franciscano que solía rezar el santo rosario a la caída de la tarde, hubo de ser reanimado con algodón alcanforado de un desmayo fortuito que le sobrevino al escuchar al pájaro.

Es posible que llamase la atención del animal el éxito de seguidores que tenía el fraile cada vez que rezaba un avemaría. Y algo de envidia debió entrarle al oír la unánime respuesta ante algo que le parecía fácil asunto para él, ya que, sin pensárselo dos veces, aprovechó una pausa del franciscano en su monótono discurso para robarle todo el protagonismo y en un abrir y cerrar de ojos, de la boca del loro, ¡oh maravilla!, brotó con cantarina sonoridad una gloriosa Ave María gratia plena, con un aire tan trágico y desgarrador el que salía de la inhumana garganta, que consiguió poner a todo el mundo la piel de gallina. A pesar de todo y para que el animal no se desanimase, todo el mundo intentó reponerse contestando como pudo al prodigio.

Un grupo de frailucos jóvenes de una orden de predicadores agustinos hizo correr, entre la tripulación más mojigata, la especie luminosa de que la Trinidad había decidido tomar cuerpo en forma de pájaro africano y que en realidad se trataba del mismísimo Espíritu Santo. Porque no podía tratarse de otra cosa, según opinaba el primer sorprendido, su propietario, que vio el cielo abierto ante el portento y no puso el más mínimo reparo en ceder su puesto al pájaro en la dirección del prolongado oratorio.

La verdad es que, mirando al pájaro gris, deletreando pomposo y dramático las largas letanías, no se sabía a ciencia cierta si el asunto era cosa de Dios o más bien del mismo diablo, ya que entre bastidores había opiniones para todos los gustos. Incluso hubo quien quiso cargar con las culpas a un desgraciado orisha que viajaba confundido entre una resma de negros destinados a los aserraderos de Veragua. Poco faltó para que arrancaran la lengua al hechicero.

Estos sucesos y su desenlace asustaron un poco a Henri, y sobre todo a Murdom, que decidieron renunciar desde entonces a sus discretos paseos por cubierta al anochecer.

La realidad fue que, cuando se produjo el incidente del brujo africano, andaba ya Henri ingeniando la forma de comunicarle a su amigo la idea genial que le había sobrevenido para aumentar sus ingresos. Y cómo, claramente, veía ya dibujada en el aire limpio de las Azores una nueva compañía de artistas única en el mundo y, por tanto, capaz de enriquecerlos de forma insospechada.

El loro sería quien, a partir de ahora, podría leer de viva voz los mensajes que escribía Murdom desde su pequeño escritorio interior. Henri se limitaría a establecer unas claves con el pájaro para interpretar los mensajes. Yo mismo, que desde nuestro encuentro en la Fonda del Mandril, había decidido unirme a la compañía, debería también prepararme para mi nuevo papel como presentador ante el público de la mágica y misteriosa pareja que desde aquel momento llevaría al loro entre su reparto. Parecía difícil en principio, pero aquel bicho tan sorprendente, seguramente era capaz de todo.

Por otra parte, estaban también los celos de Murdom, aspecto éste muy delicado, ya que no se le habían escapado a Henri los comentarios despectivos del autómata, cuando oyó al jaco rezar el rosario. Y como además Henri había realizado algunas gestiones para ir poniendo en marcha su nueva idea a espaldas de Murdom, este andaba malhumorado y tornadizo a todas horas y casi no probaba bocado de las pequeñas raciones que le preparaba a diario su socio con el mimo exquisito de quien alimenta a un caballo ganador.

El jaco fue ascendido a los altares en una ceremonia de urgencia. Se construyó para él un pequeño baldaquino sobre el puente, con dos linternillas que permanecían encendidas día y noche, desde donde el loro abría los orapronobis antes que nadie.

Durante semanas, los frailes explotaron la intervención milagrosa aprovechando la curiosidad general y consiguieron aumentar la devoción entre los marineros, que no era mucha la verdad. @mundiario

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