El duro periplo vital de un gran artista: Andréi Tarkovski

El director de cine ruso Andréi Tarkovski
El director de cine ruso Andréi Tarkovski.

Su carácter de artista insobornable no casaba bien con la sociedad en la que le tocó vivir. El sistema soviético actuaba como constrictor de cualquier manifestación espontánea.

El duro periplo vital de un gran artista: Andréi Tarkovski

Las vicisitudes de la vida del gran director ruso Andréi Tarkovski (1932 – 1986) bien podrían asimilarse a las que hace referencia el título genérico que puso a sus diarios: Martirologio. Su carácter de artista insobornable no casaba bien con la sociedad en la que le tocó vivir. El sistema soviético actuaba como constrictor de cualquier manifestación espontánea. Sus procesos de censura, de intromisión, de apropiación de mensajes desautorizados, eran una continua marea invasora contra la que había que luchar absurdamente. Si Tarkovski hubiera nacido para otro arte menos dependiente del dinero, o de los permisos, habría podido desarrollar todos sus proyectos, aunque hubiesen tenido que ser custodiados en los rincones más clandestinos. Si estos diarios, que fue escribiendo desde 1970 hasta su muerte, hubieran caído en manos de los mezquinos adictos al régimen, le habrían causado todavía más serios problemas de los que tuvo. En ellos, se explaya sobre las dificultades de financiación y sobre las cortapisas a sus obras, tan sospechosamente personales, nada propagandísticas del régimen, y de las que se temía tuvieran una importante aceptación, tanto en el interior del mundo soviético como en ese exterior al que, finalmente, tuvo que salir para poder respirar. Sus películas, una vez realizadas, tras vencer cientos de obstáculos, eran estrenadas tarde y mal, en salas de barrio destinadas al cine de segunda categoría, sin la más mínima publicidad.

En sus diarios, Tarkovski no atacaba de forma genérica al Estado que lo oprimía, pero sí nombraba aceradamente, con nombres y apellidos, a los lacayos del sistema, a sus dóciles e ineptos colegas que realizaban películas obedientes. Claro que, a ese perversa clasificación política, había que añadir los drásticos juicios de un cineasta para quien su arte debía alcanzar muchos grados de lejanía con respecto a las demás películas, aquellas concebidas solo como un mero entretenimiento adornado con un mensaje moral.

Tarkovski es, sin duda, uno de mis directores favoritos. Cada una de las siete películas que realizó tiene un gran valor; en alguno de los casos, absolutamente excepcional. Sin embargo, como no soy mitómano, siempre me acerco a la persona del gran creador con la advertencia de que no son equiparables las facetas del artista y del ser cotidiano. Pero, algo debe permanecer en mí de expectativa de un ser, si no excepcional, sí al menos intelectualmente valioso, cuando siento como un terrible impacto algunas de sus afirmaciones. Así me ha pasado, por ejemplo, con unas palabras que no admito: “Los actores son necios”. Aunque después valora su resultado profesional, tan alto para tan parca inteligencia. Y luego, en un cuestionario que le presentan, y que transcribe en su cuaderno, dice cosas como: “Pregunta: ¿dónde se manifiesta lo esencial de la mujer?; y su respuesta: en la obediencia, en la sumisión en nombre del amor”. Y, no obstante, en la misma pregunta, con  respecto al hombre, no duda: “En la creación”.

Al principio, me pilló desprevenido su demoledora opinión sobre Tristana, de Buñuel, una película que yo admiro. Pero este fue solo uno de los muchos tropiezos en ese sentido. A lo largo del diario, consigna sus numerosas asistencias al cine. Casi siempre lo hace para ver películas de directores prestigiosos, pero ello no es óbice para que las califique de “pura basura”. Kurosawa, Fellini, entre otros, son los damnificados. Aunque luego leamos en su magnífico ensayo Esculpir en el tiempo que estos directores están entre sus favoritos. Está claro que no tiene piedad con lo que él considera obras indignas de ellos mismos. Resulta triste ver cómo es incapaz de disfrutar del cine como espectador. Ni una de las muchas películas que ve le resulta elogiable. Solo salva, en la distancia, a Bresson.

Los proyectos fallidos se van sucediendo: una película sobre los últimos días de Tolstoi, otra sobre el personaje de Dostoyevski; otra sobre su obra El idiota; una más sobre Hoffman; también sobre La muerte de Iván Illich, y una más, pero no la última: José y sus hermanos, de Thomas Mann. En algunos casos, se quedan solo en en bocetos, pero en otros llegan a concretarse los guiones. No sabemos cómo habría sido su obra si hubiera encontrado facilidades para culminar todos sus ideas, tal vez más desigual, con algún relativo fracaso artístico. En cualquier caso, encontraríamos en esas adaptaciones una personalísima singularidad, no una simple traslación de aquellos relatos sino una íntima representación de sus significaciones.

Cuando está germinando en él su idea de rodar su cuarta película, El espejo, su intención es irrenunciable: “Quiero hacer una película que por su significatividad sea igual a un acto de vida. Evidentemente, todo el mundo me injuriará e intentará crucificarme”. Pero él sabe que esas “persecuciones”, esos “martirios” vienen del mundo que no le interesa. Pese a las cortapisas, los escasos y apartados cines, donde se exhiben, registran llenos absolutos e incluso aplausos finales. En el extranjero, es altamente valorado en los escasos certámenes donde se cuelan sus películas. Bergman lo tiene por el mejor director actual. Lo invita, a través de terceras personas, hasta cuatro veces a ir a Suecia, pero no se lo transmiten y él se entera mucho más tarde.

En su vida, junto a los problemas profesionales, y las carencias económicas, sufre una salud muy precaria. Padece varios avisos de infarto. Esto, junto a los problemas de censura,  financiación y la lejanía de sus seres queridos, son los temas más recurrentes en sus diarios. Para combatirlos, se refugia en la lectura. Deja constancia de muchas de ellas, con sus opiniones – siempre más entusiastas que con sus colegas cineastas -, pero también con las muy numerosas citas textuales que componen uno de los atractivos de estos diarios. Le gustan las reflexiones sobre el arte, sobre la espiritualidad, pero también le seduce la Biblia. Con algunas novelas se entusiasma: El  doctor Faustus, El juego de los abalorios, la obra de Tolstoi o la de Dostoyevski. Sin embargo, los relatos de Kafka lo dejan frío. Está claro que sus lecturas no cumplen un objetivo de entretenimiento, sino que en ellas busca ayuda para dilucidar su camino como artista o bien sus inquietudes espirituales.

El periplo de Tarkovski por Europa resulta penoso, pues las autoridades soviéticas, que temen su exilio, mantienen a su esposa Larisa y a sus hijos en Rusia, como rehenes.  Se instala durante meses en Roma, para realizar los preparativos de su primera película rodada en el extranjero, una coproducción rusa con la RAI: Nostalgia. Aunque está fuera de su país, se siente perseguido, vigilado. Finalmente, cuando obtiene el estatuto de refugiado, consigue que su esposa se reúna con él. Pero aún habría de esperar algunos años para reunirse con su hijo carnal y tendrían que ser sus gestiones con los diferentes dirigentes de los países europeos y, finalmente, su enfermedad terminal, quienes doblegaran a las autoridades soviéticas.

Hay un momento en el que se declara agnóstico, sin embargo, todas sus reiteradas invocaciones a Dios parecen contradecirlo. También es amigo de lo esotérico – lo que trasladaría a varios momentos de sus películas – y, en Italia, acude varias veces a una vidente a la que pretende utilizar como guía. Tarkovski declara en muchos momentos su sufrimiento, su infelicidad. Parece asumir que está en este mundo adverso para cumplir con su afán artístico y para disfrutar solo de algunas migajas salvables de la realidad. Su problema es que es muy tajante en sus desprecios y está prisionero de sus decepciones, con los hombres, con la sociedad, con las ciudades que lo horrorizan, con las obras de arte que él considera falsas.

A finales de 1985 empieza a sentir los primeros síntomas del cáncer que, un año después, acabaría con su vida. Ha podido rodar su última película, Sacrificio, en Suecia. Pero ahora sufre una nueva tortura, de las que de ninguna manera se pueden esquivar, la de los duros tratamientos y los implacables dolores. Pero él, semanas antes de morir, sigue dándole vueltas a nuevos proyectos: “Esta guerra tengo que ganarla. Sacar a Olga (la hija de su mujer, todavía en Rusia) y ponerme bien, aunque solo sea por unos años, para que pueda hacer algunas películas. Y no dudo que venceré ¡Dios me ayudará!” Su proyecto favorito en esos momentos es el de hacer una película sobre San Antonio.

Hasta aquí, las debilidades y las contradicciones del hombre, expuestas, desde el frecuente lamento, en sus diarios. En el próximo artículo, hablaré del libro que he leído a continuación, su Esculpir en el tiempo, un iluminador ensayo sobre el cine, en el que se centra maravillosamente en la concepción que tiene de él; redimiéndose así, como puro artista, de su existencia total como hombre.  @mundiario

                                                                                                                             

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