Drive my car, un viaje hacia las heridas y los misterios del pasado

Fotograma de Drive my Car, de Ryusuki Hamaguchi
Fotograma de Drive my Car, de Ryusuki Hamaguchi

El esfuerzo de seguir, una vez más (pero no siempre), valió la pena. La sustancia de esta película era enorme, aunque, en un principio, no fuera fácil apreciarla

 

Drive my car, un viaje hacia las heridas y los misterios del pasado

Durante los primeros cuarenta minutos de Drive my car (2021, Ryusuki Hamaguchi), estaba creciendo en mí la adhesión a aquellos que opinan que esta película es demasiado larga e insustancial. Me parecía estar ante un fraude, una enorme decepción, una obra pretenciosa que había seducido a críticos pedantes, pero me resistía a confundirme con quienes consideran que el cine te lo deben dar masticado. El esfuerzo de seguir, una vez más (pero no siempre), valió la pena. La sustancia de esta película era enorme, aunque, en un principio, no fuera fácil apreciarla. 

Y es que —de acuerdo— el ritmo impuesto es especialmente lento, hay numerosas escenas que consisten en una fría repetición de los textos de Tío Vania, los personajes se muestran mayoritariamente lacónicos y hieráticos; pero, una vez se introduce uno en la historia, y la vive —más como participación propia que como recepción de unas emociones hondas en su extensión pero muy amortiguadas en las momentáneas reacciones—, acaba dando con el secreto de la película, averigua que su alma está en ese tempo capaz de albergar la infinitud de las penas en las que están instalados los personajes —o la meritoria dulzura de algunos—, que nos van a marcar el ritmo de nuestra mirada durante tres horas, haciéndonos sentir cada vez más concernidos por sus sentimientos.

La película recoge lo esencial del homónimo relato de Murakami, incluso reproduce frases textuales que son claves, pero modifica algunos hechos para conferirles una mayor y más cinematográfica presencia; y, por otra parte, añade otros elementos, como todo ese aporte que significa el ensayo de la obra de Chéjov, que implica la incorporación de unos personajes secundarios que completan un fresco de diversa humanidad. Otra diferencia es la de que, si en el relato se habla siempre de la relación del protagonista con su esposa en retrospectiva, aquí empezamos por la mostración de la misma, en una larga primera parte que funciona como un extenso prólogo que finaliza —tras la muerte de ella, de Oto— con la aparición de los créditos; renunciándose después a cualquier tentación de utilizar el flashback, lo que hace que lo vivido, eso que tanto marca el presente de los personajes, esté trasladado a la latencia que observamos en ellos, en su rostro y en sus palabras, en la huella que vislumbramos, como adherida al nuevo tiempo que les tocará vivir no saben cómo. Y aquí encontramos una de esas correspondencias que existen entre esta historia y los personajes de Tío Vania, cuando este dice: “Tengo 47 años y si me quedasen 13 por vivir, hasta los 60, no sabría cómo hacerlo”.

Tras los créditos, reemprendemos la historia cuando han pasado dos años de aquella desgracia. Kafuku se traslada a Hiroshima para preparar, como director, una nueva representación de Tío Vania. Pero él ya no puede interpretar al personaje principal de esa obra. “Chéjov es aterrador”, dice. “Al decir sus líneas sale nuestro verdadero yo. Ya no puedo soportarlo”. Y es que la obra del ruso es una suma de insatisfacciones, de sentimientos de haber cometido torpes errores, de reproches; en definitiva, un racimo de vidas diferentemente malogradas. El peso bajo el que vive este actor y director teatral es el de la muerte de su esposa: pero, más allá de la pérdida, también lamenta que aquella abrupta interrupción de su vida hubiera fijado en él, definitivamente, la incomprensión de quién era ella, esa mujer a la que amaba y por la que se sentía amado, pero a la que había sorprendido teniendo aventuras sexuales con actores de las películas de televisión de las que era guionista. No se lo dijo nunca, no se lo reprochó, pero, el último día, ella le había anunciado que quería hablar con él cuando volviese del trabajo. Kafuku no se atrevía a regresar a su casa. Era muy grande su temor de que aquellas palabras de ella pudiesen fundar un cambio en su relación. Llegó lo más tarde posible. Cuando lo hizo, Oto estaba tendida en el suelo, inconsciente, víctima de un derrame cerebral.

Como parte del elenco elegido para la obra, está Takatsuki, un actor que le había presentado Oto, y del que sospecha que pudiese ser uno de los que se hubiera acostado con ella. Este se ha presentado al casting para poder estar cerca de quien tanto convivió con aquella mujer de la que aún sigue enamorado. Durante el tiempo de los ensayos, ese joven actor va provocando los encuentros con ese hombre que tal vez querrá hablarle de esa mujer amada. Pasadas unas semanas, tienen una conversación en el coche, en ese Saab 900, que, por imposición de los productores de la obra, es conducido por Misaki, una joven chófer. Kafuku teme, pero desea a la vez, esas charlas en las que podría averiguar algo más sobre esa doble vida que llevaba su esposa. Pero es ahora él quien le habla a Takatsuki: “Tuvimos una hija que murió a los 4 años. Marcó el final de nuestra felicidad. Oto dejó de actuar. Estuvo aletargada durante años. Luego empezó a idear unas historias que se convertían en esos guiones exitosos para la televisión. Estas nacían en ella inmediatamente después de haber hecho el amor. Fueron el vínculo que nos unió para superar lo de nuestra hija. Nos necesitábamos para vivir. Nuestras vidas eran muy satisfactorias, al menos para mí. Pero Oto veía a otros hombres (mirándolo a él, acusándolo o apremiándolo a la confesión, o algún aporte informativo, al menos). Aun así, nunca dudé de su amor por mí. Oto me traicionó con naturalidad mientras me amaba. Pero tenía dentro de sí un punto al que yo no podía llegar, donde había algo oscuro”.

Y es este uno de los temas fundamentales de la película, el del misterio que supone para nosotros el “otro”, pero también el que somos para nosotros mismos. En esa conversación en el coche, en la oscuridad de la noche, ante los discretos oídos de Misaki, contesta Takatsuki: “Aunque se ame a alguien, nunca se puede ver la totalidad de lo que contiene su corazón. Quien lo intente solo conseguirá sufrir. Pero, esforzándonos, debiéramos conocer nuestro propio corazón. Si uno desea ver en serio a los demás, no le queda más remedio que observarse de frente, a sí mismo”. Pero, antes, ese joven que envidia a ese hombre por haber gozado de la presencia de Oto durante más de veinte años, se había sincerado, había respondido a la interpelación, y había contado una de las historias de Oto, una que también conocía Kafuku, pero sin terminar. Él le cuenta la continuación, aunque no sabe tampoco si es ese su final o hay algún suceso más. Es como reconocer que Oto estuvo con él, y que probablemente ella, tuviese que continuar creando esa historia acostándose con otro.

Por su parte, en los traslados diarios, del hotel al teatro, que duran una hora, Misaki se abre cada vez más. Le cuenta a ese hombre reservado, su historia traumática. Un padre al que no ha conocido, una madre que la maltrató, a la que debía llevar a la estación, para que tomase allí el tren hacia el club nocturno donde trabajaba. Por sistema, Kafuku escucha, en una cinta grabada por Oto, los diálogos de Tío Vania, en los que faltan las palabras del protagonista, que él va insertando. Es su método, por el que va introduciéndose de lleno en la obra, parecido al que impone a los actores, a los que obliga a simplemente leer su texto entre el de todos los demás, en los primeros ensayos, entre unos compañeros que hablarán idiomas distintos; e incluso, una de las actrices, muda, el lenguaje coreano de los signos. En ese texto de Chéjov vamos oyendo frases que parecen aludir a la historia que los personajes de la película están viviendo, como cuando Elena dice: “Hay que tener fe en los demás, si no es imposible vivir”. O tío Vania: “¡Cuánto sufro! ¡Si supieras cuánto sufro!”

La relación entre director y actor principal es de una tensión parcialmente aplazada, de una vigilancia mutua. Kafuku tiene la posibilidad de ensañarse con él, pero no lo hace; solo, tal vez, disfruta de las duras observaciones que a veces le dedica imparcialmente. Takatsuki se siente extraño en el papel de Tío Vania, se sabe demasiado joven para él. Teme estar haciéndolo mal, y que el público vaya a notarlo. Así se lo dice a quien, sorpresivamente, le ha asignado ese cometido en la obra. Kafuku le contesta: “El texto te está haciendo preguntas, si lo escuchas y le respondes, te pasará lo mismo”.

Finalmente, en pleno ensayo, el joven actor es detenido por la policía. En una pelea, ha matado a un hombre. Le ha llevado hasta allí su pulsión violenta ante quienes lo fotografían sin pedirle permiso. La dirección del teatro le propone a Kafuku que asuma el personaje de tío Vania. Pero este se resiste, no se siente aún preparado para ello, para el dolor de tener que vivir ese papel que tanto lo abruma. Sin embargo, ante la alternativa de que se cancele la obra, quiere meditarlo. Dispone de dos días. Misaki y él emprenden un largo y clarificador viaje hacia el lugar donde murió la madre de ella. Allí, frente a donde estuvo su casa, ella se confiesa: “Yo maté a mi madre. Mi madre estaba dentro de la casa cuando el corrimiento de tierra. No sé por qué no pedí ayuda, por qué no la salvé. La odiaba, pero no era el único sentimiento que tenía por ella”. Y él le responde: “Si yo fuera tu padre te diría que no tienes la culpa. No hiciste nada mal. Pero tú mataste a tu madre y yo maté a mi mujer”. “Sí”, responde ella, que ahora piensa en su madre de otra manera que cuando estaba agobiada por ella: “No sé si mi madre tenía una enfermedad mental o si, en realidad, estaba actuando para que yo no la abandonara. Convertirse en Sachi (en la personalidad de una dulce niña de ocho años) le ayudaba a protegerse de su terrible realidad”. Y él, en la hora de todas las verdades, expulsa de sí esta: “Hice como que no pasaba nada. No me paré a escucharme a mí mismo. Me gustaría verla, y si lo hiciera, le gritaría, la insultaría por engañarme constantemente. Quiero que vuelva, que viva, quiero volver a hablar con ella”. Y los dos acaban en un hondo y prolongado abrazo que anticipa un posible final feliz, el que se intuye en el minimalismo de señales que la cámara nos deja en la última secuencia.

Antes, hemos asistido al final de la representación de Tío Vania, que Kafuku ha podido soportar, en esas palabras que tanto le conciernen, las tan emotivas de Sonia, la sobrina, interpretada aquí por la joven muda coreana: “Qué se la va a hacer. Hay que vivir. Viviremos, tío Vania. Pasaremos una sucesión de largos días, de largos anocheceres. Soportaremos pacientemente las pruebas que el destino nos envíe. Sin descanso trabajaremos para los demás, ahora, y también en la vejez. Cuando llegue nuestra hora, moriremos resignadamente. Y allí, en el otro lado de la tumba, le diremos a Él que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura. Dios se apiadará de nosotros. Y entonces, tío, conoceremos esa maravilla, esa vida de ensueño. La alegría vendrá a nosotros. Y con una sonrisa en nuestros rostros, volveremos con emoción la vista a nuestras desdichas presentes. Y, por fin…descansaremos. Tengo fe”. @mundiario

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